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Palacio de Mari en Siria
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La novela y la denuncia de la destrucción de nuestro patrimonio histórico

Por Carolina Molina
sábado 19 de enero de 2019, 19:29h

Seguimos debatiendo sobre cuál es la finalidad de la novela histórica. Unos dicen que el entretenimiento, otros que enseñar historia, algunos la encumbran enfrentándola a los ensayos históricos y los que menos la tildan de falsa por fusionar la realidad con la ficción. En esta discusión continuada en encuentros y jornadas literarias pocos escritores plantean una finalidad que a mí me interesa muy por encima de las anteriores: la de la reflexión y la denuncia.

Cierto es que el historiador, a diferencia del novelista, pone interés en estos puntos pero tratándolos con la necesaria objetividad documental. No es el caso del autor de ficción que puede transmitir esas reflexiones y valores, si sabe hacerlo bien, con mucha más empatía.

La novela histórica necesita un entorno físico que describir, de ahí que se asiente en lugares, bien reales o imaginarios, que por definición son el escenario en donde se desarrolla toda su trama. Y ocurre a veces que ese entorno (ciudad, país…), puede no existir, no por ser producto de imaginación del autor, sino por haber sucumbido por medios naturales (incendios, terremotos) o por la simple mediación del hombre (guerras, vandalismo, abandono). Es en estos últimos casos en donde la novela puede usar de su poder de denuncia para evitar que la historia se repita, aunque como hemos visto en muchas ocasiones, la pauta a seguir de la Historia es precisamente volverse a repetir, la conozcamos o no.

La destrucción de nuestras ciudades y del patrimonio histórico que en ellas hay es un tema que no debemos tratar a la ligera. La literatura y las ciudades, siempre han ido de la mano y como es natural también lo que dentro de ellas se encuentran: sus habitantes y las creaciones que dejaron estos.

¿Puede la novela histórica ayudar a proteger nuestro entorno patrimonial? Puede y debe. Lo mismo que la literatura crea lugares, como Macondos, Ínsulas Baratarias o una casa en el 221B de Baker Street, también puede describirnos los palacios, castillos, iglesias, murallas o sinagogas que hubo y ya no existen.

Es tanta la fuerza de la literatura que hasta llegó a convertirse en protectora de monumentos. Los viajeros románticos que pasaron por nuestras tierras escribieron sus libros de viaje dejando un documento excepcional para ser estudiado. Gracias a ellos, los investigadores, analizaron las costumbres sociales, religiosas y culinarias, recompusieron las calles y los edificios que en las ciudades había, completando el gran puzle que es nuestro pasado cotidiano, imposible de localizar en ensayos o biografías.

El viajero que más hizo por nuestro patrimonio fue un hispanista norteamericano, Washington Irving, que visitó Andalucía en varias ocasiones. En 1829 establece su residencia en la Alhambra durante unos meses y es allí donde ve la desidia en que se ha sumido el monumento, al que los franceses tras su ocupación, dinamitaron parte de su entorno amurallado. El palacio nazarí es morada de indigentes, de cabras, de chamarileros, . Sus paredes de escayola se deshacen pero Irving, como buen romántico, encuentra entre sus ruinas un gran tesoro: el de las leyendas de los moros que allí vivieron, transmitidas oralmente siglo tras siglo. Escribe Cuentos de la Alhambra y con rapidez extraordinaria se convierte en un best seller de la época. Es tanta su fama que sus lectores llegan a Granada anhelando ver el palacio árabe. Gracias al interés que despierta la Alhambra los gobernantes deciden empezar su conservación. Durante siglos los incipientes arqueólogos e historiadores se debaten entre la restauración y la conservación pero aún siendo esta disputa de gran importancia para la disciplina académica, la Alhambra sale de su mortecina situación para convertirse, tras los años, en el monumento más visitado de España.

Este es el poder de la literatura. La novela llega a los rincones a los que no puede llegar el conocimiento científico. Esta característica que a veces puede suponer una desventaja para la novela, dado que es solo ficción, puede ser usada en su justa medida para provocar, denunciar o reflexionar.

Leopoldo Torres Balbás, uno de los arquitectos restauradores más eficaces de nuestro pasado dejó dicho en su artículo “Granada, la ciudad que desaparece”: “Un antiguo edificio de Granada está derribándose actualmente. Ha desaparecido una parte más del espíritu de esta vieja ciudad, cuyos habitantes parecen empeñarse desde hace un siglo en borrar rápidamente todos los recuerdos de su historia”. Si muchos lectores acuden a la novela para conocer hechos insólitos pasados, los autores deberíamos también comprometernos con la conservación de su legado, rechazar el vandalismo y educar en la sensibilidad hacia nuestro patrimonio cultural. Si desaparece nuestro pasado, como pronosticaba, Torres Balbás: ¿Qué tendremos que contar, entonces, los novelistas históricos?

Ahora que lo pienso, puede ser esta una buena reflexión que nos arrastre a comenzar una novela.

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