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NUEVA TRIBUNA

La realidad no es lo que parece

La ciencia parece que está ya casi en condiciones de responder a dos preguntas trascendentes: de qué está hecho el mundo y de cuándo y cómo surgió todo

Por Antonio Mora Plaza
sábado 30 de abril de 2016, 14:17h
La realidad no es lo que parece
La realidad no es lo que parece

A lo largo de mi vida he leído cientos de libros de divulgación científica porque esa es una curiosidad que no he podido satisfacer nunca entera y... afortunadamente. Cualquier ávido lector que se acerque a cualquier librería –incluso las más renombradas– se encontrará con una falsa impresión y es la de que los españoles y en España no importa la ciencia, que los españoles no tenemos curiosidad científica.

Es verdad que España está huérfana de grandes científicos, salvo la honrosa y extraordinaria excepción de Don Santiago Ramón y Cajal, el gran neurocientífico español y otras cosas del que aún se estudian sus libros en las universidades. Fue D. Santiago quien dijo que la cultura española caminaba sobre dos ruedas, una de las cuales es enorme, que es la humanística, y la otra enana, que es la científica. Cito de memora, que conste. Quizá ambas cosas son exageradas, pero que hay distancia entre ambas es innegable por más que intentara Don Ramón Menéndez Pelayo –otro Ramón– demostrar lo contrario, tanto con ortodoxos como con heterodoxos. Por ejemplo, en la revolución cuántica o del conocimiento sobre los fundamentos de la materia y su comportamiento no tenemos nombres propios para salir en la foto –de todos los congresos de Solvay sólo aparece el español Blas Cabrera en uno de ellos– al lado de los Planck, Heisenberg, Schrödinger, Dirac, De Broglie, Pauli, Feynman, Bohr, o Einstein. Hasta Italia ha tenido a Enrico Fermi, merecedor de estar en esa foto de grandes científicos que revolucionaron todo el conocimiento científico. Aquí el peso del catolicismo carpetovetónico ha aplastado una ciencia española creativa hasta casi el final de la dictadura franquista y a pesar de que la española se estaba poniendose a la altura de al menos la italiana en el primer tercio del siglo XX. Aunque es verdad que no todo lo explica el demonio de la institución católica española y su implantación en el bachillerato de antaño –ahora de nuevo con la LOMCE de Wert–, porque Italia ha soportado ese mismo peso con el Papa y el papado en sus raíces y en sus narices y ha tenido mejor suerte. Sólo señalar que, además de Fermi y otros italianos –Rubbia, taliano y descubridor de partículas fundamentales para el modelo llamado estándar de la física, es premio Nóbel– han tenido a Giuseppe Peano como uno de los grandes lógicos contemporáneos a la altura de los Frege y Russell, y en economía a Vilfredo Pareto y a Piero Sraffa, siendo este último uno de los dos o tres genios que ha tenido la llamada ciencia lúgubre, cosa que no comparto, porque ni creo que sea una ciencia ni que sea triste. Sólo son tres ejemplos de cómo, a pesar del cómodo mundo de las creencias, se abre paso el más desasosegada mundo del pensar.

Y sin embargo en España se traduce y se publica gran cantidad de libros de divulgación científica. Tengo en mi biblioteca particular decenas de libros y habré leído también cientos. Pondré algunos ejemplos. En 1980 se publicó el que considero el mejor libro de divulgación de la Física –en particular de esta rama de la ciencia– que es Biografía de la Física, del ruso George Gamov (1904-1968). La obra se publicó originalmente en inglés en 1961, y esos 20 años de diferencia es indicativo de nuestro retraso, o al menos del retraso que había en esa década. En 1967 se publicó en la editorial Seix Barral otro clásico de la ciencia de la divulgación –La imagen de la naturaleza en la Física actual– de uno de los grandes científicos que revolucionaron la Física y que ya hemos mencionado: Werner Heisenberg. El científico alemán no sólo fue un gran físico sino un gran reflexionador sobre la materia. Valga como muestra lo que dice en la obra mencionada: “La antigua división del universo en un proceso objetivo en el espacio y el tiempo por una parte y, por otra, el alma en que se refleja aquel proceso, o sea, la distinción cartesiana de la res cogitans y la res extensa , no sirve ya como punto de partida para la inteligencia de la ciencia natural moderna”. En el mismo libro y páginas anteriores Heisenberg afirma que “Las leyes naturales que se formulan matemáticamente no se refieren ya a las partículas elementales en sí sino a nuestro ¡conocimiento! de dichas partícula”. ¡Mayor revolución gnoseológica es imposible! Heisenberg es autor de uno de los principios fundamentales de la nueva ciencia cuántica como es –dicho con sus propias palabras– “que no es posible determinar a la vez posición y la velocidad de un partícula atómica con un grado de precisión arbitrariamente fijado”. Heisenberg tiene otro excelente libro de divulgación científica (Encuentros y conversaciones con Einstein y otros ensayos). Uno de los primeros libros de divulgación es Reflexiones sobre el espacio, la fuerza y la materia, de uno de los grandes matemáticos de la historia como fue el suizo Leonhard Euler. El libro recoge una memoria presentada por el gran matemático a la Academia de Berlín en 1748 y unas cartas de divulgación dirigidas a una princesa que era sobrina del rey de Prusia. Parece una manía de la época tratar de enseñar a la nobleza cuestiones científicas, cosa que también lo hizo anteriormente Descartes con la reina Cristina de Suecia. Sospecho que no se enteraban de nada porque, como dicen que dijo el propio Descartes, “no hay caminos reales (de realeza) para la ciencia”. Clásico moderno es también en el terreno de la Biología la obra del premio Nóbel francés Jacques Monod que lleva el significativo título de El azar y la necesidad, publicada en 1970. Pocas veces un título es tan representativo del contenido: somos, en definitiva, una mezcla de las fuerzas de la necesidad y lo que de ello es compatible con lo aleatorio. La tesis del libro de Monod –fruto de investigaciones de laboratorio y no de meras especulaciones filosóficas– es la de que nuestra existencia no es producto de ningún diseño finalista, sino que todo nace de procesos aleatorios que, en condiciones dadas, devienen en evolución y reproducción inevitable. Monod combate con el libro y según sus propias palabras cualquier “invarianza protegida, ontogenia guiada o evolución orientada”. En astrofísica un libro clásico es el de Steven Weinberg Los tres primeros minutos del Universo (Alianza Editorial, 1996). De los libros de divulgación no me olvido de los de Isaac Asimov, valiosos aunque siempre hay que dudar que no se valiera –valga la redundancia fónica– de los llamados negros, porque parece imposible que el autor de la obra de ciencia-ficción La Fundación escribiera tanto y de tantas cosas diferentes. Física sin secretos es un manual excelente para iniciarse en la ciencia correspondiente. La obra es de uno de los grandes científicos rusos como fue J. Landau, compartida con otro. En España y por un español está el excelente texto –también en dos tomos– Física básica, de Antonio Fernández-Rañada. Sobre el científico yanqui Richard Feynman, además de su manual de física que se estudia en las universidades de medio mundo, yo he “pillado” dos libros de divulgación: Electrodinámica cuántica y El carácter de la ley física, ambos magníficos. Feynman era un tipo divertido y gran vividor, que tocaba los bongos en fiestas nocturnas y eso no le impidió convertirse en el mejor científico estadounidense de todos los tiempos. Sobre la relatividad tenemos decenas de libros de divulgación, empezando por los que escribió el propio Einstein. Tengo en mi biblioteca Sobre la teoría de la relatividad especial y general, La teoría de la relatividad y otras contribuciones científicas y La evolución de la física, textos que en parte se solapan. De los tres, el que más me gusta es el último, escrito con otro físico. Como se sabe Einstein acabó con el éter como soporte de las ondas electromagnéticas, y en el libro se hace la inquietante afirmación: “nuestro espacio tiene la propiedad física de transmitir las ondas electromagnéticas”. Inquietante tanto por lo que afirma –“nuestro espacio” – como por lo que omite: ¡sólo! el espacio, tal cual, sin ningún soporte material. Ahí queda eso. Sólo un gran científico encuentra esas expresiones a la vez sintéticas y significativas. Y están los libros que periódicamente saca Stephen Hawking sobre astrofísica y los agujeros negros. Ilya Prigogine, Bertrand Russell, Desiderio Papp. Thomas Kuhn –el Kuhn de “las revoluciones científicas” –, Michael Friedman, V. I. Arnold, son grandes científicos que tienen obras de divulgación traducidas a nuestra lengua y otras ya más duras de lectura. Ahora bien, para un servidor que escribe y que no es científico de profesión ni de formación, el mejor libro que jamás he leído sobre mecánica cuántica es la del ruso L. I. Ponomariov Bajo el signo del cuanto (editorial Mir, 1992 en español), quizá remedando la obra de Conan Doyle Bajo el signo de los cuatro. Excelente también El cántico de lo cuántico, de Ortoli y Pharabod, también con juego fónico, tanto en la traducción como en el original francés (Le cantique des cuantiques, 2006). Y no me puedo olvidar de los excelentes autores españoles Cayetano López, Jose Manuel Sánchez Ron, Manuel Sellés, Carlos Solís, Jesús Mosterín, Pedro García Barreno, y otros muchos, que han escrito excelentes obras de divulgación, manuales universitarios y manuales sobre la historia de la ciencia y que, para más inri, escriben muy bien. Sostengo que el mejor antídoto contra la intolerancia anticientífica basada en las creencias de cualquier tipo es el estudio de las disciplinas desde una perspectiva histórica, de todas las disciplinas, incluyendo las matemáticas. Ante eso las caretas del dogmatismo se derriten como el chocolate con el calor.

Los pocos libros mencionados son sólo un botón de muestra de la divulgación científica, bien española, bien traducida al español. Pero de toda esa obra acumulada y leída a lo largo de casi cincuenta años, me ha llamado la atención el extraordinario libro La realidad no es lo que parece, de un italiano llamado Carlo Rovelli, del que no conozco ninguna publicación anterior. Editado en noviembre del 2015, el autor ha sido ya premio Galileo de divulgación científica y es uno de los creadores de la gravedad cuántica de bucles, una de esas teorías que intenta casar la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica. Cabía pensar que las diferentes teorías o doctrinas científicas –o dejémoslas sólo del conocimiento– en el campo de lo social sólo lo eran precisamente en lo social o en lo psicológico porque las ciencias verdaderas tienen experimentación y laboratorio para expurgar el error de la verdad, la especulación del conocimiento, la creencia de la ciencia. Pero la cosa no es tan sencilla. Ya la ciencia tuvo que casar lo ondulatorio con lo corpuscular, la geometría euclidiana y la no euclidiana según para qué, la matemática transfinita (Godel) de la que no, y separar el trigo de la paja, es decir, la química de la alquimia y la astronomía de la astrología; se habla en la cuántica de interpretación de Copenhague o de modelo estándar. Pero con el advenimiento de la relatividad y de lo cuántico no hay manera de elegir a una de ellas porque, prima facie, a la mayoría de los científicos les resultan o resultaban incompatibles. Pues bien, la obra de Rovelli trata de compatibilizarlas porque, como afirma el autor, ambas teorías cuentan con el testimonio del experimento a prueba de bombas, razón por la cual la búsqueda de una teoría de unificación parece inevitable. Ya pasó con el electromagnetismo, uniendo los fenómenos magnéticos y eléctricos con Faraday y Maxwell y sus postulados sobre los campos, con Einstein en 1905 uniendo el espacio y tiempo -divorciados desde Newton- en la relatividad especial, y en 1915 uniendo la gravedad (campo gravitatorio) y el espacio-tiempo en una única teoría que es la relatividad general. Por cierto, que siempre me ha parecido desafortunado titular a la teoría de Einstein sobre la no simultaneidad –esto es lo que son– teoría de la relatividad, cuando precisamente Einstein introduce como primer postulado de su artículo de 1905 lo absoluto de la velocidad de la luz, absoluto que lo es porque es independiente del movimiento del cuerpo que lo emite. De hecho Einstein titula su artículo Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento. Al casar Einstein precisamente este absoluto con el principio de relatividad de Galileo es por lo que surge la conocida y para siempre teoría de la relatividad. Volviendo a la obra de Carlo Rovelli, encuentra el autor ese deseado maridaje entre las dos teorías construidas en el siglo XX creando –junto con otros científicos– una nueva teoría que es la ya mencionada gravedad cuántica de bucles. Hay varias teorías que intentan esa teoría del todo o de unificación (gran), siendo la otra competidora más conocida la teoría de las cuerdas (supercuerdas, supersimetria). Rovelli es ambicioso y quiere descubrir o, al menos, preguntarse de qué está hecha la realidad. La obra de Galileo y Newton son avances definitivos sobre la obra de Aristóteles y sus epígonos escolásticos medievales, pero tanto el italiano como el inglés cambiaron la pregunta sobre la naturaleza. En lugar de interrogarse sobre de qué están hechas las cosas se conformaron con construir explicaciones de cómo se mueven. Ni siquiera pudieron explicar el porqué se mueven, cosa de la que se lamentaba el propio Newton. El inglés no podía entender que dos cuerpos –el Sol y la Tierra– pudieran ejercer una influencia mutua, una acción a distancia sin contacto alguno, sin que mediera ningún cuerpo. La teoría de la relatividad y su campo gravitatorio surge precisamente para explicar eso.

La ciencia parece que está ya casi en condiciones de responder a dos preguntas trascendentes: de qué está hecho el mundo y de cuándo y cómo surgió todo. Las preguntas de por qué o para qué no se pueden responder desde la ciencia y son en sí peligrosas porque remiten indefectiblemente al campo de las creencias, y ahí el conocimiento científico se disuelve cual azucarillo en leche. Para Rovelli la ciencia de la naturaleza –la filosofía de la naturaleza como se decía en tiempos de Newton– empezó magníficamente con la teoría atómica de Demócrito (nacido en el 460 a.C.) y Leucipo, pero luego Aristóteles y Platón estropearon tan buen comienzo con sus explicaciones a partir de los cuatro elementos (fuego, agua, aire, tierra) llamemos primordiales y sus variantes y mezclas. Tamaño error intelectual más la conversión de Constantino al cristianismo y la imposición de esta doctrina religiosa como oficial para el Imperio romano (año 324 d.C.) han llevado a la ciencia a un retraso de casi dos milenios. Terrible. No entraré mucho en el libro de Rovelli pero señalaré algunas cosas. Dice el físico italiano que la mecánica cuántica se caracteriza por tres elementos conceptuales: granularidad: “la información que hay en el estado de un sistema (físico) es finita y delimitada por la constante de Planck”; indeterminismo: “el futuro no lo determina unívocamente el pasado”; relación: “los acontecimientos de la naturaleza son siempre interacciones”. Lo que me ha sorprendido gratamente es la consideración que hace sobre el espacio. Resulta que no sólo la materia es finita –como Demócrito y Leucipo habían anticipado–, sino que el propio ¡espacio! es granular y finito. Puede parecer sorprendente, pero es coherente. La paradoja de Aquiles y la tortuga tenía un error matemático. Se pensaba que Aquiles nunca alcanzaría a la tortuga si ésta salía antes o salía por delante, porque el espacio se podía subdividir eternamente y porque la suma infinita de todos esos espacios finitos daba el infinito. Lo del espacio enseguida se vio que era un error y hoy día cualquier estudiante de bachillerato sabe que si se divide, por ejemplo, un metro de distancia en dos iguales, si una de la dos mitades se divide a su vez en otras dos y así sucesivamente, el resultado es una progresión geométrica de primer término un medio y de razón también un medio, y que la suma de todos esos términos infinitos no es el infinito sino el de un metro. Era una división matemática que no tenía por qué corresponder con idéntica operación en el campo de la física, es decir, en un espacio físico. Pero para Rovelli el espacio tampoco puede ser subdivido eternamente. Ello conlleva que hay un espacio mínimo –relacionado con la constante de Planck– que, a pesar de tener tamaño, no puede ser subdividido. Parece una contradicción, algo de locos, pero eso dice la teoría de la gravedad cuántica de bucles. Con ello se resuelve una paradoja, porque si el espacio pudiera ser dividido eternamente hasta hacer que cada trozo no ocupara lugar: ¿cómo iba a ocurrir que puestos al lado uno de otros todos esos espacios fueran a cubrir alguna distancia? La suma de lo que nada mide, ocupa o pesa no puede dar lugar a algo medible, que ocupe o que pese (que tenga masa al menos, porque el peso depende de que haya gravedad, es decir, campo gravitatorio). Rovelli va más lejos y dice que ¡el tiempo tampoco existe! Claro, que si eso es cierto: ¿en relación con qué se mide la velocidad de la luz? Recordar que la velocidad es un espacio en relación a un tiempo. Y aquí lo dejo porque espero que la curiosidad del posible lector no aguante sin el alimento de ir a una librería y comprar el libro (Tusquets editores, 19 euros). El libro de Rovelli La realidad no es lo que parece tiene todos los merecimientos para convertirse en un clásico de la divulgación científica, incluso de la ciencia sin más, de ser un nuevo Gamov. Veremos.

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