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Entrevista a Severiano Gil, autor de "La Cuarta Mezquita"

jueves 23 de octubre de 2014, 13:23h

Por Victoria Johnson

Severiano Gil
ha publicado recientemente su novela La Cuarta mezquita en la editorial De librum tremens, especializada en temas españoles e historias olvidadas de nuestro país. Severiano Gil es un autor melillense que suele escribir de lo que conoce a la perfección y eso es el Marruecos y el Sáhara español, donde los españoles han vivido gestas militares y humillaciones internacionales de hondo calado.



Nace en Villa Nador, en 1955 y en 1965 se traslada con su familia a Melilla, de donde verdaderamente se siente. En 1990, publica su primera novela de corte histórico y ambientada precisamente en la guerra de 1921, Prisioneros en el Rif. En 1991, el Servicio de Publicaciones del Ayuntamiento de Melilla edita El cañón del Gurugú, primera de una trilogía en la que se reflejan los tres periodos cruciales del siglo XX. En 1992, le sigue La tierra entregada, siendo Jádir la tercera, publicada en 1994. En 1996, ve la luz otra novela, Cita en el aire, publicada por entregas en el diario El telegrama de Melilla y cuyo argumento transcurre en el Protectorado español de Marruecos poco después de la II Guerra Mundial. En el 2002, publica La puerta de la victoria, una novela en la que se establece un supuesto geopolítico en el que Melilla se ve inmersa en un conflicto entre Marruecos y Argelia. En 2004 sale a la luz Bereshit, una novela en la que se analizan los sucesos ocurridos en la ciudad a finales del XIX y primeros del XX, con la llamada Guerra de Margallo y la llegada de la última y gran oleada de judíos marroquíes que buscan refugio en la ciudad española. Alambrada de amor y odio, salió al mercado en 2006 y trata el problema de la inmigración ilegal.

La sola mención a una mezquita ya genera una sugerencia concreta. Y la portada ayuda: minarete, revólver, daga…
Bueno, es fácil deducir que esos elementos se unen en el argumento; el revólver no es determinante, pero la gumía y la mezquita ya nos ponen sobre aviso de que la acción transcurre en un país islámico.

¿Religión y violencia?
La religión es inherente a la mayoría de los seres humanos, por desgracia; y el ser humano es violento, o al menos eso creo deducir con echar un vistazo al panorama.

Los creyentes no dirán lo mismo.
Bueno, yo soy creyente también, creo firmemente, desde un pleno ejercicio de fe, que la religión no es muy recomendable…, bueno, unas menos que otras.

¿Y, en La cuarta mezquita, aparece ese aspecto negativo?
La cuarta mezquita, en esencia, viene a relatar un encuentro, un encontronazo mejor, entre una europea del montón, precisamente española, y esa otra cultura que nos aguarda, o nos acecha, al otro lado del estrecho de Gibraltar.

¿Nos acecha?
Nos observa, asentada en su territorio, nos estudia, prevé nuestros movimientos, nuestras flaquezas, y obra en consecuencia…, es decir, nos acecha, en toda la amplitud del término.

¿Marruecos es una amenaza, entonces?
Más que Marruecos, una parte de los marroquíes, y no precisamente con una conciencia plena, sino inmersos casi inconscientemente en una dinámica importada de Oriente Medio cuya estrategia se basa en la expansión.

¿Imperialismo islámico?
Estoy por aceptar la sugerencia, porque el imperio universal del Islam es el supremo objetivo de los islamistas; sin embargo, en este caso se le suma el virtuosismo bereber para conseguir lo que quiere y de la forma que quiere.

Pero, ¿Marruecos es un país amigo?
No creo que los estados sean amigos o enemigos; son socios o rivales. La amistad es un invento humano, y en el caso de las naciones, lo que consideramos amistad es un intento de humanizar las relaciones, que siempre estarán en manos de los hombres que deciden y las gobiernan.

¿Y a Marruecos, qué papel le toca?
El de aprovecharse de la inexplicable debilidad española, o, mejor dicho, de sus políticos, para enviarnos a su gente y que, de ese modo, le saquemos las castañas del fuego, les solucionemos uno de sus grandes problemas.

¿Qué son…?
El descontento generalizado, la pobreza, la falta de espectativas y un fundamentalismo religioso que crece y crece, imparable, amenazando con invertir el orden natural marroquí y, en cuanto llegen a considerar al rey como indigno y vendido a Occidente, decapitar el sistema sustituyéndole.

¿Entonces, los inmigrantes en España?
Es un modo de salir adelante, de exportar el sobrante y reducir los conflictos.

Pero a costa de otros, en este caso España.
Sí, pero cubriendo nuestras necesidades, no nos olvidemos que los españoles nacemos para ser todos médicos, arquitectos, profesores, deportistas de elite y, eso sí, periodistas, aunque se maten a trabajar y medio se mueran de hambre. Tenemos que importar mano de obra que se encargue de lo que consideramos indigno de nuestro elevado destino… (sonrisas).

Pero la inmigración favorece el intercambio, el eclecticismo, el encuentro de civilizaciones.
Cuando se produce el intercambio entre culturas más o menos afines, sí, el ejemplo, nuestra inmigración a los países europeos en los Cincuenta y Sesenta; pero, en este caso…

¿En este caso?
Mire, la inmigración, llamémosla, islámica lleva con ella un modo de vida, de cultura, que no se integra en la gran mayoría de los casos. El inmigrante musulmán busca las zonas de alta densidad de los que le han precedido, funda colectividades netamente musulmanas que, al final, van creando un poderoso grupo de presión, al que hay que analizar en su conjunto obligatoriamente.

De hecho, hay suficientes muestras de ello.
Efectivamente. Si aumenta ese número, acaban modificando las condiciones de vida del huésped, se hacen mayoría y reproducen punto por punto las condiciones de vida de aquellos países de los que han salido.

¿Quiere decir que inducen un subdesarrollo?
Quiero decirlo, sí. Los barrios característicos de los inmigrantes musulmanes, en todas las ciudades europeas, son reproducciones de su lugar de origen, copias urbanas en las que se implanta el modo de vida de sus habitantes. Si el índice de inmigración aumenta, se expandirán esos núcleos hasta el punto en que, de seguir la misma dinámica, las ciudades europeas acabarán por mutarse en ciudades-copia de las del Magreb, o Turquía, o de donde proceda esa inmigración.

¿Es un fenómeno distinto al de otras culturas inmigrantes?
Por supuesto, y el drama, o la tragedia mejor, consiste en que, si le damos el tiempo suficiente, y hablo de generaciones, ese afán por mantener a ultranza los rasgos de su modo de vida, acabará modificando tanto a Europa que, al final, será una copia perfecta de aquellos países de los que los inmigrantes han salido a causa de su subdesarrollo.

¿Barcelona convertida en una Casablanca?
Más o menos, si le dejamos que pase el tiempo suficiente.

¿Todo eso nos espera?
Si seguimos en la línea actual de subordinación, de tolerancia en exceso, de olvido de nuestros derechos como receptores (que también los tenemos), es posible.

Pero, una política restrictiva podría crearnos graves problemas.
Bueno, actualmente también tenemos problemas, a pesar de nuestra descarada postura de sumisión, de concesiones, de dejar que sea el otro el que marque los límites. Los diplomáticos y políticos marroquíes manejan admirablemente bien los gestos y las actitudes; pero siempre van a confundir, en su provecho, la amistad con la sumisión. El punto flaco de España es la irresistible pasión de agradar, sobre todo a los subdesarrollados que se muestran enérgicos; es como la terapia del adulto con el niño coñazo: un caramelo lo calma, y se acabó el problema, hasta la siguiente vez.

¿Y no es así?
El problema consiste en que la diplomacia española maneja los mismos parámetros para sus relaciones con Italia, Turquía, Chile, Japón y Marruecos, por poner algunos ejemplos, sin tener en cuenta la idiosincrasia específica de cada una de las culturas que están detrás. Para ser un diplomático eficaz hay que conocer muy bien cómo piensa el interlocutor del otro país, y nosotros, los españoles, nos empeñamos en mantener aquel eslogan de los Setenta: T’o er’mundo e’güeno. Y así nos va.

¿Por qué? ¿No es mejor partir desde una base de igualdad y respeto?
Menos mal que no has acudido a la dichosa palabrita: tolerancia (más risas). Y, sí, es necesario tolerar cosas, y recuerdo que tolerar es aceptar porque no te queda más remedio, no con el sentido equivocado que se le da actualmente. Pero, igualmente, hay que ser intolerante con otras cosas. No hay que tenerle miedo a la palabra intolerante, y en determinadas ocasiones hay que ser muy intolerante, que, en contra de lo que pudiera pensar la sociedad actual, es algo lícito y deseable, si no, atendamos a algunos ejemplos: cualquier práctica que atente contra los derechos universales del ser humano, machismo, explotación de menores, esclavitud… Eso no se puede tolerar, luego debemos mostrar intolerancia, aunque ahora esté de moda decir la estupidez esa de tolerancia cero.

Es una forma de hablar.
Que está ocupada ya por otros conceptos; a cualquier ingeniero le hablas de tolerancia y sabe lo que es, y si le dices que una pieza determinada debe tener tolerancia cero, sabrá que te refieres a que no debe tener holgura. Eso si es precisión, en la pieza y en el lenguaje. Pero como nos pirramos por las modas que surgen de momentos de ignorante lucidez, acabamos imitando al primer líder amateur con ínfulas de director ideológio-verbal.

¡Uf! ¿Y La cuarta mezquita, de qué va?
Pues va de encuentros, varios encuentros, el principal el que vive la protagonista cuando se enfrenta de manos a boca con el Marruecos que no esperaba encontrar en un fin de semana de vacaciones.

¿Tan distinto puede ser?
Radicalmente diferente. Y ocurre con la mayoría de esos países exóticos que nos encanta visitar. En cuanto te apartas, voluntaria o involuntariamente, de la línea que se supone debes seguir, aparecen los rasgos reales de cómo es la vida de esos habitantes que nos ven pasar en nuestros autocares con aire acondicionado y retrete.

Un mundo apartado del turista.
Al menos del turista tradicional; hoy día sin embargo prolifera esa otra clase de turismo más comprometido que gestionan las ONG,s; ésos sí que ven la realidad, pero resulta mucho más incómodo; aunque, de cara a la tranquilidad de espíritu, a la euforia de ser un héroe, resulta más conveniente, aunque puedan secuestrarte.

¿Hablamos de los secuestros recientes?
Hablamos del éxtasis que produce saberse cerca de la santidad; sufrir para ayudar a unos cuantos desposeídos, rozar el nirvana de sentirse, durante unos días al año, buena gente capaz de dormir en el suelo y exponerse lo suficiente como para regresar a casa con el orgullo a reventar de gusto.

¿A qué público va dirigida la novela?
A todo el que quiera asomarse a un argumento de thriller clásico, con el añadido de echar un vistazo a las vísceras de ese país tan cercano y, a la vez, tan desconocido.

Y, volviendo a Marruecos, ¿qué pasa con nuestra frontera de Melilla?
Pues pasa…, uf, que complicado. Mire, en Marruecos no se cae una nuez de un árbol sin permiso de Su Majestad el Rey Mohamed V, que All-lah guarde, luego hay que entender que, desde el monarca hasta el último agente de la autoridad, han estado permitiendo que una pareja de energúmenos organizara los festejos fronterizos de este verano, aprovechando que el río humano pasa por Beni-Enzar

¿Y el motivo?
Eso es más complicado aún; ¿qué se enconde tras una determinada estrategia palaciega de Rabat?, con respecto a España, casi siempre, dinero, y si es en euros, mejor, o dólares, que tanto da; aunque, después del cachondeíto de agosto, empiezo a pensar que encuentran divertido ver hasta dónde llegamos en nuestra permisividad y nuestro afán por ser buenos vecinos. Marruecos sabe que, a poco que se incomode el plácido discurrir de la vida española, nuestros funcionarios estatales van a perder el culo por viajar a Rabat, acudir a palacio y postrarse de hinojos para pedir perdón por tener agentes femeninos en un lugar de paso de machitos islámicos a los que le repatea que una mujer les pida la documentación.

Podría parecer que Marruecos parte de una posición de ventaja siempre.
Y lo hace, a pesar de cuanto debe a España.

¿Cuánto le debe?
Marruecos le debe a España, y a Francia por supuesto, el hecho de ser un estado, ni más ni menos. Cuando, en 1906, en la Conferencia de Algeciras se decide echar una mano al rey Mulay Abd-el-Hafiz, Marruecos era cualquier cosa menos un estado, y España, por motivos que no vienen al caso, se ve empujada a tomar a su cargo convertir la zona norte en algo parecido a un estado moderno. Eso nos costó mucho, inversiones a fondo perdido, obras públicas, desarrollo de la agricultura y la ganadería; y, además, una larga guerra contra quienes no eran capaces de ver las ventajas de que un país europeo se gastara los cuartos de sus propios presupuestos en beneficiar a los atrasados magrebíes.Luego, cuando todo empezaba a funcionar, el fin de la Segunda Guerra Mundial precipita el desplome del Colonialismo, y los marroquíes se apuntan al carro del panarabismo y el panislamismo y exijen la retirada de Francia y España de su territorio, creyendo, ilusos, que lo regalado a manos llenas iba a mantenerse per se.

¿Y no fue así?
En absoluto; en cuanto la administración pasó a manos autóctonas, comenzó de nuevo la decadencia, y sólo hay que echar un vistazo a las cifras para ver en qué han convertido los marroquíes a su estado, y en sólo cincuenta años. Inmigración salvaje, paro masivo, atraso, medidas coercitivas drásticas para contener el descontento…

Hay represión, entonces.
Como en cualquier estado autoritario que se precie. Además, la mano dura es una necesidad lógica de la monarquía para mantenerse en el poder. Al rey lo legitima la fe, su poder dimana del mismo dios; pero, al hablar de elementos intengibles como ésos, el control se hace muy necesario, la duda surge, y hay voces que discrepan sobre la infalibilidad o la santidad del monarca, luego es preciso un gran aparato represor para seguir manteniendo al pueblo sumiso a los dictados de palacio.

Pero la religión favorece la incultura.
Que es lo que interesa en este caso concreto; cuanto más religión y menos cultura, menos tenderá el pueblo a cuestionar los altos designios de la Corona.

Por un lado, la necesidad de progreso; por otro, la necesidad de no alcanzarlo.
Sí, exactamente, eso es.



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