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Carlos Oroza, Évame: el poeta que a través de las palabras nombraba lo que no entendía

Por Ángel Silvelo Gabriel
viernes 04 de marzo de 2016, 08:57h
Évame
Évame

Intentar atrapar la luz, como si eso fuera posible con sólo estirar el brazo y cerrar el puño. Es, en ese punto, donde la evanescencia de una nube se convierte en cielo, o donde los sueños chocan contra la realidad de las esquinas de una habitación mientras intentan convertirse en otra cosa.

Ahí es donde el poeta Carlos Oroza sitúa su mundo lírico, donde, quizá, confluyen la ficción o el sueño, el espejo o el reflejo, la luz... "Évame" y todo aquello que no pueda el amor que lo logren las palabras, parece decirnos el orador gallego que, ya, en Eléncar, el primer y extenso poema de este poemario, se nos presenta poroso como una nube, y decidido a transmutarse en un recorrido por el mundo de los sueños, de las sensaciones, del otro, con la ciudad, el aire y ella…, como esqueletos de su metáforas: «Ayer puse un pie en el aire y vi la ciudad iluminarse por arriba». Aquí, la búsqueda de la luz es un anhelo que persiste en permanecer a lo largo de todo el poema y que es igual a buscarse a uno mismo a través del otro.

Inventa una palabra nueva para mí y llámame Évame: «…la única palabra que definía en lo que me convertía en ese instante; en una mujer, y ella en mí. Es un homenaje a la mujer». Así definía Carlos Oroza el segundo, y de nuevo extenso poema de este libro, en el que el viaje sigue siendo indeterminado porque es a través del otro y del mundo de los sueños. Su fuerza onírica procede del ojo con el que queremos ver y mediante el cual percibimos todo el mundo, tanto el nuestro como el que se expande fuera de los límites de lo imaginable, de lo permisible y de lo material. Todo, en este caso, es una singladura de nubes y deseos, y de imágenes que sólo transitan por el paisaje de lo imposible. En este sentido, la poesía de Oroza es como esa luz que no entiende de obstáculos, pues atraviesa puentes, nubes y fronteras. Esquiva paredes y transforma el mundo en otra realidad a medio camino entre lo ficticio y lo surreal, lo imposible o lo inasequible, el aullido y el llanto. Los ritmos internos de sus poemas son caprichosos, armoniosos, lúcidos, exigentes e incoherentes, pero todos ellos emanan de esa oralidad clásica de la que nace su poesía: «Ascender/ Ser a lo lejos sin fin el silencio que toma la forma en el cero/ Su estímulo por la circunvalación/ Su cerebro/ El cero/ El punto de partida/ El regreso/ El eterno retorno de aquellos que van a donde nosotros ya estuvimos/ Un suspense/ Una nota olvidad/ U otra vuelta por el entramado de las sombras».

Poemas que nacían en su mente y ahí se quedaban el tiempo necesario hasta que el propio Oroza creía que debían ser trasladados al papel. Poeta de la memoria, colectiva e individual, el último beatnik español como le definió Umbral. Irreverente y tierno a la vez, su voz tenía la identidad propia de aquel que no entendía de otras reglas que las de su propio corazón. Latidos incontrolados que surcan el cielo y se depositan en el horizonte desdibujado de un mar que siempre tiene presente y al que acude en compañía de ese viento del norte que nunca le abandonó: «En el norte hay un mar que es más alto que el cielo». Lobo de mar de su propio imperio lingüístico, con el que nos propone revisitar el eco, la lluvia, los recuerdos. Creador de palabras (évame, onilios, cópul…), pues necesitaba de ellas para expresarse, y que en sí mismas, no son sino una manifestación más de su furia verbal y compositiva. Oroza creía en ese otro yo al que nadie era capaz ni de entender ni de encontrar, pues su poesía no tenía límites ni reglas más allá de su propia imaginación. Ahí residía su esencia, en esa dicotomía entre el antes y el ahora, el espejo y el mármol del suelo, el ojo que ve y su reflejo. Hombre y mito, realidad y ficción se dan la mano para trasladarnos a esa especie de nube, evanescente y plena de sensaciones, que trata de atrapar la esencia de la vida: «veo el semblante de un país borroso tratado en las lluvias».

Oroza deconstruye la realidad en planos, como si fuera un pintor cubista, y por ejemplo, en su poema, Blanquísima presencia, nos narra cómo nace o se produce una idea; idea que después puede formar parte de un poema o de la línea del horizonte: «Del universo es el mar una sombra/ Una luz temblorosa en la piel/ Una línea que sueña/ La unidad febril premonitoria/ En el espacio creado para la música». Una idea que en sí misma puede producir un espacio; un espacio creado para la música. Palabras que a su vez son números que expresan la posibilidad de llegar a convertirse en ideas, cerrando de ese modo el círculo. Universos poéticos que también buscan los encuentros con el otro mediante la premonición de los espacios fríos y oscuros que nadie sabe de su existencia, salvo nosotros, y que se convierten en fragmentos de uno mismo pues forman parte de nuestra esencia.

No obstante, la palabra siempre es la guía, la norma. La palabra, a su vez, también se transforma en objeto; un objeto que se ubica en un cuadro. Palabras que son ecos, deseos… «La palabra nos devuelve al origen y nos da el remoto placer de la rosa en vocablos». Palabras que luego inician un viaje donde las noticias no son importantes ni urgentes, sino que la importancia reside en las palabras que devienen en nuevas sensaciones y en un mundo sin explorar: «mi propuesta es el aire». «La palabra —esa bella superstición—» es capaz de cambiar, por sí sola, una vida el mundo: «Ellos van donde nosotros ya estuvimos». «Y cuando todo nos falla sólo nos queda la poesía».

Como nos dice Pere Gimferrer en la contraportada de Évame: «Le pertenece un dominio que le es casi exclusivo; el doble orgullo de lo absoluto y de su ocultación. Pocos tiene tanto derecho a ser llamados maestros, de no ser quizá tal denominación incompatible con lo radical de su gesto, con esta poesía en mutación siempre en pos de sí misma». Capitán de un barco cuyo destino es el infinito, Carlos Oroza siempre nos muestra esa necesidad de traducirse por el otro, y de abordar ese último rincón al que él da un nombre y una nueva luz con la que el resto pueda descubrirlo. Explorador y descubridor de espacios, palabras y nombres, con las que pretende nombrar lo que no entiende, y lo consigue a poco que nos dejemos llevar por ese ritmo endiablado que, cual aullido interminable, es capaz de trasponerse a Allen Ginsberg, Jack Kerouac o Gregory Corso, y de esa forma, romper la barrera de lo maldito para instalarse en la rara belleza de lo que no ha nacido.

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