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"Zebulon", de Rudolph Wurlitzer

Por Víctor González
lunes 24 de abril de 2017, 12:00h
Zebulon
Zebulon

Me empieza a preocupar que en poco más de un mes haya dicho en dos reseñas que no sé lo que he leído. Me entra la duda ahora que veo que se repite de si soy yo o son los libros o somos ambos los que juegan el uno con el otro. Antes veía todo claro, ahora, y por culpa de libros como este, no. Y no sé qué es mejor. Ni peor. Así que como no puedo hablar mucho de lo que significa la historia de esta novela – quizás no querer decir nada es lo que quiere decir este libro –, hablaré de todo lo que me ha venido a la mente leyéndola.

Uno se hace lector a medida que lee y a medida que vive todo lo que le sucede mientras lee. La lectura de un libro no es solo la lectura en sí, sino todo lo que a ella la envuelve: pensamientos, reflexiones, sucesos, risas, lágrimas e incluso una llamada al timbre del cartero o la caricia de tu gato.

Como la experiencia me dice que el que entra a una reseña ya sabe más o menos de qué va un libro, nunca suelo excederme en su contenido. Hoy tampoco será así. Esto es lo que me ha traído a la cabeza Zebulon:

Primero de todo, el cine. Leer "Zebulon" es pagar la entrada a un cine que para y sigue cada vez que abres y cierras el libro. Esta entrada vale más que la de un cine convencional pero no lo olvides, el libro siempre está a tu lado, dispuesto a abrirse cuando tú lo necesites. ¿Quién más hace eso? Además, las películas no huelen. Zebulon es meterte en un western, es retroceder más de cien años, es colocarte el sombrero, coger la pistola, subir al caballo y disparar con tus ojos al papel. O ser disparado por él.

En segundo lugar, lo cíclico. Tropo publicó hace poco un libro que puedes empezar tanto por “delante” como por “detrás”. Pero en ese lo avisan, aquí no. No, no es cierto que pueda leerse de atrás hacia delante pero casi, y digo esto porque la historia que se cuenta parece que avance pero en realidad no se sabe a ciencia cierta qué hace. La historia pasa, como nuestras vidas, pero, ¿y si en la vejez volvemos a la infancia? ¿Le has preguntado eso alguna vez a tu abuelo? Leer Zebulon me ha hecho pensar en Borges y en Nietzsche – también en la típica foto del oeste que te hacen cuando vas a Port Aventura con tus padres, pero eso no viene al caso –. Digo Nietzsche pero en verdad podría decir el nombre de cualquier estoico de la antigüedad, mejor diré el eterno retorno. Y digo Borges por lo mismo, por ese Uróboros que tanto gustaba al argentino. La pescadilla que se muerde la cola, el ya estamos con lo mismo, el volver a tropezar con la misma piedra. Somos hijos de lo cíclico, no la líes mucho porque la volverás a liar. Eso mismo hace Zebulon.

Y en tercer lugar, la frontera. Zebulon es un hombre de frontera, tanto geográfica como ontológica. Se nos dice en más de una ocasión que vive entre dos mundos, pero ¿cuáles son? Siempre siguiendo, tanto consciente como inconscientemente, la estela de Delilah – esa musa daliniana capaz de dirigir a cualquier hombre –, Zebulon acabará siendo una especie de Cristo peregrinando siempre en pos de las huellas dejadas por su extraña, incógnita y sospechosa María Magdalena.

Entono el mea culpa porque poco he dicho del libro en mi reseña. Lo entono y entiendo que muchos hayan dejado de leerla. Pero lo entono para todo aquel que no haya leído el libro. Porque para quien lo haya leído no tengo nada que decir y seguro que tampoco tiene nada que reprocharme a mí. Zebulon es un western de película metido en un libro, sin índice ni números de capítulo; con canciones, con argot, con unas notas del traductor que no me gusta que estén al final. Zebulon es un disparo en la frente que te deja vivo, como siempre le sucede a él. El problema, el gran problema, es averiguar si cuando estás vivo realmente lo estás, si cuando estás despierto realmente lo estás, si eres tú quien piensa o eres tú el pensado, si eres tú el que lee la historia de Zebulon o es Zebulon el que lee tu historia. A eso es a lo que te lleva este libro. Y por eso vale la pena.

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