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De la melancolía
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De la melancolía

De la melancolía

Por Ricardo Martínez-Conde
domingo 05 de febrero de 2017, 19:54h

La melancolía había nacido ya, había llegado antes que él. De hecho, le esperaba a la sombra de un árbol antiguo y esbelto. Rostro de expresión serena; ¿un rictus de complacencia, de aceptación, de ironía en los labios? Sus ojos reflejaban el hábito de quien ejerce la reflexión como una forma de ser. Todo lo cual resultaba reconocible salvo su sexo, que era incierto.


  • De la melancolía

Estaba ahí, formaba parte solidaria del paisaje cuando el hombre, al llegar, se sorprendió.

Luego vino el dar nombre a las cosas, establecer las proporciones entre sí y en relación con las exiguas defensas de que el hombre creía estar dotado.

El primer habitante, azorado, suspicaz, interesado, fue trazando un camino entre lo nuevo sin una gran premeditación; recogido en sí mismo y a la vez expectante de qué fuera cada cosa y qué se podría esperar, en bien o en mal, de ellas.

Reconoció paulatinamente los innumerables matices de la luz que, aun estando sobre él, parecía venir a su encuentro desde el rincón más inesperado y ofreciendo un efecto visual (casi emocional) distinto según proviniese de detrás de un helecho, un abedul, o del propio río, lo que le sobrecogió haciéndole sentir la sensación de compañía y el rubor del desnudo a la vez.

A partir de ahí, transfigurado ya por causa de aquella situación, hubo de habituarse con el tiempo a la presencia de los otros y, así, a caminar sólo impregnándose de la ostensible osadía de los hombres, a la aparente ternura de que están dotadas las mujeres. Conoció el esfuerzo, la carestía de obtener solidaridad, las solapadas razones de aquellos que se aúnan más hacia sí mismos que hacia la tierra en que habitan.

La envidia la conoció en invierno, cuando todos, el que más o el que menos, tenían necesidad de algo.

Vencido el transcurso inagotable de las noches y luego de haber hecho larga compañía al río, un atardecer llegó un joven portando un objeto menudo que vagamente recordaba. Era un espejo, en cuya superficie distinguió, al mirarse, el rostro de aquel ser desconocido: la melancolía.

A la mañana siguiente, libre de equipaje, emprendió el camino de regreso que un día, cuando joven, había creído iniciar.

* * *

¿Dónde tiene su hogar la melancolía?; ¿de dónde obtiene el alimento que la mantiene con vida? ¿El tiempo no introduce modificación alguna en su expresión a pesar de su transcurso ininterrumpido, inexcusable?

Se sabe que es una condición humana: que afecta al interior del hombre. Incluso que la produce el hombre: bien a través. o por causa, de los otros, con lo que deviene del exterior, o bien, y éste es un caso menos frecuente, que proceda de uno mismo, del que vive, por una interiorización espiritualizada del entorno, del paisaje (Es cierto que este último extremo no podría confirmarse a plenitud por cuanto lo más probable es que el hombre que guarda silencio y admiración hacia el paisaje puede que haya trasladado de uno u otro modo a éste alguna referencia personal con lo que humaniza -y por lo tanto modifica sustancialmente- una parte de la naturaleza atribuyéndole una condición que ésta por sí misma no posee; o bien que utiliza el paisaje que tiene ante sí al modo de un espejo que le reavive, en un mensaje de signos individualizado, la inquietud que otra persona ha elaborado, voluntaria o involuntariamente, en su corazón).

A veces, por ello, pudiera semejarse la actitud de la melancolía a un rasgo poético. Entendamos que el hombre que mira al horizonte solamente expresa una disposición melancólica, es decir, no hay otra palabra o signo externo que delaten una postura o apasionamiento determinado salvo la indescifrable expresión melancólica. Entonces, de ser así, de constituir el estado de melancolía un gesto poético, el hombre melancólico pudiera ser un hombre afín a los sentimientos y a la vez un hombre altivo.

Hay algo unívoco e infinito, un estado natural vinculado a una forma de ser -¿al modo de la significación del mar?- que establece una relación silenciosa entre poesía y altivez.
Pudiera entonces, según el común entendimiento, que el estado de melancolía denotase, o provocase hacia el advertimiento, un cierto grado de perfección. ¿No atribuimos con preferencia un nivel de perfección a aquello que guarda serenidad y silencio, una cierta gravedad en el porte, una inducida naturaleza escuchadora, de reflexión -de donde derivamos armonía, uno de los rostros de la perfección-, en el hombre melancólico?

Es a sabiendas, bien es verdad, una perfección hipotética por cuanto la hacemos derivar, dada su naturaleza, de un gesto únicamente (un gesto al que le atribuimos un indecible valor), pero es un hecho que significa, para el que repara en tal actitud, una perfección. Perfección que, a buen seguro y en un primer momento, se desearía para sí. No sin advertir, con un algo de azoro, que es una perfección fundada en los secretos de la soledad.

La melancolía, entonces, se conforma en/con la reflexión, que es el estado que la define. Y la reflexión convoca, en su quehacer, los símbolos (los signos) que han de animar la espera, que es la soledad. Así es como el melancólico conoce lo real y lo extiende por sus sentidos hasta granar una actitud, un gesto, que le definen y distinguen.

* * *

Ahora bien, más que un sentimiento, la melancolía es un estado. La propicia una idea (¿inacabable?) del equilibrio más extenso e integrador, no tanto una potencia activa como pudiera serlo un sentimiento. De existir, ese sentimiento carecería de objetivo salvo el de la mismidad, y esa, la mismidad, es un objeto tan extenso y universalizador a pesar de su nombre que no debería, en propiedad, servir para enumerar aquello que comunmente entendemos por sentimiento, donde el otro es quien constituye, esencialmente, la garantía de su existencia.

Pero, ¿no cabría un sentimiento reflexivo, interiorizado, desde el que se pretende aprehender la armonía como fundamento y que tiene como único móvil a la Naturaleza, en la que se sustenta? He aquí cómo hemos devenido hasta la duda, hasta la naturaleza de la duda.

Ahora bien, ¿aún la duda no propende, en su interiorización de lo real (o lo que estimamos como real) a la armonía? El personaje que reposaba con expresión serena apoyando la espalda en el tronco del árbol parecía disfrutar de un estado gratificante derivado de un momentáneo sentido de las cosas, cada una en su función y cada símbolo que las pudiera definir complementando el equilibrio.

Pero, ¿está libre de duda?

Y, de ser así, ¿no podría, ella misma, venir de una intencionalidad oculta que el hombre guarde, incluso el melancólico, por aprehender -una voluntad no exenta de exclusividad, de mimetismo personalista- tantos significados como a su inteligencia y su percepción de sí mismo (su egoísmo de seda) le hubieran sugerido? ¿Es, entonces, el hombre melancólico la representación de una educada soledad eternamente insatisfecha?

Esto es: ¿será la melancolía una inviolable forma de amor? ¿Un amor sedante, pasivo, abierto al más extenso Amor?

* * *

Y he aquí que el alba llegó y todavía el sueño necesitó de un tiempo, de luz y de consciencia, para advertir el contenido frio de las cosas, el escenario de la realidad.



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