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Aristóteles
Aristóteles

Pensamiento adúltero, lenguaje hidalgo

Por Eduardo Zeind Palafox
miércoles 22 de julio de 2015, 09:11h

La relación que hay entre pensamiento y lenguaje es exótica, pues todo pensamiento es aventurero, salvaje, y todo lenguaje es, digámoslo así, académico, cuestión de hogar, segura. Los conceptos, cuando son pálidos, tediosos, bien explican los objetos, pero los hacen poco interesantes. Las imágenes, en cambio, son amenas, pero ambiguas. El lenguaje, o todo acto de comunicación, diría un Kant lingüista, es mera representación de los fenómenos, de las pasiones, de los pensamientos. Éstos, no lo ignora quien ha bregado en las críticas kantianas, siempre son provisorios, poco duraderos.

Y si no existen las “cosas en sí”, veamos, tampoco existen las palabras “en sí”, esto es, con un significado unívoco, constante e inteligible. Es imposible, luego, que las palabras tengan orígenes, principios y fines, o que sean compuestos hechos de elementos. Toda palabra es una “perspectiva”, un mito, la forma de un pensamiento individualísimo, y no un material para la gematría, que quiere que cada letra, sílaba o fonema represente materias o cantidades. Por mera comodidad intelectual el lingüista maula, común y corriente, sin pretensiones filosóficas, ha preferido la cosificación del lenguaje a la interpretación hermenéutica, que pide erudición y saber movilizarla.

Decía Roland Barthes en sus “Mitologías” que un mito es un relato antiguo más memorable por su forma que por su contenido. Por ser forma, silueta, molde, sirve para narrar hechos de cualquier época. Las problemáticas de la historia, dice el francés, eligen los mitos útiles. Los mitos son miembros gemebundos de la historia. Los mitos, por ser palabras, son imagen y significante a la vez, es decir, son expresiones que dan sentido al mundo. No podríamos vivir sin sentido, sin orientación. Nosotros, mientras la ciencia encuentra las verdades últimas, tenemos que encontrar sentidos, rumbos, o en palabras de Barthes, una “síntesis significativa” que justifique el vivir.

Justificar, pretextar, es acotar, determinar inicios y fines. Para querer vivir, para actuar, solemos pensar que tenemos una misión y que somos la extensión de una tradición. Mas tan parejas cosas no son vacuas palabrerías que manan mentiras, sino conjeturas que, como decían los oradores antiguos, conducen a la mente hacia la verdad, puente perpetuo, aunque invisible, para vadear el minaz río del nihilismo.

Se entiende, después de varias vueltas del pensamiento, que las palabras no pueden ser los límites de las palabras. La arena, aunque hecha duna, no limita al desierto, pero sí trastoca la perspectiva del viajante en el desierto. Los conceptos aplicados a la realidad, su “uso empírico, el más extenso de nuestro entendimiento”, como sostuvo Kant, destruyen los mitos, crean ciencias, pero dejan al hombre en la nada. Comprenderemos, si meditamos con seriedad lo dicho, que aunque nuestras ciencias descubran el funcionamiento del andamio universal seguiremos mitificando, pues no es nuestra razón, “ratio”, obra hecha para hablar de lo que no es necesario hablar.

Ortega y Gasset señala que “ratio” significaba originalmente “habla”. El “habla” llena, por ejemplo, el vacío que hay entre dos desconocidos o entre dos enamorados. El “habla”, transformado por los siglos en valores, en costumbres, restringe nuestros actos animales, instintivos, y nos lleva a elegir lo mejor conociendo lo placentero y a ser elegantes y gustosos conversadores.

Con operación filológica demostremos que el pensamiento, siempre adúltero, siempre huyendo, aunque revestido de hidalgas y sosegadas palabras necesita de la metáfora, dejo mágico del mundo primitivo. Quevedo, vituperando a una pérfida, escribió:

Sólo en ti, Lesbia, vemos que ha perdido
el adulterio la vergüenza al Cielo,
pues que tan claramente y tan sin velo
has los hidalgos huesos ofendido.

Aristóteles, en su “Retórica”, explica qué es la vergüenza así: “cierto pesar o turbación relativos a aquellos vicios presentes, pasados o futuros, cuya presencia acarrea una pérdida de reputación”. Lo que fue vergonzoso en el siglo XVII ya no lo es hoy, en pleno siglo XXI, y con todo, el añejo poema da sentido a la existencia, mas ya no moralizando, sino acuciando rebeldes anticlericales. Unos verán en él una invitación a lo afrodisíaco y otros una advertencia contra la inmoralidad. La adúltera, apunta el Filósofo, pudo ser tentada por la pasión, “páthe”, o simplemente ser movida por su modo de ser, “héxis”. El lenguaje, por más preciso y amplio que sea, no podrá fijar lo acaecido entre la adúltera, el deshonrado y el marido afectado de que se habla.

Pero dejemos quieto lo moral y examinemos con los ojos del erudito Américo Castro la palabra “hidalgos”. “Hidalgo”, de “hijo-de-algo”, o “fijo d´algo”, como se decía en la España antigua, es una forma lingüística semítica. Para el oriental lo abstracto engendra lo concreto. En hebreo la palabra “flecha” se dice “hija del arco” y en árabe “hijo de la noche” suple al término “ladrón”. Esgrimen, por hablarse de abstracciones, expresiones solemnes, epítetos y descripciones de atributos, como en la “Ilíada”. Ser “hidalgo”, en fin, es ser hijo de un “bien” o de “buenos”, “ben tovim”, “hijo de los buenos”. La idea contraria la hallamos en el Salterio, donde leemos un duro verso: “malicia concibió, fracaso pare”.

Los sabrosos cuartetos de Quevedo, por ser “habla”, forma, estilo y no conceptos, mantienen su sonoridad y su gracia frente al escrutinio filológico. La poesía, decir inasible, libre, no cede ante los embates de la academia, que todo lo quiere embutir en los archivos de la causalidad. Son los versos mentados, finalmente, un consejo, una disuasión dicha con símbolos, con arquetipos, o sea, una forma que podrá ser usada por los hombres de los venideros siglos.

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