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“Troupe”, el último poemario de Miguel Ángel Ortiz Albero

Por José Antonio Olmedo López-Amor
sábado 24 de septiembre de 2016, 04:40h
Troupe
Troupe

Miguel Ángel Ortiz Albero (Zaragoza, 1968), además de poeta, es artista plástico y dramaturgo. Todas esas cualidades artísticas, y otras más, ha vertido en "Troupe", un poemario cuyo título ya alude a esa caterva de antihéroes desafortunados que resultan ser sus protagonistas.

Leopoldo María Panero, Jacinto Benavente y Ben Clark, han escrito dispares versos sobre el mundo del circo, quizá su denominador común sea la nostalgia, la tristeza, el vértigo de la miseria aguardando tras la mueca alegre, vacía, del clown que rompe en lágrimas tras la lona. Esa angustiosa pátina, ese áspero tacto, comparte Ortiz Albero en esta singular obra. El autor de Cuaderno de la sal en la mirada (Aqua, 2005), invita a la dramática función de unos artistas circenses en los que vamos a reconocernos, incluso sin pretenderlo, vamos a experimentar la adrenalina de sus proezas, pero también la lección y el dolor de sus no contadas derrotas.

El circo representa una importante parte de la cultura humana, una noble empresa construida a lo largo de muchos siglos, prácticamente desde que el ser humano empezó su cultura. (Eduardo Murillo en Jané et al, 1994: 35).

Como todo buen show de masas que se precie, debe haber un maestro de ceremonias al que imaginamos vestido estrambóticamente y lanzando voces a la platea. Así, el primer poema del libro, de título “Parada”, nos introduce en la antesala de la arena para escuchar el apasionado discurso de su presentador:

Escuchadnos y asombraos, vibrad,
que se estremezca vuestra piel, vuelco
del corazón en los párpados, lágrima
agolpada en vuestros pechos, gritad,
nombrad, letra a letra, la emoción o batid
las palmas, el cuerpo erizado en la mirada,
el cuerpo alzado, silbad, proclamad la sorpresa
en vuestras bocas y en las manos, en las alas,
como si fueseis ángeles, como lo sois, y elevad
el vuelo sobre la carpa, el júbilo, la carne […].

A partir de entonces, la incertidumbre de los expectantes da paso a la sorpresa, ese prestidigitador ha encendido sus corazones de una ilusión que barniza al miedo de ingenuidad, pero también abriga con hospitalidad a los infantes interiores: pasad y vedlo, / el círculo infinito es vuestra casa en esta noche.

Bajo la carpa como templo del arte y de la magia, el elenco de artistas comienza su representación, pero uno a uno, previa heroica introducción —en diez versos— de ese conductor —en cursiva— que en este primer canto, de los dieciocho que integran el libro, se presenta a sí mismo. “Del maestro de todas las ceremonias”: Llegado de todos los lugares, y a todos / los lugares arribados, aquí y ahora, / el maestro de todas las ceremonias, dueño / y señor de la magia y la sorpresa […]. Con el inicio de los poemas, denominados «cantos», comienzan dos patrones: uno narrativo y otro morfológico; cada personaje se desnudará a sí mismo, en primera persona, y el presentador los introducirá a todos; en cada presentación se utilizará diez versos, y veinticuatro serán las líneas de cada poema. Como si de algún rito cabalístico se tratase, el autor jamás abandonará esa horma narrativa y numérica, así como también prescindirá de los puntos finales; de esta forma conducirá el dramaturgo-poeta esta ecléctica y humana función hasta su revelador final.

Si en el primer poema, el presentador, quien se revela dueño, padre, demiurgo: soy el rey en sombras de la pista; —como a su vez un dador de palabras sin retorno—, se dirige al final de su intervención a la mujer que tañe la orquesta, será esta y no otro artista, quien le sucederá en el segundo canto. Y nuevamente, será este figurado leixaprén, el recurso permanente que como paralelismo retórico enlazará cada canto hasta la clausura final del libro.
[…] tan inerte / suena la orquesta de los juguetes sobre la entrada / celebrando a los artistas, / cuando entran, cuando salen, / si caen o se levantan, / si pierden la cuenta de sus vueltas / o si dejan al tigre a sus espaldas. El relato humano se agiganta, se alira cuanto más profunda es la insana esperanza de su protagonista. Por su léxico, metonímico, diluido en polisemia y sinécdoque, se filtra un cintilar de ternura, pero también de miseria: […] dirijo la banda sonora de vuestras ilusiones, / […] con los parches remendados y el metal abollado, soy / la lira que tañe este paraíso de cartón piedra. Así queja esta adulada música que invita a romper su cuerpo al hombre serpiente.
[…] rompieron mi cuerpo y le dieron escamas, partieron / la columna y, tal vez, el alma, y me doblaron / cada vez más hacia adentro, hacia el vientre, / hacia el centro de esta espiral que ahora me nombra […]. El increíble escapista es un ilusionista de esperanza, se enfrenta a las más angostas celdas y cadenas para eludir la muerte y liberarse pronto. Bajo esa amenaza emerge el héroe, un paladín que anhela el fuego de su homóloga contorsionista: Me rompo para ti, muñeca frágil, / quebrada sobre los pedestales, artífice / de lo imposible, como yo, con el cuerpo tuyo / que tampoco escapa por los intersticios de la carpa […]. Tener la gallardía para enfrentar la muerte, y sin embargo, sentirse atado a esos gruesos muros de lona.

La ágil fragilidad de esta malabarista del cuerpo se convierte en el arco que sueña ser tensado por el músculo del forzudo. Rudeza y candidez, lluvia y llama en danza inapagable, que termina con la herida pública del descomunal portento y su idealizada equilibrista.

La equilibrista llora por el valiente tragasables, el faquir tiembla por la virtud de la bailarina del alambre, así uno tras otro muestra su incompletitud, sus sueños y sus ruinas, los huecos cuyo molde son protuberancia en el ajeno. Nada más cerca de nuestra realidad es esta corta lejanía, este desencuentro entre corazones gastados. En nosotros conviven la gesta y el vacío, somos armas de fuego, proyectiles fallidos, balas perdidas con recuerdos en vagar perpetuo: […] soy un hombre bala de plata / disparado al corazón de nadie.

El espectáculo de Miguel Ángel Ortiz es un teatro extremo, actuación tras actuación la maravilla y la tragedia conviven entre el funambulismo y la comedia. Poemario-libreto, de transcurrir continuo, que pide ser representado —aunque lo haya sido ya sin actores— por plazas públicas, bares o pequeños teatros, altares inferiores donde la intimidad y la pobreza, donde el circo de la vida jamás pueda sublimarse en nuestra pena.

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