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El tirano
El tirano

El tirano, carne de relato

jueves 28 de marzo de 2019, 07:33h
Como todo lo imperecedero, lo determinaron los griegos, y con tanto recelo que gravitó por casi todas sus tragedias como un jalón pétreo ante el que estallaba el clamor del coro o se rompían en llanto sus heroínas más obcecadas. Pero será con Shakespeare cuando sus despóticos antojos más nos estremezcan por íntimos y compartidos, y de todas sus máscaras, Ricardo III, el epítome; y tan acertado que cada una de sus reposiciones aún nos sigue alumbrando minucias de los tiranos que nos han sido más cercanos y conocidos.

Pero, claro, esto sucede en el teatro, ese género descarado e andariego; en cambio, la novela, pese a su voraz porosidad, sorteó la tenebrosa figura del tirano, tal vez porque los novelistas temieran quedar embaucados en los pliegues de su alma o porque repudiaran que desde sus páginas emanase una hedentina tan venenosamente humana.

Fuera como fuese, hasta las relatorias americanas del siglo XX, el tirano no emergió en la novela con una encarnadura de pasmo. Y sin duda porque allí se produjo de una forma tan ineludible que no quedó otro remedio.

En efecto, tras los despojos del sueño de Bolívar, las recién nacidas repúblicas convalecieron, desde Río Grande hasta Tierra del Fuego, bajo una epidemia de guerras civiles, promovidas por caudillos de montonera que, en nombre de inmarcesibles ideales, no pretendían sino afianzar sus mañas de encomendero, tomando el poder por el pescuezo. Por esta razón, su primer trazo lo encontramos en el Facundo (1845), de Sarmiento. Pero aquellas guerras de partida montaraz y de venganza cerril aún se prologaron hasta las primeras décadas del siglo XX, cuando en todas, república tras república, sus gerifaltes, desbravados por la fatiga, escogieron a uno, bien por sus seductoras astucias de leguleyo, bien por su discreta anuencia, para que instaurara el sosiego. Luego, como los designios de la historia imponen, el elegido les fue retajando el gañote a sus socios de tropelía y moldeando el país a su capricho, mientras él envejecía en su trono y su ira enmohecía de leyenda, aun cuando sus opositores siguiesen desapareciendo por los lúgubres callejones del silencio. Así se consumó el tirano americano o como lo motejara atinadamente García Márquez: el patriarca de la patria.

Sin embargo, resulta admirable constatar que fue Valle-Inclán, con su Tirano Banderas (1926), quien primero lo estampó con singular nitidez, aunque no será hasta el rotundo éxito de El Señor Presidente (1946), de Miguel Ángel Asturias, cuando se inaugurará una rara saga de novelas que estaba llamada a conmovernos. De pronto, a El Señor Presidente lo siguió El reino de este mundo (1949), de Alejo Carpentier, y unas décadas más tarde, Yo, el Supremo (1974), de Roa Bastos; El otoño del patriarca (1975), de García Márquez, y Oficio de difuntos (1976), de Úslar Pietri, para completarse con La fiesta del chivo (2000), de Vargas Llosa; novelones que no hicieron, por su variedad, sino acrecentar la leyenda del patriarca de la patria en tanto desentrañaban sus procelosas argucias de escalofrío.

De estas novelas y aun de una anterior, pero que en absoluto puedo escamotear, La sombra del Caudillo (1929), de Luis Martín Guzmán, me gustaría escoger tres por sus distintas y aleccionadoras maneras de exponernos al patriarca de la patria. En la novela de Martín Guzmán, por ejemplo, el tirano apenas sí asoma, y cuando lo hace, es durante una breve y ambigua conversación con el protagonista, uno de sus más conspicuos partidarios que, por las ansias de unos y los temores de otros, se descubre de súbito y para su sorpresa como un consumado traidor. Esa situación del tirano, tan providencialmente presente como físicamente ausente, al extremo de que su corte, inquieta, se devana en conjuras y delaciones, es una de las características más acentuadas de aquellos oscuros patriarcas.

Muy al contrario, en Oficio de difuntos, lo tenemos siempre bien presente. Pues Úslar Pietri nos relata su ascensión desde su temeraria revuelta como estanciero agraviado hasta, emboscada tras emboscada, encontrarse sentado en el gabinete de la Presidencia. Entonces, un tropiezo del destino lo aúpa, aun sin pretenderlo, a la Presidencia misma. Una vez aposentado allí, no cabrán dudas y procederá con una saña inclemente para conservar su propia vida; el paso de los años y la perpetua adulación conseguirán el resto; es decir, convertirlo en ese anciano benévolo que en sus excursiones prodiga prebendas por las más desheredadas y recónditas aldeas de sus dominios, mientras, sin tan siquiera ordenarlo, sus sicarios le eliminan opositores y le trituran motines. Por ello, por cuanto tiene de itinerario biográfico de Juan Vicente Gómez, esta novela quizá sea la más descriptiva de estas figuras pero sobre todo de las circunstancias comunes en donde surgieron los patriarcas hasta alcanzar su poder sin traba.

Por su parte, en El otoño del patriarca, no está presente ni ausente; simplemente, ya es una leyenda que se relata por corrales y mercados. Y como en cualquier leyenda grande, todo cuanto a él ser refiere es desmesurado y dudoso; tanto que ya nadie recordará cómo el patriarca llegó al poder ni cuándo se le vio por última vez, sino que el mundo sigue su curso porque él está ahí para garantizarlo. Pero aún hay más: desde esa bruma que concede la fábula, García Márquez urdió el compendio de todos los patriarcas y, quizá, la mejor heredera de El Señor Presidente, puesto que Miguel Ángel Asturias, en su retrato de Estrada Cabrera, también burló al realismo con situaciones guiñol para que su patriarca contuviese a cuantos había habido y a cuantos quedasen por venir.

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