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“Tiempo de silencio”: la mítica novela de Luis Martín-Santos sigue muy vigente 57 años después”

Por José Antonio Olmedo López-Amor
martes 15 de mayo de 2018, 01:00h

Austral reeditó en 2013 la novela por la que el novelista Luis Martín-Santos pasó a la historia de la literatura española, y me refiero a “Tiempo de silencio” (1961). En 2017 llega al mercado su tercera edición, una edición de carácter definitivo, puesto que en ella se incluyen todos los textos que fueron suprimidos por la censura del régimen franquista; y sin duda, esto es una buena noticia.

Tiempo de silencio
Tiempo de silencio

Martín-Santos nació en Larache (Marruecos) en 1924 y falleció en un accidente de coche en Vitoria en 1964. En el transcurso de su corta vida estudió Medicina en la Universidad de Salamanca, doctorándose en Madrid. A partir de 1951 se hizo cargo de la dirección del sanatorio psiquiátrico de San Sebastián, ciudad en la que residía desde 1929. Su obra literaria completa la componen cuatro ensayos: Dilthey, Jaspers y la comprensión del enfermo mental (1955), Libertad, temporalidad y transferencia en el psicoanálisis existencial (1964), El análisis existencial y Escritos escogidos (2004); una selección de textos inéditos que suponen sus cimientos filosóficos. Asimismo es autor del relato «Condenada belleza del mundo». Póstumamente fueron publicados por Seix Barral dos títulos más: Apólogos (1970), una miscelánea de textos del autor y Tiempo de destrucción (1975), novela inacabada que pretendía ser la continuación de Tiempo de silencio en su aspiración por conformar una trilogía.

Bajo una historia aparentemente poco interesante, hasta poco original, la cual se desarrolla en mayor porcentaje en los suburbios de un Madrid poco desarrollado, Martín-Santos entregó su particular revolución a la novela realista española a través de una apuesta no temática, sino de estilo. Un monótono costumbrismo afectaba a la novela realista española de la época, fueron años en los que bajo una dictadura cualquier texto a publicar era sometido al escrutinio de los censores del régimen. Por tanto, por un lado, la tendencia del creador era coartada e invitada a transitar lugares —permitidos— comunes; pero por otro, las circunstancias también propiciaban que algunos autores no exiliados decidiesen afrontar un complejo desafío, un desafío creativo.

Esta opción eligió Martín-Santos y aunque su novela sufrió la amputación de algunos fragmentos por la censura, pudo publicarse y fue entendida por los críticos como el paso de un realismo del siglo XIX a la modernidad del siglo XX. Su autor renunció a la estructura formal de su tradición más inmediata y adoptó un arriesgado estilo ecléctico, y en algunos casos neovanguardista, que ya anticipaba de alguna manera la posterior eclosión del culturalismo.

La historia de Pedro, un investigador médico que experimenta con ratones para encontrar la causa y posible cura de un tipo de cáncer hereditario, es en manos de Martín-Santos un pretexto ideal para presentar la sociedad estratificada de la época. El protagonista representa esa clase media y también un antihéroe, mientras que su amigo Matías pertenece a una clase superior, adinerada y con contactos importantes. Por su parte, la escoria de la sociedad es la mayor representada, personajes como Muecas o Cartucho encarnan, por un lado, el afán superviviente con o sin dignidad, y por otro, la maldad, el odio y el desprecio por la vida.

Sin alusiones directas en su argumento a la realidad política de aquellos años, Martín-Santos no da puntada sin hilo en la elección de protagonistas y las circunstancias que experimentan. Pedro investiga con ratones en su laboratorio y se ve obligado a interrumpir su investigación ya que debido a la falta de instrumental y medios económicos —crítica a la inversión en investigación— sus ratones escasean y además, no procrean según lo previsto. Razón que lo lleva a visitar a Muecas, un pobre desgraciado que vive en un poblado de chabolas infestado de ratas. Allí, Muecas parece haber encontrado la solución a la cría de ratones, el calor. Las dos hijas del suministrador de roedores acurrucan en su pecho a los animales y al calentarlos con su propio cuerpo estos se ven poco después empujados a procrear.

Pedro se traslada por dos razones: las hijas de Muecas pueden haber enfermado de cáncer, debido a su cercanía a los ratones, lo cual demostraría que la causa es vírica y podría encontrarse una vacuna, y la segunda y más poderosa razón: en la pensión de mala muerte donde se hospeda encuentra el amor en Dorita, nieta de la casera.

Florita, una de las hijas de Muecas se ve a escondidas con Cartucho, peligroso maleante de navaja que intervendrá poco pero de manera contundente. Matías llevará a Pedro de borracheras y prostíbulos, también a una conferencia de un famoso filósofo, a lo que sucederá el embarazo y accidental aborto de Florita, lo cual desencadenará toda una trama de investigaciones, odios, arrepentimientos y gama de acciones instintivas que dará paso a un inesperado final.

Puesto al nivel de Faulkner y el propio Joyce, Martín-Santos hace alarde de numerosos recursos literarios para desarrollar su historia. Todo en ella es excesivo: las aliteraciones, anáforas, polisíndeton, epítetos, subordinaciones; su amplísima gama de recursos, pero también su acidez, su ironía, su vocación destructiva en cuanto a clichés narrativos, convierten a toda la novela en un experimento hiperbólico de densa y complicada lectura. Se nombra a algunos personajes por procesos metonímicos con relación a sus características, el libro se divide en 63 secuencias no separadas mediante numeración ni título; un simple doble espacio puede suponer un salto temporal o espacial. Abundan los cultismos, arcaísmos, neologismos y también hay una renuncia al uso de algunas mayúsculas y cursivas, por ejemplo en nombres propios, extranjerismos e incluso renuncia a términos castellanizados o castellaniza extranjerismos.

Esferoidal, fosforescente, retumbante, oscura-luminosa, fibrosa-táctil, recogida en pliegues, acariciadora, amansante, paralizadora recubierta de pliegues protectores, olorosa, materna, impregnada de alcohol y derramado por la boca, capitoné azulada, dorada a veces por una bombilla anémica cuyo resplandor hiere los ojos noctámbulos, arrulladora, sólo apta para el murmullo, denigrante, copa del desprecio de la prostituta para el borracho, lugar donde la patrona vuelve a ser un reverendo padre que confiesa dando claras y rectas normas mediante las que el pecado de la carne es evitable, longitudinal, túnel donde la náusea sube, color tierra cuando el gusano-cuerpo entra en contacto con las masas [..].

A pesar de sus numerosas prolongaciones retóricas, la narración consigue ir remontando sensiblemente esos descensos al exceso. Uno de los recursos que mejor se utiliza e influye en esa recuperación es el monólogo interior. Si bien el narrador de esta novela podríamos considerarlo omnisciente, en ocasiones se focaliza en algunos personajes, otras veces se aparta, pero el hecho de que comente y opine sobre la acción lo acerca al rol de autor implícito. Dicho monólogo interior es libre en sus mejores pasajes, ayudado por una digresión que raya lo poemático en sus fluidos de conciencia irracional.

Múltiples decisiones del autor, como el maridaje entre el barroquismo, realismo dialéctico o lo que es lo mismo, invertir a lo Góngora la escala de valores literaria en la que el significante es más importante que el significado, hace que el efecto más poderoso y sorpresivo sea el de la desautomatización. Un entierro es narrado como si un grupo de operarios estuviesen compitiendo alegremente en sus horas de trabajo; unas chabolas apestosas son descritas con la magnificencia que sería descrito un alcázar, y así vamos siendo sometidos a un desencuentro entre un lenguaje que jerarquiza sus objetivos y una realidad que es simbolizada en arquetipos irreverentes. El extrañamiento del lector ante esta obra es mayúsculo, casi tanto como el poder transformador y corrosivo que el entorno lleva a cabo en los personajes.

¡Allí estaban las chabolas! Sobre un pequeño montículo en el que concluía la carretera derruida. Amador se había alzado —como muchos siglos antes Moisés sobre un monte más alto— y señalaba con ademán solemne y con el estallido de la sonrisa de sus belfos gloriosos el vallizuelo escondido entre dos montañas altivas, una de escombrera y cascote, de ya vieja y expoliada basura ciudadana la otra (de la que la busca de los indígenas colindantes había extraído toda sustancia aprovechable valiosa o nutritiva) en el que florecían, pegados los unos a los otros, los soberbios alcázares de la miseria.

El final de la novela, por no destriparla a quienes no la hayan leído, es iluminador en cuanto al rol existencial de su protagonista. En sus reflexiones reconocemos quizá una moderna e igual preocupación, la de no reconocernos en la inacción. Entonces, eran tiempos de silencio, sí, pero no reaccionar ante las circunstancias no es tan grave como no sentirse indignado por no sentir indignación. Ese rotundo mensaje trasciende a la lectura y demuestra la vigencia de una historia no tan lejana como pueda parecer.

De tan actualidad puede considerarse que hace solo unas semanas (26 de abril) tuvo lugar el estreno de la primera adaptación teatral de la novela. El académico José Luis Gómez llevó al Teatro de la Abadía la representación a cargo del director suizo-alemán Rafael Sánchez. Lola Casamayor y Fernando Soto son dos de los siete actores con que cuenta el reparto. Ya en 1986 el director de cine Vicente Aranda adaptó la historia al cine sin demasiado éxito, esperemos que su paso por el teatro, con todos los desafíos y dificultades que propone, sea de mayor recorrido.

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