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Napoleón Bonaparte y Josefina
Napoleón Bonaparte y Josefina (Foto: Archivo)

NAPOLEÓN, PERIODISTA

Por Álvaro Bermejo
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beralvatelefonicanet/7/7/18
viernes 29 de mayo de 2020, 08:00h

Desde su entrada en París un 18 de Brumario hasta su muerte en Santa Helena, la figura de Napoleón ha provocado un verdadero frenesí exegético. A tanto ha llegado la hagiografía del Gran Corso, que incluso ciertos esotéricos han llegado a postular que nunca existió, que más que un hombre fue un mito solar, un deslumbramiento.

No obstante, si la historia y la leyenda tienen sus propios cauces, hay un aspecto de la personalidad de Bonaparte que permanece casi inédito, pese a que pudiera resultarnos uno de los más contemporáneos. Pues, así como hubo un Napoleón de las grandes frases que todos conocemos -ante las pirámides, ante un concierto de Beethoven o ante el descubrimiento de la electricidad-, también hay otro Napoleón, sin duda bastante menos conocido, tan fascinado por la letra impresa que, según la maledicencia, pasaba más tiempo en la redacción de su periódico, Le Moniteur, que en la alcoba de Josefina.

En contra de lo que pudiera pensarse, aquella era una época donde la Prensa ya ocupaba un lugar importante en la sociedad. Lo cuenta Stendhal en su autobiografía novelada, La vida de Henry Brulard: "Mi padre, que se creía un noble arruinado, leía todos los periódicos, y en ellos seguía el proceso contra el rey (Luis XVI) como hubiera podido seguir el de un amigo íntimo o el de un pariente". Por supuesto, Napoleón también los leía entonces, pero con otro propósito que fue madurando a medida que maduraba su asalto al poder.

En 1796, dejó de sentirse un simple general y comenzó a entrever que las grandes batallas del futuro habrían de librarse en el campo mediático. Un 26 de Agosto, escribe al Directorio desde Milán, sobre la conveniencia de que algún periódico oficial rectifique los absurdos de la prensa parisiense en torno a su persona. Como el Directorio apenas contaba con un pobre libelo, el Redacteur, incapaz de hacer frente a la oposición, y puesto que los embates de ésta llegaban hasta Italia, no vacila en saltar de las cureñas a las rotativas y funda su primer periódico, Le Patriote Français a Milán, con la intención de que sus cañonazos mediáticos llegasen hasta Francia. En uno de sus editoriales, invita a la nación francesa a "no despreciar su opinión". En otro, propone al Directorio que haga cerrar los clubes políticos, que haga romper las prensar del Memorial y del Quotidien y, en suma, que funde cinco o seis buenos periódicos constitucionales, a imagen y semejanza de su ejemplar diario político. Como el Directorio no le hace demasiado caso, funda otro, La France vue de la Armée d'Italie. Journal de politique, d'Administration et de Litterature française et Ètrangere. Desde luego, el proverbial laconismo napoleónico no tuvo su reflejo en sus cabeceras. Sin embargo, sus pretensiones ya imperiales no podían ser más explícitas, pues ahora su campo de acción abarca desde la política hasta la literatura "francesa y extranjera". Tanto es así que ya en ruta hacia la Campaña de Egipto, nada más desembarcar en Alejandría y luego mientras hunde su artillería entre las dunas, aún tiene tiempo para fundar dos periódicos más: el Courier d'Egypte y La Décade Egyptienne.

Por más surrealista que se nos antoje imaginar a Napoleón fundido dentro de su gabán y sudando tinta entre tipógrafos y tinteros, a cuarenta grados a la sombra, lo importante del caso es que había descubierto dos cosas tan importantes como la piedra Rossetta: la enorme influencia de los periódicos, y la certeza de que esa gran máquina de guerra no puede confiarse a un simple periodista.

En su Historia de la Literatura Francesa, Gustave Lanson dedica tres páginas a describir el estilo oratorio del Corso: "el 18 Brumario -dice- hizo callar a los oradores durante quince años. Había aprendido a gobernar por la palabra y tenía sobre los diputados de la Montaña la ventaja de ser más preciso y menos verboso, e inventó una fórmula nerviosa, que parecía una aplicación literaria de la voz de mando militar, y que mantuvo hasta los escritos finales de Santa Elena". Probablemente, fue ese estilo el que puso en práctica y en prensa, una vez que tradujo su golpe de estado en las cabeceras del diario revolucionario por antonomasia: Le Moniteur.

Hasta entonces, la historia da cuenta de un Napoleón stendhaliano. El heredero de los grandes tiranicidas romanos, como Bruto y Escipión, que cuajaba su oratoria de alusiones a Tito Livio, a los vencedores de Tarquino, a esos héroes de la antigüedad reconvertidos en personajes de la Convención, tal como los pintaba David en sus entusiasmos republicanos. Ahora bien, mientras prepara su paso de Primer Cónsul a Emperador va dejando en el camino todos sus ornamentos enfáticos y descubre un estilo directo, absolutamente periodístico, hecho de grandes titulares pensados para circular fácilmente por el alma de la multitud.

La multitud sin embargo, recelosa de los poderes absolutos, sigue comprando los periódicos de la oposición. Y Napoleón intuye que si deja libertad a la prensa, no durará en el poder más de tres meses. Sin vacilar, promulga un decreto por el que se suprimen todos los periódicos del país, a excepción de trece, ¿ que serían los más napoleónicos ? No, Bonaparte es más sutil y lo justifica así: "porque son los únicos que pueden reconciliar a la República con Europa". Bajo otro tópico de plena vigencia, el de la sacrosanta europeidad, comienza a ejercer una censura patriótica que llega hasta los últimos rincones de su revolucionaria aldea global. La Gazette de France publica la noticia del suicidio de un humilde portero afecto al régimen, la censura lo castiga. La Vedette de Rouen se burla de que el director del instituto local ha plagiado unos versos del Telémaco para elogiar al Primer Cónsul: suprimida. La République Democratique advierte que aumenta el precio de los cereales: conculcada.

Arrastrando ya los armiños imperiales, con el cetro en una mano y una resma de cuartillas en la otra, Bonaparte entra a cualquier hora del día y de la noche en el palacio donde se imprimía el Moniteur y mantiene en actitud de firmes a toda la redacción, mientras corrige una a una las noticias que se van a publicar al día siguiente, y de su puño y letra, escribe: "L'Ami des Lois dice que el Emperador está preparando una fiesta que costará doscientos mil francos. Burda falacia la suya, pues el Emperador sabe de sobra que doscientos mil francos representan el sueldo de una brigada durante seis meses". En otro ejemplar, su pluma sale en defensa de madame Josefina: "Cómo se puede creer que la Emperatriz haya encargado un coche a Londres, estando a la vista de todos que pasea en el orgullo de Francia". Y por si esto fuera poco, su celo imperial llega hasta improvisar un libro de estilo: Donde dice "En vista del embarazo de la Emperatriz", resultaría más propio del Moniteur decir: "En vista del estado de la Emperatriz".

Ciertamente, tanta delicadeza en los medios contrasta con el evidente totalitarismo de los fines. Pero como un auténtico adelantado de la modernidad, Napoleón sabe ya que la opinión no se conquista sólo por medio de grandes editoriales, sino también a través de la manipulación hasta de las pequeñas notas de sociedad que la ciudadanía lee creyéndose en ellas a salvo de la ideología. Tanta fue su eficacia que, incluso después de la caída de Bonaparte, los prebostes de la Restauración abundaron en sus prácticas, e incluso llegaron a crear una Sociedad de las Buenas Letras, a la que había de afiliarse todo periodista o escritor que quisiera seguir disfrutando de las prebendas del régimen. Y una vez más, el mismo Stendhal que perdió su admiración por Napoleón leyendo el Moniteur -"Sus artículos eran máquinas de guerra"-, lamentará que se afilien a ese sindicato glorias nacionales como Víctor Hugo o Alfred de Vigny.

Dos siglos después, sería excesivo decir que en todo periódico haya latente una tentación napoleónica, pero sí es cierto que toda forma de poder aspira a una forma de control sobre los medios. Sin descubrir nada en lo general, el general Bonaparte sorprende sin duda en lo humano, al imaginarlo también como periodista. Y sería de ver hoy un caso semejante en un presidente que se apeara del rango y de la gloria, para sentarse en una mesa de redacción afecta a su gobierno y escribir su versión de los hechos incluso en las secciones más insignificantes.

Aterrador como sería en sus fines, no dejaría de ser bastante divertido en los medios, a condición de que nos regalaran con alguna perla de ingenio como las que prodigaba el ciudadano Bonaparte: "¡Siempre hay algo que arreglar en esas máquinas!", escribió colérico en cierta ocasión. Pero esa vez no se refería a los periódicos. Por fortuna, sólo estaba hablando de mujeres.

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