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NUEVATRIBUNA

Fernando Pessoa
Fernando Pessoa

La noche en que nació Alberto Caeiro, 8 de marzo de 1914

Tuviste un solo amigo, un espejo mellizo en el que reflejarte: Mário de Sá-Carneiro, el escritor frenético, el suicida precoz, el simbolista.

Por Miguel Ángel Manzanas
domingo 29 de mayo de 2016, 08:01h

Fueron tantas las tardes de rutina bibliófila, fueron tantas las noches de picadura triste y aguardiente a la sombra confusa del Chiado, allí en A Brasileira; tu sombrero británico y tu amor por Ofélia recorriendo las calles de la blanca Lisboa. Tu fama de misántropo absoluto, de raro entre de los raros y de anónimo no era acaso veraz: siempre fuiste un remedo de arcoíris, una flecha visible, una voz empeñada en renovar la pobre balaustrada en la que reposaban las manos de tu Lengua. Pero faltaba algo, un vuelco a la tetera de la idea, un impulso postrero que te alzase al templo cenital de la poesía; faltaba el magisterio, faltaba la presencia.

Porque soy del tamaño de lo que veo, y no del tamaño de mi altura.

Tuviste un solo amigo, un espejo mellizo en el que reflejarte: Mário de Sá-Carneiro, el escritor frenético, el suicida precoz, el simbolista. Y a Mário le dijiste: probemos a inventar, creemos un poeta nacido de la nada, bucólico y genial, ambiguo y arquetípico. Era apenas un ocio, un pasatiempo, y se pasó la fiebre. Pero momentos antes de abandonar el juego, poco antes de afrontar por vez enésima la pirámide gris de lo real, el mar se iluminó, el verbo se hizo carne: fue una noche de brisa, una noche de viernes, una noche de marzo. De repente, de pie, frente a una mesa alta, tu pluma te movió, comenzó a pergeñar narcóticas promesas: más de treinta poemas descubrieron la luz, nacieron en un éxtasis. Fue tu noche triunfal, el momento más grande de tu vida. Una experiencia eterna, repetible jamás.

No sé qué es conocerme. No veo hacia dentro.

No creo que yo exista por detrás de mí.

Así nació el maestro una noche de marzo, nació Alberto Caeiro, el gran profeta zen sin pretenderlo, el paganismo puro, el padre de los otros: de Fernando Pessoa, su creador, que compuso su hermosa Chuva Oblíqua en esa misma noche, y de Ricardo Reis, ese médico estoico que se encontró a sí mismo en la voz reposada del maestro. Y de Álvaro de Campos, cómo no, el más exagerado de los hombres, el ingeniero tenso y desgarrado que descubrió el calmante de su tedio en los versos sencillos del Guardador de rebaños. Rubio, de ojos azules, tuberculoso y frágil: así nació Caeiro, el sol del heterónimo.

Todo lo que vemos, debemos verlo siempre por primera vez, pues realmente es la primera vez que lo vemos.

Y te fuiste a dormir con una paz naciente, con una sed de nada, con el ego cubierto. Un último cigarro y a dormir, a descansar un poco, que mañana ya habrá que retomar la pírrica oficina, la traducción neutral, el café indecoroso. Pero esta noche no, esta noche no habrá sudor ni duelo, esta noche no habrá siquiera que pensar, pues pensar es estar enfermo de los ojos. Que por mucho que insistan los filósofos, por más que nos pretendan conquistar con sesudas teorías, ya lo dijo Caeiro: que existe suficiente metafísica en no pensar en nada.

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