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"Ibn Tumart, el arzobispo Jiménez de Rada y la cuestión sobre Dios", de Carlos de Ayala Martínez

Editorial La Ergástula
Por José María Manuel García-Osuna Rodríguez
sábado 12 de septiembre de 2020, 14:17h
Ibn Tumart, el arzobispo Jiménez de Rada y la cuestión sobre Dios
Ibn Tumart, el arzobispo Jiménez de Rada y la cuestión sobre Dios

Estamos ante un magnífico libro de la colección Omnia Medievalia, que dirige uno de los medievalistas más prestigiosos de las Españas, el profesor Carlos de Ayala Martínez.

No me puedo resistir a comenzar el análisis utilizando la presentación de dicha obra: “Poco antes de 1213 un arcediano de Toledo llamado Mauricio, a punto de ser nombrado obispo de Burgos, encargaba a Marcos, uno de los canónigos del cabildo toledano, la traducción del árabe al latín de un breve tratado sobre la unicidad de Dios atribuido a Ibn Tumart. Este personaje, un inquieto líder espiritual beréber, había muerto hacía algo más de ochenta años, pero no sin dejar en herencia un movimiento político-religioso de extraordinaria pujanza, el de ‘los partidarios de la unicidad de Dios’ (al-muwahhidun), que nosotros conocemos como almohades”.

En este momento histórico los asuntos religiosos, en el Reino de Castilla, están bajo el arbitrio del arzobispo metropolitano de Toledo y Primado de las Españas, mentor navarro del rey Alfonso VIII de Castilla, Ruy Ximénez de Rada. El centro del libro es un predicador purista del siglo XII, que habita en el tercio meridional de la Península Ibérica, en pleno gobierno del imperio almorávide, y a los que acusa, sin ambages, de tibieza y heterodoxia religiosas. Muhammad Ben Tumart, nacería dentro del grupo étnico de los beréberes, en el clan familiar y tribal de los Masmuda, hacia el año 1080, en las proximidades del Anti-Atlas. En algún momento de su devenir vivencial llegaría a proclamarse como Mahdí, vocablo que se puede traducir por “el bien guiado por Allah-Dios”, que puede tener una connotación mesiánica y metafísica; en función de lo que antecede, los mahometanos, que utilizan el sincretismo religioso sin el más mínimo pudor, consideran que al final de los tiempos, antes del Juicio Final, llegará el profeta Jesús de Nazaret, quien no murió realmente en la cruz, para restaurar la justicia por doquier y enaltecer al Islam; aunque hoy los sunnitas consideran a Jesús de Nazaret como el vencedor del Anticristo. A partir de su autoconsideración como Mahdí, el ropaje historicista del personaje se reviste de toda una parafernalia hagiográfica, que nos lo incluye en una nebulosa.

En el año 1066 Ibn Tumart se traslada a la capital de lo que fue el califato omeya andalusí, la populosa ciudad de Córdoba, convertida ya en una vulgar taifa. En dicha urbe toma contacto con la corriente religiosa canónica del malikismo, la propiamente andalusí, fuente religiosa que admite la opinión personal, permitiendo la deducción analógica, esta última como criterio interpretativo de la Revelación. Desde allí se dirigió hasta Alejandría, para poder llegar hasta La Meca; y desde la gran capital religiosa del Islam, ir hacia la intelectual y culta Bagdad, aquí entraría en contacto con el gran adversario del heterodoxo Ibn Siná-Avicena, llamado Al-Gazalí. Aunque estas últimas relaciones están bajo lo fuliginoso de la leyenda; pero sí se sabe que hacia el año 1120 ya se encuentra en el Magreb, predicando contra el corrupto régimen de los almorávides. En la urbe argelina de Bugía consigue obtener a su discípulo predilecto, Abd Al-Mu’min. Esta nueva teoría mística se remontaba hasta la figura del mismo profeta del Islam, Mahoma-Muhammad. Al fijar su residencia en Tinmall, en el año 1123, tomará partido por los “partidarios de la unicidad de Dios”, que son los almohades. Estos fanáticos agarenos instauraron un auténtico régimen del terror. El propio Ibn Tumart moriría en una batalla, en el año 1130.

La teoría religiosa propugnada por este Mahdí está conformada por tres teorías indiscutibles: la primera subraya la unicidad de Allah-Dios, las otras dos son una especie de guías espirituales, que resumen lo anterior y sirven para popularizar la existencia de un Dios único o Allah. En ello se encuentran los argumentos unitarios teológicos de los almohades, que provienen de su primer khalifa Abd Al-Mu’min, a lo que hay que añadir cinco cartas dirigidas a la comunidad almohade, aunque la tercera epístola lo es al último de los emires almorávides, y llamado Alí ben Yúsuf. Con todo este conglomerado disperso y paupérrimo cuantitativamente, es como se puede reconstruir la doctrina tumarista. Como es sabido, el dogma básico e innegociable es el relativo a que “Allah es Dios y Mahoma su profeta”. El Mahdí propone una vuelta, en esencia, a las fuentes de la Revelación divina, que es lo que se encuentra contenido en el libro santo de los mahometanos “Al-Coran”, y en la tradición o Sunna del Profeta Mahoma. Ibn Tumart estaba en contra de los sunníes proclives a la interpretación literal, sensu stricto, del Libro Santo del Islam; estos últimos son los representantes de las escuelas islámicas occidentales denominadas como zahiríes (su representante sería Ibn Hazm) y malikíes (aunque estos sí aceptaban cierto grado de racionalismo), estos últimos eran la expresión empírica y teológico-jurídica dominante entre los almorávides.

Ellos, sus autoridades, en opinión del Mahdí, habrían dado la espalda al Corán y a la Sunna, y se habrían conformado con repetir explicaciones que manipulaban la Escritura descontextualizando sus versículos y presentando una imagen corporal del Creador”. En este punto está la acre crítica de Ibn Tumart contra los almorávides, que vulgarizaban la imagen de Allah haciendo de él una criatura antropomórfica; de ahí al vicio nefando de lo idolátrico solo había un paso. Los almorávides serían considerados auténticos engendros satánicos. En suma, un libro de recomendación cum laude, que no tiene pega histórica de ningún tipo. Ut placeat Deo et hominibus!

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