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Francisco Aguilera
Francisco Aguilera (Foto: Javier Velasco Oliaga)

Entrevista a Francisco Aguilera: "Ninguna resistencia, memorial o política, se construye exclusivamente desde el miedo"

Autor de "La Moneda, 11 de septiembre"

Por Javier Velasco Oliaga
domingo 13 de octubre de 2019, 12:27h
Francisco Aguilera es natural de Santiago de Chile Pasó su infancia en el campo, en el pueblo de Malloco, a 29 kilómetros de Santiago, entre animales, árboles frutales y amigos imaginarios. Volvió a la capital, ya siendo adolescente, para terminar sus estudios secundarios en un colegio de curas franceses. De aquello le quedaría un cierto pavor ante el arte eclesiástico. En Santiago se licenció en antropología social por la Universidad de Chile. A los 25 años, más por amor que por afrancesamiento, viajó a París, en donde reside actualmente.
Francisco Aguilera
Francisco Aguilera (Foto: Javier Velasco Oliaga)

"La Moneda, 11 septiembre" es ante todo una suma de testimonios. Cuatro personajes: un camarero, un policía, un recluta y un bombero nos cuentan cómo vivieron y qué hicieron aquella mañana del 11 de septiembre, de 1973, cuando el Ejército chileno decidió, tras un conato en junio anterior, deponer, sin escatimar violencia en el empeño, al gobierno de Unidad Popular, presidido por Salvador Allende. En la entrevista, Francisco Aguilera nos cuenta muchas cosas interesantes sobre aquel día tan funesto.

Ya han pasado 46 años desde el golpe de Estado de Pinochet. ¿Cómo se ve el golpe desde la distancia?

Difícil pregunta. La percepción del acontecimiento cambia con el tiempo, en eso no hay misterio. Pero la mirada es siempre singular. Por eso solo puedo hablar aquí desde mi propia percepción. Dicha percepción, en mi caso, está marcada por el signo de lo aciago y de lo luctuoso. Me ahorro, en consecuencias, aquellas percepciones jubilatorias de los golpistas que perduran hasta el día de hoy en Chile.

Dicho esto, creo que asistimos a un desplazamiento de la memoria del golpe con respecto a su soporte. Por lo menos en mi caso. Si el soporte de la memoria del Golpe ha sido en gran medida la memoria de la dictadura (es decir, el Golpe como la interrupción de una larga tradición democrática, por un lado, y el primer acto de una larga y sistemática violación de los derechos humanos, por el otro), creo que van apareciendo en los últimos años, de manera importante, otras memorias: las memorias del gobierno de la Unidad Popular como soporte significativo de las memorias del Golpe, es decir, como interrupción de un proceso revolucionario y democrático encabezado por Salvador Allende. Este desplazamiento es necesario, pero no excluyente. De hecho, se superpone de alguna manera con el primero. ¿Por qué es necesario? Porque permite desplazar o al menos poner en duda el carácter excepcional de la dictadura chilena. Es decir, si la memoria del golpe es la memoria de la dictadura, la dictadura es solo un lamentable paréntesis histórico en una larga, continua y ejemplar tradición republicana que se cierra definitivamente con la transición y la vuelta a la democracia. En cambio, si la memoria del golpe es soportada por la memoria de la Unidad Popular (no solo de su trágico final sino también de lo fueron su triunfo y sus logros durante los mil días de su gobierno), entonces ésta aparece como el verdadero paréntesis de excepcionalidad en la historia nacional con respecto a una larga y ejemplar tradición de dominación oligárquica.

Después de la Guerra Civil Española, los protagonistas no querían hablar sobre los sucesos de la guerra. ¿Ha ocurrido lo mismo en Chile por el golpe?

No querían, tal vez. No podían, muchas veces, eso es seguro, una vez la dictadura de Pinochet instalada y con ella un cierto relato oficial y autoritario del golpe. Como fuera, me parece que este silencio o dificultad es algo recurrente en los acontecimientos catastróficos y traumáticos en general. Lo vemos en otros contextos. Es lo propio también de todo acontecimiento, de su dificultad: surge de manera inesperada y violenta, como una singularidad que rompe de alguna manera el curso regular del tiempo. De ahí que se presente siempre como un enigma que señala las dificultades para comprenderlo y darle sentido. Pero siempre hay un habla, un registro y un testimonio. Mis padres, por ejemplo, no me hablaban del golpe. Nunca me hablaron directamente, en realidad, o lo hicieron de manera intermitente, oblicua, a propósito de otra cosa. Recuerdo que había, en la biblioteca de mi casa, un libro documental sobre el golpe de Estado. Era un libro grande, de tapas negras, sin título, sin autor, sin señas. Era un libro clandestino, secreto, prohibido. Pero a fuerza de querer pasar desapercibido o de ocultarse debajo de una cubierta sin señas ni escritura, el libro producía un efecto contrario: resaltaba y se distinguía sospechosamente entre los otros libros de la biblioteca que sí tenían cubierta. Era como un llamado irresistible a la curiosidad. Yo era muy chico entonces, y lo hojeaba en secreto. No recuerdo si lo leía, si podía hacerlo, si sabía hacerlo siquiera. Pero recuerdo sus fotografías en blanco y negro de La Moneda bombardeada el 11 de septiembre: fue mi primera experiencia son respecto al golpe de Estado. Nunca ese libro me fue ofrecido o presentado, pero allí estaba, como testimonio, como traza de un pasado que se transmite pese a todo. Pese al silencio, pese al ocultamiento.

¿Quién está hablando más del golpe los hijos o los nietos de las personas que lo vivieron?

No lo pondría en esos términos: hablar más o hablar menos. Hay diferencias, claro, pero se trata en ambos casos de una postmemoria: de la construcción de recuerdos traumáticos por parte de aquellos que no asistieron o no protagonizaron los hechos. Que no son testigos de ellos. Pero también hay una cosa de contexto histórico, de lo que quiere la época en relación a la conmemoración de un acontecimiento como el golpe de Estado. Las palabras claves de la época son herencia, memoria, conmemoración. Su obsesión son los archivos, los monumentos, el patrimonio. Se habla, en el caso de Chile, de una “explosión” de las memorias a partir de la conmemoración de los 40 años del golpe: libros de testimonios, crónicas, documentales, series de televisión, etc. Como alguien decía por ahí: tal vez nos hemos transformados en archivistas obsesivos que transforman el presente en memoria inmediata e historia expeditiva. El riego sería entonces quedarse fijado en un “presentismo” de la época, en donde la memoria ya no es lo que debe ser recuperado del pasado para proyectarse en el futuro: el futuro mismo desaparece así como posibilidad indefinidamente abierta, se restringe, como si fuera algo irreversible. De ahí la importancia de oponerle un retorno del acontecimiento, entendido aquí como aquella ocurrencia única y singular que marca un antes y un después en el flujo de la historia, y que vienen a romper justamente el curso supuestamente regular de la misma: se abre al futuro como posibilidad no determinada, indefinida, de la lucha política, de la transformación social, etc.

Sin embargo, no hay que desconocer una probable diferencia generacional entre las memorias de los hijos y de los nietos. Los hijos, tal vez, trabajan (o trabajaron en su momento) la postmemoria desde el presente asfixiante de la transición pactada con el dictador: nacieron en dictadura y la conocieron, también el testimonio transmitido de primera mano por los padres, sobre el golpe y la Unidad Popular, y sus miedos, angustias, esperanzas, desacuerdos, etc. Hay en ellos, por decir lo menos, una actitud de desconcierto con respecto a la situación transicional: la sospecha de que no se derrota a Pinochet en realidad, sino que se confirma y triunfa un cierto orden u horizonte neoliberal de la sociedad y de la acción política. Los nietos, en cambio, que no conocieron la dictadura, trabajan la figura del golpe desde una crítica de la democrática post-transición y del neoliberalismo reinante en general. Ya hay ahí otras experiencias y referencias que se suman: el discurso feminista y post-colonial, la reivindicación mapuche, las marchas estudiantiles por una educación gratuita, contra los fondos privados de pensiones, etc. Ya hay ahí la recuperación de la figura de Allende o del proyecto de la Unidad Popular como gestos abiertos a un futuro de posibles transformaciones sociales. También hay otras resonancias, inesperadas: intelectuales mapuches que por ejemplo recuerdan el 11 de septiembre del 73 (en que ardió Santiago) poniéndolo en la perspectiva de otro 11 de septiembre, esta vez del año 1541, en el que el toqui Michimalonko hace arder el Santiago del conquistador español. Aquí se expresa, como dicen ellos, la necesaria gestación de otras Unidades Populares, de futuras emancipaciones, esta vez más indias.

En la novela va alternando cuatro voces. ¿Entrevistó a más protagonistas o sólo a ellos cuatro?

La verdad es que no entrevisté a ninguno. Las cuatro voces son personajes de ficción creados a partir de un sinnúmero de testimonios, entrevistas y documentos. Cada uno de ellos existió, si se quiere, pero no con el nombre propio que les doy en la novela. Son un soporte de la memoria, un concentrado de ellas, una cifra. No son memorias heroicas ni protagónicas, sino mas bien periféricas al acontecimiento. Son personales, parciales, fallidas, pero siempre imbricadas, inevitablemente, con los diferentes relatos mas o menos oficiales que del golpe de Estado hace las historia, la crónica o el periodismo.

Hay algún motivo para escoger voces jóvenes de testigos.

No particularmente. No de manera consciente. Tal vez hay algo ahí que no he pensado, que se me escapa. Pero claro, estas voces en la novela recuerdan desde un presente que corresponde a la conmemoración de los 40 años del golpe, con ocasión de una exposición artística. Aquí las obras de arte, descritas en el libro, gatillan el recuerdo y el testimonio. Y los testigos en cuestión, cuatro décadas antes, son voces “jóvenes” inevitablemente.

¿Podría haber escogido alguna voz femenina o no estuvieron en el centro de los acontecimientos?

Una voz femenina o varias, por supuesto. Alguien me lo advirtió en su momento, de hecho: había en el relato, en efecto, una sensación de estar asfixiado de alguna manera por la mirada masculina de los acontecimientos. Hay una ausencia de voces femeninas, incontestablemente. Y sin embargo, las mujeres están en el centro de los acontecimientos de ese día. Esta ausencia de mi parte se explica, creo yo, por varias razones. Primero, por la construcción misma de la novela a partir de testimonios mas bien subalternos y a la vez muy específicos: no se trata de focalizar la mirada en los protagonistas emblemáticos (hombres o mujeres) sino en aquellos testigos anónimos y menores que presenciaron los acontecimientos de lejos o que llegaron a ellos una vez la catástrofe consumada. Pero tampoco se trata de cualquier testigo. Son aquellos que apagan el fuego (los bomberos), que asisten a las primeras pericias forenses sobre el cadáver de Allende (los policías), que rodean La Moneda para atacarla (los soldados): en la época, estas voces y estos testimonios son masculinos. Queda, por supuesto, la cuarta voz (la del mozo) que pudo ser una voz femenina en la novela, para operar de contrapunto. En este sentido, hay también un explicación de contexto histórico: es decir, de lo que la época puede y de lo que la época quiere con respecto a la representación de las voces femeninas del 11 de septiembre, de lo que visibiliza y oculta. La novela trabaja con materiales testimoniales. Dichos testimonios, en su versión femenina y feminista, han sido minimizados por la historiografía de la época con respecto a la voz masculina y viril de los acontecimientos, completamente hegemónica. En todo caso son menos abundantes.

¿Hay miedo en recordar aquellos acontecimientos?

De parte de la generación de nuestros padres? Probablemente. Toda memoria disidente, en los años de la dictadura, debía lidiar con eso. También la de los hijos, en menor medida. Pero ninguna resistencia, memorial o política, se construye exclusivamente desde el miedo.

¿Cuál de los cuatro protagonistas le ha llegado más al corazón?

No sabría decirle. Tal vez el quinto protagonista. Un no-protagonista del golpe en realidad: el mayor Osvaldo Zavala.

¿Cuánto tiempo dedicó a la investigación de los acontecimientos?

Un año más o menos.

Y, ¿cuánto a la escritura?

Dos años para terminar una primera versión, en 2014. Después se fue corrigiendo y reescribiendo hasta ahora.

"El golpe es lo que irrumpe en la realidad de manera inopinada, por sorpresa, de manera brutal, sin causa ni antecedente, rebelde a todo concepto"

Va alternando el relato de los hechos en tercera persona con el relato personal, en primera persona. ¿Cómo ideó esa estructura?

La estructura se me fue imponiendo, de alguna manera. La tercera persona obedece, me imagino, a la necesidad de objetivar la representación del golpe, de transfigurar el hecho histórico. El relato personal, en primera persona, por su parte, obedece a la necesidad de encarnar el testimonio, con su subjetividad, sus fallas, sus divagaciones. Después está la idea del montaje y de alternancia de tiempos y espacios. Así, la construcción de la ficción que hace como si pudiera resucitar el pasado, utilizando sus materiales, pero al mismo tiempo muestra que aquello ha sido fabricado.

De las dos formas de narración, ¿cuál le ha resultado más compleja?

Cada una tiene sus complejidades.

De alguna manera, el tanquetazo fracasa para que el golpe del 11 de septiembre tenga éxito

También contrapone la fecha del 11 de septiembre con la del 29 de junio. ¿Cuáles fueron las principales semejanzas y diferencias de esas dos fechas?

Marx, como es bien sabido, decía que la historia se repite dos veces: lo que en un primer momento aconteció como una tragedia se vuelve, en un segundo tiempo, una farsa miserable. Hay ahí un guiño de mi parte, si se quiere. Tanto la parte del 11 de septiembre (del golpe triunfante) como aquella del 29 de junio (el conato golpista del tanquetazo) llevan en la novela como subtitulo “la repetición”. Aquí, la repetición se invierte: el primer acontecimiento, el del tanquetazo, se presenta bajo la forma de la farsa y la comedia: la columna de tanques de los golpistas se queda sin combustible en el camino, avanza lentamente ya que se detiene en los semáforos en rojo y al llegar a La Moneda descubre que los cañones no funcionan. El segundo, su repetición triunfante, como una tragedia.

Pero también la “repetición” hace referencia al gesto preparatorio, es decir, a la repetición en el sentido de ensayo general. El tanquetazo de junio es, aunque este no fuera su objetivo inicial, el ensayo del golpe de septiembre. Gracias a él los golpistas pueden observar las capacidades de reacción militar del Gobierno y de los partidos de izquierda ante un levantamiento militar. Concluyen que dichas capacidades, sin el apoyo de unidades militares constitucionalistas, son mínimas. De alguna manera, el tanquetazo fracasa para que el golpe del 11 de septiembre tenga éxito.

¿Se vio desde el primer momento que el golpe iba a triunfar?

En mi opinión, un acontecimiento brutal como el golpe no puede “verse” en un primer momento. La mirada con respecto a él es siempre retrospectiva, incluso retroactiva en el sentido de que produce efectos en el pasado, modificándolo. Por ejemplo, en los días y meses posteriores a la asonada, los militares se vanagloriaban diciendo que el “pronunciamiento” (nunca hablaron de golpe de Estado) fue pensado y ejecutado de manera casi perfecta. Retrospectivamente, el golpe es necesariamente algo bien pensado y ejecutado (en la óptica de los golpistas) una vez que ha tenido éxito, que ha acontecido. Si embargo, esta “necesidad” es siempre una operación retrospectiva, de justificación, en que el acontecimiento busca las causas de su suceso, de su aparición. Pero en realidad, como todo acontecimiento, el golpe es lo que adviene o irrumpe en la realidad de manera inopinada, por sorpresa, de manera brutal, sin causa ni antecedente, rebelde a todo concepto.

Ahora bien, el día del golpe, mi impresión es que Allende confiaba durante las primeras horas en encontrar unidades militares leales al gobierno para hacer frente a la sublevación: como había sido el caso durante el tanquetazo, pocos meses antes. Pero ya a la 10 de la mañana mas o menos se sabía que tal apoyo no llegaría. Según las diferentes fuentes, el control del país por parte de los militares tuvo lugar de manera muy rápida: ya a las 9 de la mañana todo el territorio nacional (a la excepción de La Moneda y de ciertos focos de resistencia en algunas poblaciones de Santiago) estaba bajo control de la fuerzas armadas y carabineros.

¿Fallaron los servicios de información? O ¿es que estaban a favor del golpe?

Los servicios de inteligencia militar estaban con el golpe desde un comienzo, realizando todo tipo de maniobras de distracción y ocultamiento, incluso infiltrando a los partidos de izquierda. La inteligencia del gobierno, por su parte, manejaba cierta información, contaba con indicios y hasta tenía identificado a ciertos generales y almirantes sediciosos. Pero no había nada concreto. Aunque lo esperaban de alguna manera, no sabían que el golpe (el golpe de Pinochet precisamente) era inminente y de qué manera advendría. Si ir mas lejos, Pinochet era considerado hasta entonces como un general constitucionalista y leal al gobierno. Y eso, una vez más, hasta el primer bando radial de la Junta Militar la mañana del 11, en donde Pinochet aparece firmando su autoría.

Me ha sorprendido en la lectura, el hecho de la huida marcha atrás de coche presidencial. ¿Qué hecho de los que cuenta le ha sorprendido más?

Probablemente hay muchos hechos que me sorprendieron, pero que no los cuento realmente en la novela. Son datos mas bien. Por ejemplo, que el día del golpe solo dos personas murieron al interior de La Moneda, pese al bombardeo, al tiroteo, al cañoneo: el presidente Allende y uno de sus asesores. Ambos se suicidaron.

Para finalizar, ¿le sorprendió lo que Joaquín Lequina contó en la presentación del libro.

Su testimonio fue, utilizando su propia expresión, muy acojonante. Me impresionó y me emocionó mucho. No solo su relato de los acontecimientos o su recuerdo de una época, su diagnostico. Me sorprendió, claro, porque había en su rememoración cosas y detalles que desconocía y que forman parte de la historia. Me sorprendió, al principio, porque uno va reconociendo en su testimonio escenas que ya ha leído en alguna parte, que están documentadas, y descubre de pronto, sentado al lado suyo, a uno de los protagonistas que hasta entonces permanecía anónimo y no identificado en dichas lecturas: me refiero a que él era para mí, hasta entonces, aquel joven español que anduvo vagamente con Joan Garcés por las calles de Santiago el 11 de septiembre. Pero también hay otra sorpresa, mayor desde mi punto de vista: esto de que de pronto aparece, frente a uno, 46 años después del golpe de Estado, un testigo y su testimonio simplemente. El testimonio encarnado. Hay algo ahí de completamente inescrutable, casi sagrado. Porque en el fondo, al final de los finales como dicen en Chile, sus testimonio no viene a transmitirnos una información, una constatación o un conocimiento. Si así fuera, cualquiera podría tomar el lugar del testigo. Su testimonio no es prueba nada. Por eso es insustituible: se presenta ante nosotros de pronto, para decirnos que ha asistido a algo, de su propia persona, con sus propios ojos. Por eso nadie atestigua por él.

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