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Inmovilismo franquista en los Sesenta
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Inmovilismo franquista en los Sesenta

Si en lo económico el régimen franquista emprendió profundas transformaciones después de su fracasada política autárquica, en lo político no estaba dispuesto a ningún tipo de liberalización

Por Eduardo Montagut
domingo 11 de diciembre de 2016, 12:07h

Si en lo económico el régimen franquista emprendió profundas transformaciones después de su fracasada política autárquica, en lo político no estaba dispuesto a ningún tipo de liberalización ni a propiciar la generación de un proceso para el establecimiento de la democracia. A pesar de algunos cambios, el régimen siempre se atrincheró en el autoritarismo y contra cualquier apertura y reconocimiento claro de derechos y libertades.

En el gobierno de 1957 entraron dos miembros del Opus Dei en los ministerios de hacienda y comercio. Fue el comienzo de una evidente carrera por parte de esta organización religiosa para ocupar puestos clave de decisión política en el régimen franquista. En 1969 habían alcanzado hasta once de los dieciocho ministerios del gobierno. Pero si los tecnócratas del Opus Dei eran claramente partidarios de cambios económicos no lo eran en lo político, algo secundario para sus planteamientos. En contrapartida, también es cierto que las tradicionales familias más ideológicas del régimen, especialmente los falangistas y los militares, pasaron a tener cada vez menos influencia y poder.

A pesar de que el régimen franquista se caracterizó hasta el final de su existencia por el inmovilismo, como hemos señalado, es cierto que la creciente presión social de los años sesenta arrancó algunos tímidos cambios, medidas de liberalización que, realmente, fueron siempre más aparentes que reales o muy epidérmicas. Una de las primeras reformas fue la de la Ley de Prensa e Imprenta de 1966, elaborada por el ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne. La nueva disposición eliminaba la censura previa pero no garantizaba la libertad de expresión, ya que establecía multas y suspensiones a las publicaciones que sobrepasasen los claros límites autorizados por la Ley. Se estableció la “consulta voluntaria”, es decir, que permitía al editor de un medio de comunicación someter la obra a un examen previo de las autoridades para evitar problemas. La nueva legislación no contentó a nadie: a los más reaccionarios porque entreabría alguna puerta, y la oposición porque no reconocía la libertad de expresión, porque cambiaba la censura previa por una posterior. Famoso fue el cierre del diario “Madrid”, clausurado por defender una línea monárquica y aperturista contraria a la del régimen franquista.

En 1967 se promulgó la Ley de Libertad Religiosa, por la que se reconocía la igualdad de todas las confesiones religiosas frente al monopolio católico, pero tuvo una escasa trascendencia, habida cuenta del escaso peso de otras confesiones en España, después de la represión ejercida durante decenios.

En 1967 se promulgó la Ley Orgánica del Estado, la última de las Leyes Fundamentales del franquismo y que culminaba el largo proceso de institucionalización del régimen iniciado en 1938, en plena guerra civil. El objetivo era ofrecer una apariencia de estado de derecho, pero que no modificaba en nada sustancial la naturaleza dictatorial del régimen. Se pretendía una especie de homologación con las democracias occidentales para poder ingresar en el Mercado Común, pero que no tuvo ningún éxito, precisamente, porque no transformó el régimen en una democracia. La Ley establecía de forma definitiva las funciones y organización de las instituciones del Estado, otorgando un poder inmenso al jefe del Estado: nombramiento de presidente del gobierno (la gran novedad de esta Ley, al separar el ejercicio de la jefatura del Estado de la del gobierno), sancionar y promulgar las leyes, convocar las Cortes y ejercer el mando supremo de todos los ejércitos. El jefe del Estado personificaba la soberanía nacional, podía vetar lo aprobado en Cortes y la justicia se administraba en su nombre.

Para garantizar la continuidad del régimen y evitar problemas en caso de fallecimiento del jefe del Estado, había que designar un sucesor. Franco decidió hacerlo en la figura de Juan Carlos de Borbón y Borbón, hijo del conde de Barcelona y nieto del rey Alfonso XIII. Fue designado sucesor a título de rey. Pero no se pretendía restaurar, una vez desaparecido Franco, una monarquía constitucional ni parlamentaria, sino continuadora del régimen. El sucesor no era el heredero directo del anterior monarca, es decir Alfonso XIII y, además, Juan Carlos debía jurar fidelidad a las Leyes Fundamentales y pasaba no a ser príncipe de Asturias, el título de los herederos en la Corona española, sino príncipe de España.

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