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Arde el narrador, arde un personaje, "Arde Madrid"

Por Gabriel González Montilla
miércoles 02 de enero de 2019, 19:30h
Arde Madrid
Arde Madrid

De una crónica del escritor español-francés Kiko Herrero sobre Venezuela he pasado a leer "Arde Madrid" (2014). El título sugestivo me recordó «Mejor que arder», de Clarice Lispector: sus frases poéticas, su feminidad ardiendo en las pasiones de uno de sus personajes. La idea de que algo se mortifica (algo humano, desbordante) y el hecho de que uno no sabe por qué han ocurrido sus vivencias en una ciudad y entre una gente completamente distinta a la nuestra pero que se respeta —porque la historia está bien contada— como acostumbra a respetar la mayoría de la gente las ideas del otro, sus obsesiones, su química cerebral, su fanatismo, su incultura, su violencia —que uno nunca sabe de dónde provienen (porque nos está vedado asomarnos a la cabeza del otro)—, su sensibilidad (en todas sus diversidades) la misma que en algún momento empieza a arder.

Entonces uno ve la llama y el cuerpo que se mortifica o se destruye, y qué linda la llama —pero alguien sufre o ha sufrido— y uno mira la llama, qué lindo: qué bella la literatura aunque bajo la piel hay cicatrices y sobre la mente gotea una tortura, de algo que no se va nunca aunque el lector cierre la última página y se vaya. Por alguien doblan las campanas y es por mí.

"Arde Madrid" es una novela moderna. Lo fragmentario construye, con una prosa áspera de periodista contemporáneo, con relatos breves, el gran fresco de un personaje. La idea de que algo arde no se entrega gratis a la entrada. Es también una metáfora. Algo vive y muere a cada página; algo en el personaje y en sus alrededores: algo de Madrid, de Franco, de eso tan pesado con lo que va creciendo un niño y se va transformando en más ganas de vivir o en desesperanza. En la caída del dios padre, el héroe familiar, siempre con su lado conformista, conservador, de guardia civil derrotado política y culturalmente; en las experiencias del escolar, en los descubrimientos que se hacen desde unos ojos que miran color ceniza, o lúgubre, la vida que aunque amable se rezuma con hechos tristes, dramáticos, castrantes; la familia en boga hacia la pobreza, y las narraciones que urden con su naturaleza descarnada, la vida entera de una Madrid, que ha olido desde el comienzo de una vida a ballena muerta, a exageraciones, a Jarama, a agresión, a escuela embrutecedora, a nada animante para el futuro.

Este libro lo he leído como se lee un funeral: un sepelio de viejas experiencias, de crónicas que un narrador cobarde no se atrevería a mostrar, porque solo la valentía es capaz de exponer a un personaje ante la hipocresía de quienes quisieran pintar de la vida de un país sólo lo “bueno”, lo que es potable o portable, lo que cabe en una fotografía, en un souvenir: en una invitación al turista a encontrar un patio lleno de flores, un jardín de infancia alegre, con los helados del Castilla, una vida de comerciantes cultos, que van al museo a ver esa pieza exótica que es el Guernica. Del colegio francés sale esa maestra que ordena el suplicio, por el que una víctima reclamaría el más liberador castigo de la guillotina.

Una pesada palmada sirve de enterramiento. Uno sospecha que el autor quedó sin narrador. Que no se puede escribir más, porque en estas casi 220 páginas hay todo lo vivido, hasta la hiel. Que los fragmentos están muy bien elegidos, que no es posible vivir más para poder escribir otra novela. Pero no, he leído una crónica que expone la inteligencia de un autor maduro que seguirá descubriendo desesperanzas, desconfianzas en un porvenir mejor para sí y para sus criaturas, porque lee en la realidad especialmente imágenes sórdidas que seguramente serán siempre un éxito, como el que los lectores han deparado a su novela y con el que se encontrarán en el futuro. Luego de que halle a otro narrador, para las muchas historias de las que está compuesto el imaginario mundo y encuentren el mismo desahogo, en su estilo sobrio, mordaz, poético. Es Madrid lo que arde, pero no un Madrid del recuerdo sino una forma de leer que está vigente.

Por eso esta novela no tiene sus días contados. Es una época que puede leerse hoy y dentro de cincuenta años, con la misma frescura, con el mismo placer, y la misma agónica mortificación. Porque aquí “se empoza” lo vivido, de una forma esencial y rota. Signos de una nueva narrativa francesa, muy cercana a la narrativa latinoamericana contemporánea, que hemos visto aparecer con sus autores en estos años: juvenil, de lenguaje llano y situaciones extremas, a veces realistas, a veces fantásticas, pero siempre hermanadas por una búsqueda de una identidad en el espejo deformante de sus propias vivencias.

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