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Alquimia y coronavirus
Alquimia y coronavirus

"ALQUIMIA Y CORONAVIRUS"

Por Álvaro Bermejo
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beralvatelefonicanet/7/7/18
viernes 24 de abril de 2020, 00:50h

En estos días de confinamiento, celebramos el Día del Libro tal vez sin reparar en que quienes lo justifican, fueron dos ilustres confinados como Miguel de Cervantes y William Shakespeare. Sus obras derriban muros, abren espacios donde los confinados desafían todos los confines. Es así como el libro, cualquier buen libro, se nos presenta simultáneamente cono vacuna y vector de libertad. Porque libro y libertad, liber et libertas, son sinónimos de un antivirus universal, llamado literatura.

En una película de Buñuel, una mujer que viene de la compra deja sobre la mesa una bolsa y va sacando y enumerando las cosas que contenía: "El café, el pan, el azúcar, las verduras, la llave de los sueños...". Y con la misma naturalidad con que ha nombrado todo lo demás, busca un lugar para esa llave, que parece de hierro, como las que abrían las puertas antiguas, aquéllas que distinguíamos en nuestra calle únicamente por la grave resonancia de sus aldabas. Un toque para avisar a los del primero, dos para el principal, y así hasta la buhardilla, que siempre solía estar ocupada por un personaje misterioso, entre bohemio y proscrito, un alquimista del tiempo.

Hoy, por esa misma alquimia del tiempo, y en éstos de estricto confinamiento, nada nos tienta tanto como la posibilidad de que esa llave de los sueños abra dos puertas a la vez: la del ático de los visionarios y la de los sótanos de la memoria.

En el Louvre aparece un papiro según el cual descubrimos que la disposición de las tres grandes pirámides reproducía exactamente el orden de las estrellas de la constelación de Orión. En Londres, el Barbican muestra la obra de Wols, uno de los artistas más enigmáticos del siglo XX. Componía sus fábulas visuales en pedacitos de papel que, asimismo, aspiraban a un orden cósmico “más allá de la Gran Barrera Ardiente”.

Si hace ya tiempo que se considera a Shakespeare poco menos que un seudónimo de Marlowe, un investigador cervantino tan solvente como Martín de Riquer sugirió poco antes de morir una teoría cuya inquietante posibilidad no es inferior a su alta categoría quijotesca: el verdadero autor del Quijote apócrifo, aquel supuesto Avellaneda, fue un personaje de Cervantes, el bandido Ginés de Pasamonte quien, también estuvo en la batalla de Lepanto y en el cautiverio de Argel, y que siguió al ilustre Manco como una prolongación maléfica de su mano muerta, por las vastas geografías de su desventura.

Recuerdo un 16 de junio en Dublín, el día en que se conmemora el nacimiento de James Joyce: al menos tres emisoras locales radiaban sin interrupciones una lectura de su Ulises. Más allá de las voces, de las calles a las plazas, territorios y personajes dublinescos se confundían en un "happening" tan festivo como vertiginoso, donde el presente había sido abolido. La vanguardista escritura de Joyce no les concedió a sus protagonistas un futuro: les otorgó la obsesión de un pasado, un estigma, como el nuestro.

De hecho, Ulises sólo iba a ser una breve narración que añadir al volumen Dublineses. El viaje de Bloom a través de la ciudad, nuevo Odiseo en busca de sus orígenes, se transfiguraría en un bosque de setecientas páginas: es difícil tocar el fondo de la memoria. Stephen Dedalus y Leopold Bloom recorren el presente con los zapatos lastrados por el barro que pisaron ayer. Es lo que nos está sucediendo a nosotros. Abrimos los periódicos buscando detectar las señales de un futuro promisorio y sólo encontramos la llave de los sueños vueltos pesadillas. Parece que la Peste Negra vuelve por sus fueros, que el Titanic acaba de hundirse con todos nosotros dentro, que el Triunfo de la Muerte de Brueghel el Viejo es ya puro realismo social.

También parece que fue ayer cuando los astrónomos dejaron colgado entre dos lunas el telescopio espacial Hubble, precisamente, para que averiguara la Edad del Universo. De un universo que cada día parece más joven, tal vez porque cada día el pasado está más presente. Edad del universo, edad del hombre, edad del tiempo. A medida que el futuro nos resulta más acuciante, sentimos que nos viene del pasado una continua y oscura llamada hacia las profundidades del espacio y de la memoria, hacia los abismos de la tierra y del mar, hacia el silencio gangrenado y polvoriento de las más antiguas escrituras. Reconstruir la mítica Biblioteca de Alejandría, recuperar el código genético de los dinosaurios, recomponer las osamentas de los neandertales de Atapuerca y, si acaso, ir más allá, hasta los rituales caníbales del Homo Antecesor.

El presente nos retrotrae una y otra vez al sí de ayer. Un Día de la Marmota permanente, encerrados en la Argel pestífera de Camus, tenientes Drogo asomados a nuestra particular muralla doméstica, acechando ese Desierto de los Bárbaros donde se agazapa otro Enemigo Invisible llamado Covid-19. Es el pasado casi lo único que nos sucede y, casi contra nuestra voluntad vivimos entregados a una arqueología prodigiosa para recordarnos, como en aquel verso de Borges, que la única cosa que no existe es el olvido. Pues, entre el laberinto de nuestras circunvoluciones cerebrales, también se esconde la memoria infinita de todas las generaciones, de tal modo que es posible descifrar en él hasta el linaje de la primera Eva.

Al besar a su amada, Miguel Hernández sintió que en ellos dos se besaban los primeros pobladores del mundo. Por eso, el más trivial de nuestros gestos es a la vez una conmemoración y una fundación. Conozco hombres y mujeres para quienes el presente es una tierra de nadie: viven como esos apátridas que no pueden avanzar ni retroceder, y pasan los días atrapados en la sala de espera de un paso fronterizo, como Walter Benjamin en Port-Bou. Lo único que les sucede es algo que alguna vez les sucedió, una candente noche no abolida por el amanecer, una vida futura que ya no merecemos. A su manera, cada día vuelven a desandar los pasos de Leopold Bloom, la peripecia cervantina de Ginés de Pasamonte, o, como en esa novela de Vila-Matas, la fuga de una Europa fantasmagórica, convertida en una performance, donde el futuro, como el hombre de Musil, Antecessor de la Posmodernidad, pierde todos sus atributos.

Ese pasado que nunca acaba de pasar resulta hoy omnipresente, absorbente, totalizador, absoluto, como si tras cerrar las puertas del paraíso, ya sólo merecieran acomodarse a los hábitos del purgatorio. ¿Será ésta la lectura final de nuestra época?

Karl Krauss apuntaba que inventamos historias, porque nos falta el carácter suficiente para no escribir. Pero el tiempo escribe su historia por sí mismo y por nosotros, con su lenta caligrafía indeleble. Desencantados con el presente, y proyectando más temores que esperanzas sobre la página en blanco del futuro, en cuanto nos dejan solos, introducimos una y otra vez la llave de los sueños en esa estancia donde el pasado aun tiembla bajo nuestros pasos. Queremos descubrir en los otros que fueron, una dimensión oculta de lo que somos y seremos. Una alquimia de la memoria, que nos consienta la utopía de la transfiguración. Para seguir viviendo.

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