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Santiago Redondo Vega
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Entrevista Santiago Redondo Vega, autor de "Laberinto de inercias"

"No hay ningún otro ser vivo capaz de ir tan visceralmente contra su especie como lo hace el ser humano"

lunes 20 de junio de 2016, 12:49h

Santiago Redondo Vega (Villalón de Campos, Valladolid, 1958). Poeta y escritor. Reside en Valladolid desde hace más de 25 años. Tiene publicados los poemarios "Laberinto de inercias" y "Naturaleza Viva", 1º Premio del V Certamen Águila de Poesía Aguilar de Campoo, Palencia (2009). Ha obtenido numerosos premios en narrativa y poesía. Pertenece al grupo poético Sarmiento de Valladolid.

Laberinto de inercias
Laberinto de inercias

A propósito de Laberinto de inercias.

D.A.- Es curioso, pero nada más comenzar tu libro, Laberinto de inercias, nos damos de bruces con un poema, que yo calificaría como «cuántico» (o «macrocuántico», si se me permite el oxímoron): «Primero fue el silencio: / el mundo era La Nada / y todo era el vacío de un vacío insolente».
S.R.- Efectivamente, David, porque si hay que empezar por algo, mejor que sea por el principio. Y el principio del mundo hubo de ser ése: La Nada; fuera cual fuese la identidad física o espiritual de nuestro origen. Y más cuando este Laberinto de inercias pretende ser un recorrido vital, con vocación de verso, por la desmemoria de mis dudas y mis pensamientos. El mundo, aun si fuera infinito, le viene a durar únicamente a cada ser vivo lo que abarca el espacio nimio de su propia existencia, una gota de agua en el océano. La luz nos nace, nos vive y nos agota.

D.A.- De cierta manera, podríamos decir que es la tuya una poesía atávica, una poesía que nos remite ineludiblemente al origen de nosotros mismos: «Estaba el tiempo erecto, diáfano y versátil, / de rojo impredecible y atmósfera inocente».
S.R.- En este poemario probablemente sí, pero únicamente por su temática, supongo, por esa vocación de itinerario vital que he tratado de dejar escrito: Origen, camino, destino. Pero no es característica continuada de mi verso. Abundo más en la mirada personal, en la naturaleza de los sentimientos, en la intimidad de lo social. Sobre todo tratando de decantar el ácido reflejo de lo injusto, (nunca se deja de ser niño, y la utopía quizá forme parte de ello), el amor en todas sus vertientes, la condición humana, la emoción, la ternura, el paso del tiempo, la vida y la muerte, en fin, eternos laberintos.

D.A.- Y, sin embargo, percibo en el pozo de tus versos cierto desdén por el hombre, cierta antipatía de especie: «Aquí habla de un heredero / directo y responsable / que en homo destructor se manifiesta / abiertamente culpo y circunflejo».
S.R.- Probablemente se desprenda eso, David, dicho lo dicho. Pero no como antipatía o desdén, sino como juicio crítico hacia el comportamiento irracional del hombre como especie. La Historia no ahorra ejemplos. Quizá es que tenga más eco lo malo que lo bueno de la condición humana. Y en una sociedad, tan mediática como la nuestra, es evidente que trasciende más lo descarnado e ilícito, que lo desprendido y generoso, que espera relegado en el atril de lo efímero. Pero es que no hay ningún otro ser vivo capaz de ir tan visceralmente contra su especie, incluso contra sí mismo, con la voracidad endémica con que lo hace el ser humano.

Pero no, aún así soy optimista y quizá hasta ingenuo, quiero serlo. Guardo todavía en mi consciente poético un espacio para la confianza en este singular homínido, heredero de su propia barbarie, aquella que le perpetuó en la especie, y que a golpe de inteligencia y cultura, aprenderá algún día a ser más tolerante, pacífico y solidario. Porque si no se irá del planeta como llegó; hoy las armas atómicas y bacteriológicas no permiten segundas oportunidades. Pero aún mantengo mi confianza en alto.

D.A.- Menos mal, digo yo, que nos queda el Amor. Y, claro, su hermano gemelo, el sexo: «y se enfría mi postre en la inclemencia de tu monte de Venus».
S.R.- El amor es una constante deliberadamente poética, la más. Quizá es el germen desde donde parta el albur de la palabra en verso. Ha de serlo, no en vano el ser humano -y a pesar de lo dicho anteriormente, o quizá también por ello, como estrategia de la naturaleza para la perpetuación de la especie- es un ente abocado a lo social, al contacto cercano con los otros, a la atracción de lo complementario, al tacto de la piel, a la recreación de los sentimientos, y que mayor sentimiento que el tú a tú, personalísimo e íntimo, en el abismo del amor y sus vertientes. El amor, el desamor, los celos, la ira, la ruptura, la reconciliación… Y el sexo, a pesar de enfermizas represiones sociales de siglos, -la desnudez es la más hermosa y limpia de las verdades humanas - toma en el poema carta de naturaleza y convoca al ideario de la imaginación y al disfrute del vértigo.

D.A.- Pero, incluso así, la inercia de la vida nos sacude de dolor, de un dolor psíquico, pero también físico: «Estoy por no fregar jamás mi boca / y ahogarme en la distancia / de esa huella de carmín que me interpela / desde el borde afilado de tu vaso».
S.R.- ¿Cómo no? Si el laberinto de la vida aspira a tener visos de espacio real y convincente, como este que alimenta de luz al poemario, con su geometría de ángulos y aristas, sus balcones y sótanos, es evidente que ha de beber también licor de acíbar en vasos con filo de ayer tarde, recalentar amor al microondas, y añorar el carmín de unos labios distantes. La verdad siempre duele, incluso en el papel. Nada es más cierto, más descarnado y cálido que la vida que late por entre las constantes de un libro y sus páginas. Y la poesía es árnica de uno y otro labio.

D.A.- Y, por último, ¿qué decir del Tiempo? Acaso una inercia más de tu laberinto, acaso, un protagonista irremplazable de tus versos
S.R.- Así es David. El tiempo, el Tiempo con mayúsculas. Ése es mi particular caballo de Troya, mi Ítaca, mi Cronos. La sensación real de lo inaprensible. El ser humano, en su intento de hacerlo suyo, lo parcela en estadios, lo matiza, lo acota. Ayer, hoy, mañana, pasado, presente, futuro... Y no, no nos engañemos, todo es quimera. No existe más certeza que el hoy, que el ahora, que el puro instante, cualquier otra dimensión temporal medible es mera entelequia. Entre otras razones porque… –y no lo escribas en alto- porque el tiempo en realidad no existe sino en la imaginación de quien lo piensa.

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