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Alejandra Correa: “Recuerdo al periodista Jesús Quintero como una persona muy caprichosa y difícil”

Por Rolando Revagliatti
domingo 23 de diciembre de 2018, 07:39h
Alejandra Correa nació el 12 de abril de 1965 en Minas, capital de Lavalleja, República Oriental del Uruguay, y reside en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Estudió Periodismo. Es Comunicadora Social egresada en 1986 del Instituto Grafotécnico. Efectuó en 2005 el posgrado de Políticas Internacionales en Comunicación y Gestión Cultural en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO).
Alejandra  Correa en México. 2009
Alejandra Correa en México. 2009

Entre 2002 y 2004 se desempeñó en el Área de Arte y Comunicación de la Comisión por la Memoria, en la ciudad de La Plata, integrada por organismos de Derechos Humanos. Participó en mesas de lectura, festivales de poesía, seminarios y foros internacionales de Gestión Cultural y Poesía en Paraguay, Bolivia, México, Ecuador, Uruguay, España y en varias localidades de la Argentina. Ejerció el periodismo gráfico en diarios y revistas. Un ensayo de su autoría integra el volumen colectivo “Historia de las mujeres en la Argentina”. En co-autoría con Marisa Negri se socializaron otros dos volúmenes: uno, de didáctica y trasmisión de experiencias: “Poesía en la escuela. Cómo leer y escribir poesía en el aula” y otro, una compilación de poemas escritos por niños y adolescentes: “Pie firme sobre cálido cielo. El libro de las chicas y los chicos de Poesía en la Escuela”. Fue incluida en las antologías “Ruptura y desafíos de la poesía argentina y ecuatoriana”, “Infancias”, “Color pastel” y “Atlas de la poesía argentina”. Desde 1998 publicó los libros de poesía “Río partido”, “El grito”, “Donde olvido mi nombre”, “Cuadernos de caligrafía” (1ª edición, 2009; 2ª edición, 2014), “Los niños de Japón”, “Maneras de ver morir a un pájaro”, “Extranjerías” (con dibujos de Florencia Fernández Frank, edición artesanal numerada) y “Si tuviera que escribirte” (1ª edición como libro-objeto y con ilustraciones propias, en Madrid, España, 2015; 2ª edición con ilustraciones de Cecilia Afonso Esteves, en 2017).

Estuve en numerosas localidades uruguayas y en varias oportunidades. Pero no en Minas. El gran Buscador me orientó.

Nací en esa ciudad en 1965, en el sitio y el mes en los que, si se diera el caso, Dios elegiría bajar a la tierra. Al menos, eso dice una canción del lugar: “…si Dios baja a la tierra / por el altar de la sierra / baja en Minas, y en abril”. Y nada la ha desmentido aún. Minas queda en el departamento de Lavalleja, una suerte de provincia de Córdoba a escala uruguaya.

Hasta los tres años anduve cruzando el cerro desde la casa de mis abuelos a la que mis padres construían. El recuerdo es de una profunda noche perfumada por mentas y salvias, ranas lloronas y una atmósfera suspendida donde flotan las palabras.

El cerro cruzabas hasta los tres años. Y qué más cruzabas.

Eran épocas muy complejas, en Uruguay comenzaba un proceso político que terminó con el “exilio económico”. Mi padre tenía el oficio de electricista, mi madre había hecho un curso de corte y confección. Eso era todo. Cuando nació mi hermano yo tenía menos de tres años y ya se avecinaba el éxodo. Mi padre vino a Buenos Aires buscando oportunidades, consiguió un trabajo y alquiló una habitación en un hotel familiar del barrio de Almagro. Y nos fue a buscar. Mi madre vendió las pocas pertenencias, entre ellas su máquina de coser, y estuvimos un tiempo en un conventillo de la ciudad de Montevideo, del que tengo imágenes muy fragmentarias, hasta que mi padre nos vino a buscar.

De la nueva vida se destaca en mi memoria mi primera escuela, la 22 de Almagro y un mundo superpoblado de imágenes e impresiones en el cuerpo. Y las salvadoras visitas a un campo en General Rodríguez, donde recuperaba algo de aquellos cerros que habían quedado atrás.

Así fueron las cosas hasta que cuando tenía ocho años y mi hermano cinco, mi padre falleció en un accidente de trabajo, electrocutado. Mi padre “era la risa, la libertad, el verano” —diría, parafraseando a Héctor Viel Temperley—: era el campo, la fuerza de la naturaleza, el misterio, la mirada sensible. La muerte se lo llevó y en su lugar me dejó un ojo nuevo con el que ver lo que al unísono llamamos “la realidad”, pero que como sabemos no es una sino infinitas.

Mi madre no quiso volver a Minas. Allá la esperaba un padre demasiado autoritario del que se había librado para siempre. Salió a la gran ciudad, ella, una muchachita de pueblo, y consiguió un trabajo de muchas horas y paga escasa. Desde los ocho años, tuve la misión de “cuidar” a mi hermano todo el día. El objetivo principal era que el muchachito llegara sano y salvo a cada noche, cuando mamá volvía. Y no era nada fácil porque, como descubrí a poco andar, el mundo estaba lleno de peligros.

En el hotel familiar nos quedamos una eternidad. Recién cuando yo tenía diecinueve años nos mudamos a un departamento. Viví toda la infancia y la adolescencia allí. La habitación vuelve en sueños como encierro, oscuridad, pasadizo secreto. Al hotel se sumó la dictadura. Doble candado, pura claustrofobia.

Sin embargo, la niña que fui anduvo por aquí y por allá inventando sus mundos de aire. La lectura fue una de sus aliadas. Hubo también cierto diálogo con la luz de los días, con el resplandor, con mi padre ausente, con el pasado, con los fantasmas, con el deseo. Y puede ser que de ese diálogo haya nacido la poesía.

Cuando pude elegir, elegí proyectarme al mundo. Por eso, apenas concluido el colegio secundario salí a trabajar y estudié Periodismo en el Instituto Grafotécnico, que era privado, porque entonces —1983— no había carrera de Comunicación Social en la Universidad de Buenos Aires. Había vuelto la democracia y todo era efervescencia, se recuperaba la calle, el espacio público, las ideas, la historia reciente hablaba en mí por primera vez. Había estado hibernando en la adolescencia en dictadura. Iba a todas las marchas, quería gritar y no parar de gritar nunca más.

Y no habrás parado.

No, es cierto. Con el tiempo descubrí que había otras formas de gritar (de hecho, mi segundo libro de poesía se titula “El grito”). Pero volviendo al 83, por aquella época me enamoré algunas veces. Cuando terminé de estudiar, conocía un poco más del mundo. Y hacia él salí a buscar aventuras. Conseguir un trabajo como periodista fue la primera de ellas. Enamorarme y decidir compartir la vida con alguien, la segunda. Ser mamá, la tercera. Javier es el hombre que me acompaña desde entonces y Marina, nuestra primera hija que nació en 1993, encarna lo increíblemente poderosa que es la vida.

Viví cada cosa, cosas simples para otros mortales o al menos al alcance de la mano, como si se tratara de una hazaña como subir una montaña y plantar una bandera en la cumbre. Puse en ello mucha tenacidad. También rebeldía: el mundo no iba a lograr hacerme hablar en su idioma.

El periodismo me permitió asomarme a todas las realidades imaginables. El lunes hablaba con un fabricante de sombreros, el martes con un piloto de la Fuerza Aérea que se había eyectado de su avión en llamas, el jueves entrevistaba a una bailarina clásica de fama internacional, y el viernes degustaba platos en un encuentro de chefs. Esa riqueza aleatoria que era la vida, fue lo que más me interesó del periodismo. Entender que, para otras personas, las cosas tenían otro orden y tener permiso para entrar y salir de él, era fascinante: podía ser otra aunque fuera por un rato. Después escribía y les contaba a los demás mis “descubrimientos” y me pagaban por ello.

Así fue por quince años. Trabajé en “Clarín” y luego en “Viva”, la revista dominical de ese diario, desde su número 0. Después fui a trabajar a la revista “Trespuntos” y colaboré con muchos medios (“Noticias”, “Todo es Historia”, entre otros). La poesía iba como telón de fondo de los días. O no: era el cristal por el que veía el mundo, pero aún no lo sabía. Cuando empecé a saberlo, la escritura de notas me empezó a parecer banal. Sentía que no iba a poder escribir con las mismas palabras una nota y un poema. Y preferí elegir el poema.

En 1998 decidí publicar mi primer libro, con muchísimo miedo, por cierto. ¿Qué dirían los demás de mi poesía? Esa parecía ser la pregunta más angustiante, pero había otras: ¿por qué mi palabra sería tan importante como para dejarla impresa? ¿A quién iba a interesarle mi forma de ver las cosas? Y así. Hasta que simplemente quedamos mis poemas y yo a la intemperie. Y ya no hubo preguntas. Conocí al poeta Roberto Raschella, quien me pareció la persona más indicada para pedirle que presentara mi libro en sociedad. Gané un amigo enorme que tengo el honor de que me haya acompañado estos últimos veinte años. Desde ese primer libro, “Río partido”, la vida comenzó a trenzar su trama a la poesía. La poesía adelante, empujando el hilo y todo lo demás, detrás.

En 1999, con Javier y Marina, le dimos la bienvenida a Francisco y Nicolás, que quisieron llegar juntos al mundo. Una sinfonía se despertó de su modorra. Dos niños juntos que vinieron a mostrarme aquello de que el corazón —y la paciencia— son muy elásticos. La crianza fue un trabajo enorme, ni qué decirlo. Nuestra hija menor tenía seis años, así que eran tres los niños y dos los padres a repartir. Durante años el movimiento fue permanente y frenético. También divertido, agotador, energía en estado puro, frenesí. La poesía sucedía mientras preparaba una mamadera, cambiaba un pañal, cocinaba o me tomaba un té antes de dormirme a las tres de la mañana.

¿Y en 2000?

En 2000 empecé a trabajar en la Comisión por la Memoria de la ciudad de La Plata. Esto me permitió conocer más sobre el movimiento de Derechos Humanos. Era la editora de una revista sobre memoria colectiva, llamada “Puentes”. Y también participé activamente de la creación del Museo de Arte y Memoria de La Plata. Tal vez fue esto lo que me llevó a pensar en el quehacer de la Gestión Cultural como posible horizonte. Publiqué libros en 2002 y 2005 (“El grito” y “Donde olvido mi nombre”), en la Editorial Alción, de Córdoba. Por esa época, mi relación con el mundo literario tenía que ver con los movimientos de esa editorial en Buenos Aires.

En 2004, ya tenía pensado qué quería hacer: un archivo audiovisual con entrevistas, audios y videos de escritores, donde se indagara sobre el proceso creativo de la escritura. Es decir, el proyecto utilizaba herramientas de la Comunicación, pero gestionarlo ya era un terreno diferente. Así, tras mucho andar, nació la Audiovideoteca de Escritores, dentro del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Entre 2004 y 2011, la codirigí. Fue un equipo multidisciplinario que estaba integrado por doce personas, en su mejor momento. Mientras estuve allí, se relevaron y compilaron unas cinco mil horas de audios y videos sobre escritores, se editaron setenta programas de tv, varios de radio, un sitio web con fragmentos de las entrevistas, y se realizaron más de doscientas entrevistas a escritores argentinos.

En 2008 fue un momento importante para mí en lo personal con relación a la poesía. Fue como si me dijera: ¿vas a seguir este camino o lo vas a abandonar? Y la respuesta fue, lo voy a seguir. Hoy, diez años más tarde, ya no hay dudas al respecto.

En 2010 conocí a Marisa Negri, poeta y docente, y a su proyecto incipiente: Festival de Poesía en la Escuela. Me enamoré de esa poesía leyéndose en la inquietud de un patio con trescientos jóvenes. Le propuse acompañarla en el desafío y sumarme desde lo que sabía como gestora cultural. Trabajamos mucho y logramos un montón. Casi todo ha sido trabajo voluntario, un enorme aprendizaje. En 2018 realizamos el X Festival. Calculamos que en estos años unos 50.000 chicos y docentes han participado de las actividades (lecturas, talleres de arte y poesía, música, entre otras) y unos 300 poetas y artistas.

En 2014 integré con Marisa Negri, María Julia Magistratti e Inés Kreplak, la coordinación de la Red Federal de Poesía, un proyecto hermoso que quedó interrumpido con el cambio de gobierno. En marzo de 2015 hicimos el Primer Festival Federal de Poesía, con la presencia de más de cien poetas de todo el país.

Hubo una bifurcación de mi camino en 2012, cuando comencé a conocer el collage como posibilidad expresiva, a través de un taller de la artista Claudia Contreras. Se abrió un mundo para mí. Mucho de lo que pensaba que podía expresar, comenzó a hacerse cuerpo de papel en el espacio. Desde entonces trabajo con el papel con procedimientos textiles de bordado, cosido, plegado. En 2013, con total audacia, me presenté con una obra integrada por tres vestidos de papel en el Salón Nacional de Artes Visuales, y obtuve el Tercer Premio.

Insisto: un nuevo universo se abrió: participé de muestras en diferentes lugares. Hoy esa pasión me acompaña. Desde 2008 aproximadamente, también me dedico a fotografiar buscando con mi cámara de aquí para allá, escribiendo con la luz y las sombras.

¿Y tu relación con “la vecina orilla”?...

Mi relación con Uruguay es otro de mis “temas”. Cuando cumplí los veintiún años decidí adoptar la nacionalidad argentina. El decir, el gentilicio que mejor me define sería el de rioplatense. Siempre pensé que mi nacionalidad se reúne en un punto impreciso del Río de la Plata. Desde 1987, también soy ciudadana argentina, sabiendo que para la ley de Uruguay (y para mí) siempre seguiré siendo uruguaya. En mi poesía estuvo el Río de la Plata. Este año y en este mes de diciembre, se cumplen dos décadas de la edición de mi primer libro de poemas. Allí, pero también en “El grito” y “Cuadernos de caligrafía” retomé la infancia y los mitos que fue construyendo. Son tres momentos diferentes de esa mirada sobre el pasado. En “Cuadernos de caligrafía” se trata de dialogar con mi padre, yo adulta, él detenido en sus 33 años. Soy más vieja que él. Hablamos de la vida, del pasado, de los hijos, de la escritura.

A través de los años volví a Uruguay a visitar a familiares, sobre todo a mi abuelo Juan Pablo. Cuando él murió, Minas dejó de ser un destino. Con los chicos pequeños pasamos muchas vacaciones en Cuchilla Alta y Solanas. Era conectar con ese espacio desde un lugar nuevo, menos doloroso. Y en los últimos seis años, empecé a ir a leer poesía, a participar de ciclos, a construir una nueva red, esta vez con otros poetas y artistas. En 2013, uno de mis libros obtuvo la mención Mariposa de Plata en la primera edición del Concurso Internacional de Poesía Premio Marosa Di Giorgio y ese mismo año, expuse una obra en Salto, en una bienal de Arte, en la tierra de Marosa (la obra era un homenaje a ella).

En 2014, presenté dos obras al concurso que realiza anualmente el Ministerio de Cultura y Educación: Premio Nacional de Literatura de Uruguay. Y las dos obras merecieron premios: “Si tuviera que escribirte”, el Primer Premio de Literatura Infantil y Juvenil, y “Maneras de ver morir a un pájaro”, el Segundo Premio de Poesía Inédita. Viajé a recibir estas distinciones y fue para mí, en lo personal, algo así como un cierre de capítulo. Volvía al país que había expulsado a mis padres, y volvía de la mano de la poesía. Se cumplía un “plan” que había sido bastante impensable.

Mientras, claro, tus hijos han ido creciendo…

Los hijos han crecido. Mi misión es acompañarlos de la mejor forma en las elecciones que hagan. Ahora, lo que puedo decir es que todo está activado: la poesía, el arte en papel, el trabajo en cultura, los afectos, el amor de los hijos y el compañero de camino. Todo indica que estoy preparándome para envejecer, si ese fuera mi destino. Tengo cincuenta y tres años y no soy de las personas que quieren trabajar y dedicar mucho tiempo para que los años no se noten. Estoy sentada debajo de un viejo olmo, escucho el viento, veo lo que hace con las hojas y la luz, y aquí me quedaría escribiendo y respirando. Si supiera rezar, mi plegaria solo pediría morir antes que mis hijos y si fuera posible de una manera plácida.

La segunda edición de “Si tuviera que escribirte” fue premiada por la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil Argentina.

Sí, la Asociación ALIJA, que pertenece a la International Board on Books for Young People (IBBY), cada año tiene una edición de “Destacados” que se realiza en el marco de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, en base a todo lo editado en Argentina para chicos y jóvenes el año anterior. Y en 2017, “Si tuviera que escribirte”, en la edición del libro que publicó Ediciones de la Terraza de la ciudad de Córdoba, recibió dos de estas menciones: Mejor ilustración (por la obra de Cecilia Afonso Estéves) y mejor edición (valorando al libro en su totalidad). ¡Fue una enorme alegría para un trabajo en equipo, muy artesanal, laborioso y cuidado que nos llevó dos años!

“Si tuvieras que escribirle” a Marosa di Giorgio, ¿qué le dirías, contarías, preguntarías, dibujarías, escribirías?...

Sería un diálogo en un Jardín de las Delicias, pero ambientado en el Río de la Plata. Hablaríamos de amores imposibles, de animales que se comportan como seres humanos, de plantas que tienen capacidades intuitivas. Yo ilustraría para ella alguno de sus versos, así como bordé para una muestra sus palabras sobre mi vestido de Comunión: “Yo parecía una pastora guiando, en cambio de una oveja, a un lobo”. Pero… todo eso lo hicimos, a pesar de que ella esté muerta. Porque ¿qué es “leer” sino la posibilidad de encontrarnos con alguien en un mismo universo de maravillas? Te puedo asegurar que, más de una vez, Marosa ha respondido a mis cartas.

Entre 1986 y 1988 incursionaste en televisión en la esfera de la producción periodística. Y en 1989 participaste nada menos que en el programa de mi admirado Jesús Quintero: “El Perro Verde”

Sí. Uno de mis primeros trabajos fue como investigadora periodística en “Historias de la Argentina Secreta”, un célebre programa documental que transmitía ATC, Canal 7. Eran colaboraciones, nada estable, pero aprendí muchísimo de la mano de Otelo Borroni y Roberto Vacca, grandes maestros. A mí me encantaba “El perro verde”. Veía la versión española. Y cuando supe que Jesús Quintero venía a producir una versión argentina de su programa, me presenté con una carta a pedirle trabajo. Él me atendió y me ofreció ser una suerte de asistente personal. Yo tenía veinticuatro años y fue una aventura de tres meses en los que me peleaba constantemente con él; lo recuerdo como una persona muy caprichosa y difícil. Conocí a su novia Maribel (gran artífice de las preguntas que hacía Jesús, por cierto), su entorno… lo acompañaba a probarse sacos de cuero y le decía cuál le iba mejor con el pantalón que llevaba y después iba con él, el realizador y alguien de Prensa del Luna Park, a Mar del Plata para que se entrevistara con Carlos Monzón en la Cárcel de Batán (yo no ví a Monzón, te aclaro y Monzón pedía mucho dinero por dar una entrevista, así que nunca se hizo). Entre lo que rememoro como hazañas: le puse el micrófono a Isabel Sarli sobre su mítico escote y charlé con ella sobre vestidos y sobre lo que la ponía nerviosa de la entrevista; me paré al lado de Charly García y comprobé que era altísimo; me reí con Batato Barea, y otras pequeñísimas anécdotas que hoy son solo pinceladas de color. Lo cierto es que nunca vi a la gente llamada “famosa” más que como personas con talento y eso se ve que me convertía en alguien con quien compartir un momento relajado. Evoco esa época de mi vida y rescato con ternura a esa joven ávida por conocer el mundo y las personas. Y en ese punto, no he cambiado.

“…(¿y por qué no agregar que la poesía / es una abreviada forma personal de la ansiedad?)…”, leo en un poema del entrerriano Alfredo Veiravé (1928-1991). Alejandra, ¿la poesía es una abreviada forma personal de la ansiedad?

No, no para mí al menos. De ansiedad, nada. De por sí, no soy una persona ansiosa. Por supuesto que a veces me pongo ansiosa con algunas situaciones, pero no me considero ansiosa y menos aun cuando escribo poesía. Más bien todo lo contrario. La poesía requiere de una tranquilidad específica, de una suspensión de lo que va a suceder o está sucediendo que anularía toda forma de ansiedad. Tampoco soy ansiosa al momento de editar. Confío en que siempre se alinearán los planetas y que las opciones que se presenten, serán las indicadas. Tal vez es que no tengo un “a priori” en todo esto. Me gusta pensar que el camino se va armando y solo requiere de mí un acompañamiento, estar dispuesta. No hay un sitio al que quiera llegar. Confío en que donde estoy —sea cual sea ese lugar— es el sitio en donde debía estar.

¿Luchás con las palabras? ¿O es otra cosa lo que te ocurre con ellas? ¿Cómo definirías lo que con ellas hacés?

No, no lucho. En el principio lo que hice fue luchar conmigo para que ellas pudieran hacer lo suyo. Pero a las palabras con las que voy a escribir tengo que amarlas. Y tanto como para poder crearles una casa, escenografía o escenario... Me gusta pensar un libro de poesía como un hábitat con sus propias dinámicas. Y me parece que lo que hago es construir ese hábitat primero y después escribir allí. Universos, digamos. Uno es el universo de “Cuadernos de caligrafía” con un padre que practica letras al llegar de su trabajo y una hija que le habla a través de los años y la muerte, proponiendo un diálogo imposible. Otro universo es el de “Maneras de ver morir a un pájaro”, una suerte de distopía donde los pájaros caen como bombas sobre las cosas del mundo. Otro universo es en el que vive la voz que habla en “Si tuviera que escribirte”. Por supuesto que a veces escribo porque tengo que ponerle palabras a algo que me ha conmovido en un momento determinado. Pero tal vez esos poemas no van a los libros. Tengo muchos poemas sueltos. El libro para mí sigue siendo una apuesta hacia esos universos posibles. De todos modos, ampliando la respuesta: creo que hay una relación primigenia de una persona que escribe (que respira o habla, incluso) con la palabra. Algo así como un temperamento que está en el ADN de la lengua, como si en ese cuerpo que es el lenguaje hubieran quedado marcas relacionadas con la fuente que las dio a luz. Y en mi caso, mi palabra siempre estuvo relacionada con la necesidad de alzarse sobre el mundo que parecía querer aplastarla debajo del zapato del poder y sus prácticas. En mi palabra poética está la pobreza y la rabia, está el éxodo y el destierro, están la oscuridad y la necesidad de buscar nombres a todo lo que no se dijo para poder olvidar. Está el enfrentarse a la muerte —una lucha que sé perdida de antemano, pero que sigo creyendo que vale la pena dar—. Hay una rebeldía allí, hay crudeza, hay pelea no “con” la palabra, sino “desde” la palabra como posible “arma” de resistencia, de testimonio y denuncia. En muchas oportunidades, comprobé que esta cuestión aparentemente sutil, prescindible y que suele promocionarse como algo inútil y menor, y que anida en el terreno de la fragilidad del mundo, va dejando su voz entre las voces. Y se hace escuchar aun en su aparente pequeño registro. Qué sería de nosotros sin las palabras y los universos poéticos. Sería una completa pesadilla. En la poesía hay refugio, hay palabra que contrasta con los discursos alienantes, hay posibilidad de subversión del orden simbólico que se nos propone desde los poderes que nos dominan y moldean nuestras humanidades. En la poesía aún hay espacio para respirar.

¿Con la piel de gallina, poner ojos de carnero, ver en alguien a una dulce palomita, esperar que las vacas vuelen o a que cada chancho le llegue su San Martín?

Más bien escuchando la canción infinita con la piel que habito y los ojos atentos de una lechuza, viendo a ese alguien en sus posibilidades y contradicciones, creando estrategias para que vuele todo lo que —aun terrestre— pudiera echar vuelo, sin apuro ni venganza.

***

Entrevista realizada a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Alejandra Correa y Rolando Revagliatti, diciembre 2018.

http://www.ale-correa.com/

http://losniniosdejapon.blogspot.com/

www.revagliatti.com

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