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Leopardi
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LEOPARDI, LA BELLEZA PROMETIDA

Por Álvaro Bermejo
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beralvatelefonicanet/7/7/18
viernes 17 de abril de 2020, 20:32h

Cuando Unamuno partió hacia su exilio en Fuerteventura solo metió tres libros en la maleta. Uno de ellos era los "Cantos" de Leopardi. Pienso a menudo en esa imagen por una razón: En estos tiempos de coronavirus, la única manera de leer a los clásicos pasa por el exilio interior.

De hecho, acercarse a un autor que no figure entre los novísimos parece estar en contradicción con nuestro ritmo vital, que no conoce los tiempos largos ni el otium humanístico. Nos llenamos la boca con la europeidad, pero no leemos a los europeos que la han hecho posible, tal vez porque prejuiciamos que su mundo no tiene nada que ver con el nuestro. Sin embargo, basta con acercarse a la biografía de Leopardi para advertir un parentesco que trasciende lo cultural y que puede convertirse en imprescindible, cuando se transitan los territorios del desamparo.

Primogénito del señor de Recanati, el conde Monaldo, en principio Giaccomo Leopardi lo tuvo todo para ser feliz. Pero lo cierto es que fuera de su literatura, jamás conoció otra cosa que la incomprensión y la desdicha. Educado en un opresivo ambiente de carcamales obsesionados por las apariencias, rechazado por la malformación de su espalda y enfermo hasta la invalidez, su carácter se formó por oposición a su entorno. No había dejado de ser un niño cuando compuso un pequeño tratado de astronomía, mientras buscaba un consuelo a su soledad en los limpios hexámetros de Homero y de Virgilio. Con estas aficiones tan "up to date", parecía abocado a vivir fuera del mundo. Sucedió todo lo contrario: Así como el talante reaccionario de su padre acabó haciéndole un fervoroso defensor de los ideales democráticos, que se llamaban entonces las "ideas románticas", la desafección materna le llevó a indagar en ese enigma llamado amor con la frialdad de un lector del Discurso del Método.

Como buen pensador rusoniano, Leopardi nunca tuvo un buen concepto de la condición humana. En el inicio de sus mordaces "Paralipómenos" ya nos describe el mundo como "una alianza de granujas". A partir de aquí surge el lugar común del "pesimismo leopardiano" que tanto conmovía a Nietzsche y a Cernuda, y que le emparentará con Unamuno, por su concepción trágica de la existencia, y con el mismo Baroja, por la ironía corrosiva con que disecciona a sus contemporáneos. Ahora bien, más allá de sus invectivas, Leopardi se distinguirá por su voluntad de invertir esa conciencia de una humanidad inhóspita en una sensibilidad humanizada por la derrota y la pérdida, que hace sinónimos belleza y sufrimiento.

Cuando Kafka escribe a Milena que "el amor es el cuchillo con el que me escarbo las heridas", se refería sin duda a ese sentimiento leopardiano que se expresa en su "Zibaldone", casi como un análisis filosófico: "Jamás he encontrado un pensamiento capaz de abstraer el ánimo de todas las cosas con más fuerza que el amor, quiero decir en ausencia de la persona amada, porque en su presencia no cabe decir qué sucede". Hasta aquí Leopardi también pudiera parecer un poeta más. Pero el enigma comienza a ensancharse cuando advertimos que su acercamiento al amor se deduce, ni más ni menos, que de la contemplación del Infinito. Bajo este mismo epígrafe, nos lo dice en un poema donde equipara la ensoñación de la inmensidad con la quimera amorosa, y la inmersión en el amor con la fusión en la muerte, a la que llamó "un dulce naufragar".

Sus contemporáneos no le entendieron. Ni siquiera Stendhal, eterno enamorado, con quien coincidió en la Florencia de 1832. Entonces a Leopardi apenas le quedaban cinco años de vida, estaba loco de pasión por una dama inaccesible, y aquejado por las mil dolencias que le atravesaban desde su corazón a su joroba. Aún más apresurado que él, Stendhal mantenía que el amor no se conoce hasta que se conquista. En las antípodas de su planteamiento, Leopardi sostenía la incapacidad del hombre para habitar en la felicidad, salvo cuando vive la tragedia de su ausencia: "El no poder quedar satisfecho con ninguna cosa terrena, contemplar el universo infinito y sentir que nuestra alma y nuestro deseo serían más grandes que un universo así, me parece el mayor signo de grandeza y de nobleza que cabe ver en el alma humana".

Aunando el asombro cósmico de los presocráticos y la más exacerbada sensibilidad romántica, trascendió su tiempo eludiendo toda visión enfática de su circunstancia y de sí mismo, hasta anticipar una sensibilidad muy actual, precisamente, por la atormentada conciencia de su extemporaneidad. Cuando la obra de poetas mayores como Hölderlin o Keats parecía demostrar que sentimentalidad y racionalidad eran conceptos antagónicos, Leopardi inaugura así un nuevo clima intelectual hibridando elegía y filosofía, y recordándonos que el consuelo de la belleza sólo es una metáfora de la belleza prometida.

Hoy mismo, somos leopardianos sin saberlo cuando anhelamos el contacto y la contemplación de la naturaleza, buscando alternativas respirables al sentimiento de limitación que nos impone el hastío moderno. Pero junto con eso, a partir de su vivencia como indeseable, por su fealdad, también incluye una lección: la vida, mientras sepamos vivirla, nos trata a todos por igual. Basta con saber mirar para entender, así como basta con saber amar para no desear poseer. Si hay una magia particular en sus "Ricordanze", es la que dimana de una tarde en comunión con las raíces y las cosechas, cuando los aromas y las campanas protegen el trabajo de las más profundas semillas. De esos silencios sobrehumanos, de esos horizontes sin límites, es de donde surge la voz de Leopardi como una serena impregnación en la continuidad de la belleza. Pocas veces se ha visto sufrir a un hombre más intensamente su drama personal, pero menos aún extraer de él una forma de aprendizaje susceptible de transfigurar incluso el dolor en piedra angular de sus "Cantos".

"¿Cómo puede existir Dios, si yo soy jorobado?", se preguntaba en uno de sus primeros poemas. La corta vida de su experiencia le enseñó a resolver su desolada pregunta, pues incluso de los torbellinos de negatividad absoluta se puede licuar una forma de conocimiento que reconcilia la desesperación con la esperanza. Es sabido que mientras le preparaban la cicuta, Sócrates ensayaba una nueva melodía con su flauta. ¿Para qué te va a servir?, le preguntaron. Y ésta fue su respuesta: Para saberla antes de morir. Los "Cantos" de Leopardi interpretan la misma vieja canción, ese misterio de los creadores de belleza, los cuales, aun en el umbral de la muerte, nos restituyen con ella el sentido de la vida infinita que, desde el nacimiento, creemos tener perdida.

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