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Arturo Schopenhauer
Arturo Schopenhauer

Crítica literaria clásica

Por Eduardo Zeind Palafox
jueves 26 de febrero de 2015, 08:46h

Las musas, sortes virgilianae, eligen quién será artista y quién crítico de arte. Los primeros son creadores de novedades, de vidas, y los segundos sus evaluadores y censores. Mas tengo para mí que es más ardua y dolorida la misión del crítico, que además de malquistarse con medio mundo letrado y con el entero de los simples a causa de sus dictámenes de pretor y sentencias délficas, tiene que explicar lo que los autores mismos hicieron sin saber cómo o cómo no. Poeta y filósofo es el crítico.

Loable acto es avencidar elogios y florilegios con rigores históricos y dataciones de miniador y no quedar malparado ante los sabios de la templanza, que son los críticos reputados de discretos y eruditos. Dos enemigos tiene el crítico joven que empieza a repartir juicios entre la élite de los poetas, y son el detestable relativismo y el frío racionalismo. Ambas maneras de ejercer el pensamiento, que es aprehensión, conceptuación, comparación y enjuiciamiento, a decir de Arturo Schopenhauer, sufren los siguientes vicios: uno es harto vitalista, sensualista, niega la razón, y el otro es sobremanera calculador, repudia la vivacidad.

¿Podríamos evaluar un poema con silogismos? ¿Será posible criticar una pintura con sólo el táctil sentido? Común es en los textos de los mediocres criticastros leer proposiciones de la escultura explicando musicalidades y teorías para rasguear mejor la guitarra echadas encima de óleos, ensalada que antes aturde al lector que busca orientación estética que incardina maestrías y medianías. ¿Cómo soslayar tan ecléctico efugio? Conociendo lo que hay detrás de las supradichas maneras de pensamiento, que son el escepticismo y el cientificismo.

Todo escéptico, dicen los escudriñadores de tinturas y tristuras, astros y zodiacos, o sea los químicos, psicólogos, astrónomos y políticos, es novato científico. Ciencia es credulidad metódica y ésta es una manera que tiene el entendimiento de llenar los hiatos de la percepción. Explica Kant, al que todo crítico de arte debe estudiar durante al menos diez años, que es imposible que nuestra percepción acepte un vacío al estar recorriendo un paisaje, una sonata, un soneto o un busto, ya que éste equivale a la noción de la “nada”, imposible de pensar. Donde hay vacío, creemos, hay una causalidad oculta, y cuando tal cosa arrostramos es menester tener fe. Las verdaderas obras de arte no tienen vacíos y su completud, que se traga al contemplador, aniquila toda fe.

Tiene fe el artista lector de Platón, como Buonarroti, que ve en la geometría lo que está en medio de las Ideas, que andan por los cielos, y las cosas, materializaciones de las Ideas. Platón, en su Fedro, sostiene: “El alma universal rige la materia inanimada y hace su evolución en el universo, manifestándose bajo mil formas diversas. Cuando es perfecta y alada, campea en lo más alto de los cielos, y gobierna el orden universal”.

El crítico de fuste sabe cuándo la obra de arte que examina ha logrado figurar lo que pretende y cuándo se ha quedado a la mitad el camino. ¿Cómo lo hace? Sintiendo fe. ¿Cuándo sentimos fe? Cuando algo falta. ¿Puede sentirse la fe? Sí, y el verso anexo de Gil lo demuestra: “Cambia de sabor el vino/ cuando no hay con quién brindar”.

En estado de ensoñación, suspirando, quedamos cuando nos hemos expuesto a una obra de arte cercana al “alma universal”, mas cuando nos topamos con una que la representa totalmente perdemos la consciencia; o dicho en el lenguaje de los místicos, sentimos que nuestras potencias dormitan. El gran arte es como Dios, diría Santa Teresa, pues deja en nosotros paz, serenidad, mientras que el mediano nos perturba, nos mueve al acto. Citemos a uno de los antiguos, siempre viriles, para espabilarnos; recordemos las XX Odas del libro III de Horacio:


¿Por qué, Asterie, lloras a ese que la diáfana

brisa de primavera te devolverá, rico

en mercancías tinias,

tu joven, fiel, constante Gyges?


Como toda versificación clásica, la citada contiene los tres flujos del espíritu, el onírico, el dramático y el epopéyico. El poeta renace a la contristada sacándola del agua del lloro, que como el mar esculpe la roca de nuestra consciencia, y luego la echa a la primavera, escenario de acciones amorosas, para luego obligarla a tener la idea de lo comercial, bien viril, del que se lanza a buscar banderas y no flores para su amada.

Horacio, como dijo Gracián, duplica la sutileza, porque además de narrar indirecta o poéticamente la correspondencia de dos entes míticos, la hace depender de los cuatro elementos, vistos en lágrimas, brisas, salitrosos presentes y humanados cuerpos. El arte mayor, finalmente, de tan bien hecho, de tan claro, alto, noble, armonioso, entero, como Jesucristo dice a su espectador (Matthaeum 9:13): “Misericordiam volo et non sacrificium”.


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