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Ignacio Miquel
Ignacio Miquel

Una novela con truco

miércoles 10 de abril de 2019, 12:56h
Por una razón muy simple no soy nada partidario de esas novelas llamadas de intriga, que se estructuran minuciosamente, como algunos guiones cinematográficos, en un pizarrín antes de escribirse, y cuyo principal aliciente consiste en desbaratarnos cada dos capítulos todas nuestras fundadas sospechas sobre quién era el causante del funesto crimen o del terrible delito que daba pie al argumento, para dejarnos a mitad del relato de nuevo suspensos y barajando candidatos
Las confabulaciones
Las confabulaciones

Y esta sencilla razón se debe a mi consideración de la novela, sobre cualquier otro juicio, como un trozo de humanidad que se cuenta con la ayuda de uno o varios personajes, y donde el narrador no es —como me enseñara, durante nuestros almuerzos en el chino del barrio, el gran novelista Vázquez-Azpiri— sino un médium capaz de convocar al protagonista adecuado para una trama concreta, y cuya esforzada tarea se reduce a dar cuenta, fiel y atinadamente, de cuanto le vaya indicando el personaje sin rechistar y, menos, mucho menos, torcerle las querencias.

Por tanto, sostengo que una novela es el testamento de su protagonista, y el novelista, si lo es y consumado, sabrá elegir el ritmo y las palabras más acertadas para que el lector se compadezca con cada una de las andanzas a las que va a asistir sin pestañear ni menos dudar de que así sucedieron; otras consideraciones me parecen hojarasca volandera o útiles y razonadas etiquetas con las que movernos con cierta agilidad en la larga y achacosa historia de la literatura.

No obstante, debo reconocer que las novelas de intriga me han disuelto en deleite muchas tardes de tedio o aquellos tumultuosos viajes en los ferrobuses de mis años universitarios, donde la calefacción funcionaba tozudamente en pleno secarral de julio o las ventanillas no había forma de cerrarlas durante el gélido y arisco enero; lo que se mire por donde se mire, merece toda mi gratitud. Y de aquellos relatos, a "El hombre que fue jueves" (1908), de Chesterton; a "El largo adiós" (1953), de Chandler, y a "El topo" (1974), de Le Carré, no solo les estoy agradecido, sino que les guardo un recuerdo emocionante. Cierto es que me resulta bien fácil afirmarlo, cuando las tres pasan por ser cimeras en su género; aunque, para mí, lo importante es que, sobre los fríos mecanismos de la intriga, en El largo adiós y en "El topo" se impone la sordidez de lo humano como causa del estrago; y en cuanto a El hombre que fue jueves, por encima de su fino humorismo, resulta tal parábola sobre las añagazas del poder que no solo permanece ahí, vigente, sino que aún es capaz de estremecernos y hasta de hacernos recelar de cuantas noticias escuchamos en los informativos. Dicho esto, además, quería que reparasen en otra cuestión sustancial: las tres novelas están escritas en lengua inglesa.

Qué duda cabe que la afición de los novelistas anglosajones desde el Romanticismo por la aventura y, en especial, por lo insólito y lo espectral, constituyó, a lo largo de todo un siglo, una genuina tradición y, sobre todo, les nutrió de un acervo de trucos que dio a luz toda una técnica, a la que, grosso modo, resumiría como el “dominio del suspense”, ajena del todo al proceder de los novelistas españoles, trazados desde su origen por la picaresca.

Esta forma anglosajona de concebir el relato cuyo más célebre exponente sería Conan Doyle —incluso más allá de Sherlock Holmes— derivó, como suele suceder en todos los estilos artísticos, por distintos derroteros; uno de ellos, la llamada “novela negra”, hizo tanta fortuna —por supuesto, promocionada por el cine— que se convirtió en su más universal heredera; al punto que narraciones de esta índole se han escrito en todas las lenguas occidentales con distinta y muy peregrina suerte. Ahora bien, relatos de truco, que sería una forma básica de la novela de intriga —aquellos en los que nada es lo que parece; si no muy al contrario: cuanto aparece es un entramado que oculta escrupulosamente la verdad; de modo que hay que aguardar al final para descubrir el acertado sentido de cuanto se ha leído— cuenta con muy escasos ejemplos de mérito, quizá porque requieran, como su modelo maestro, El hombre que fue jueves, de un propósito previo a menudo tan delimitado, que muchos novelistas renuncian por mera asfixia y otros —lo que resulta fatal— enseñan las costuras del engaño antes de tiempo, mandando al garete la sorpresa final. Cuando este error fatal no se produce, y más si es en una tradición tan refractaria a este tipo de artificios como la española, merece una celebración mayúscula. Y esto sucede con "Las confabulaciones" (2018), de Ignacio Miquel.

No puedo ocultarles que tengo mucho que ver con su publicación, pero si ayudé a que se editara, fue por la razón que les acabo de exponer; es más, cuando concluí la lectura del original por primera vez, me sentía perplejo, no solo por la “sorpresa final”, sino por hallarme ante un relato que, sin alejarse un ápice del casticismo y de la chanza tan propios de la novela hispana, era una pieza que, con singular atrevimiento, había echado mano de un modelo inequívocamente británico con tal desahogo como acierto.

Ahora la han propuesto para un premio en Francia. Naturalmente, espero que se lo concedan para que el relato llegue a muchos más lectores y su autor reciba la justa compensación por la aguda pillería de mantenernos trescientas páginas engañados como a lelos.

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