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Ilustración de las luchas con los caribes
Ilustración de las luchas con los caribes (Foto: Archivo)

LOS LIBROS DE VIAJES

domingo 17 de mayo de 2020, 20:26h
Según síntomas, durante una larga temporada, no vamos a poder viajar. Por tanto seguiremos condenados, con máscara de cirujano incluida, a nuestro paseo hasta el estanco de la esquina o hasta el colmado del barrio, que si presentan cola a la puerta propiciarán una pasajera y morigeradora tertulia; y ya como acontecimientos extraordinarios, una visita al médico o al ayuntamiento para resolver un papel de la contribución, y en el colmo de las excepciones y bajo un sigilo de furtivo, aprovecharemos la invitación de unos amigos a su casa de campo o a su estrechito apartamento con vistas al mar.
Portada iluminada de La descripción de Grecia, de Pausanias, del ejemplar de la Biblioteca de Florencia
Portada iluminada de La descripción de Grecia, de Pausanias, del ejemplar de la Biblioteca de Florencia (Foto: Archivo)

Hasta ahí van a llegar, según todos los pronunciamientos, nuestras expansiones geográficas; de modo que viajar se va a convertir en un ejercicio de gabinete, como ya sucediera durante la Ilustración, cuando tanto furor causó un género que, en un memorable prólogo, Cela llamara atinadamente geografías y que normalmente conocemos como libros de viajes.

Ante este panorama, qué remedio, he sacado de las baldas de mi biblioteca dos textos cruciales —tanto, que son espejo de cuantos títulos quieran acogerse al género e incluso modelo para cualquier guía de viajes que aspire a serlo—: La descripción de Grecia (s. II d. C.) o también conocido como Los viajes de Pausanias; y claro, El periplo (entre 1350 y 1368), o también titulado en España A través del Islam, de Ibn Battuta, el Tangerino. Lo fascinante de ambos tomazos es que presentan algunas intrigantes coincidencias; para comenzar, el escaso aprecio —cuando no, ignorancia— que los envolvió hasta prácticamente el s. XIX; si bien, desde entonces hasta hoy, no han dejado de admirar a los sucesivos lectores que han curioseado por sus renglones. Para continuar, su común empeño por retratar sin flaqueza ni descuido los parajes por donde discurren sus cientos de páginas; por supuesto, el valor genuino e inapreciable de sus descripciones y, para concluir, las muy curiosas enseñanzas que incluyen. Sin duda, son los Baedeker de sus épocas; al punto que todavía resultan báculos indispensables para arqueólogos e historiadores, cuanto convierten en más lamentable el desdén que los envolvía hasta hace un par de siglos. Y en consonancia con este olvido, son muy vagas las noticias que conservamos de sus autores; de Pausanias, poco más que cuanto nos ha permitido deducir el griego con que escribiese, pues se privó de legarnos cualquier rasgo biográfico en la colosal corografía de las maravillas —y aún de las ya entonces ruinas— de la Grecia clásica; en cuanto al Tangerino, lo poco que de sus sentimientos y padecimientos quiso introducir entre el relato de sus veinticuatro años de merodeo desde el Mediterráneo al Pacífico, con su larga incursión hasta el corazón del Sahara, que es, ni más ni menos, lo que abarca su monumental crónica; mundana, jovial y rebosante de sabrosas observaciones.

Y en este punto me apercibo de que también podría sumar Las memorias (1798), de Giacomo Casanova, pues no hay mejor ni más exhaustiva relación de las costumbres europeas —casi país por país—, durante la segunda mitad del s. XVIII. Así que pertrechado de esta magnífica trilogía podré viajar no solo por multitud de lugares y, encima, durante otras centurias, sino además discurrir entre sus gentes y conocer sus afanes y desventuras sin levantarme apenas del escritorio, salvo para las comunes necesidades cotidianas, como uno de aquellos caballeros dieciochescos.

Pero si por una casualidad, usted quisiera escaparse en su oficinesco viaje de la siempre adusta realidad, le aconsejaría sin dudarlo el celebérrimo Los viajes de Marco Polo (1298), de Rustichello de Pisa, que tantos desvelos ha ocasionado a quienes se han empeñado en verificar, ce por be, el cúmulo de asombros que recoge. De esta misma índole, con un argumento verdadero pero desbordado por la fantasía, no olvide que cuenta también con la Relación del primer viaje alrededor del Mundo (1524), de Antonio Pigafetta, que por embuste o por miopía, también incluye un buen manojo de fabulaciones, y con tal gracia que desternillaban de la risa al mismísimo García Márquez. No en balde, el colombiano siempre aconsejó las crónicas de Indias como las narraciones más repletas de prodigios que se pudieran concebir; singular cualidad fruto del absoluto desconocimiento del territorio de sus relatores, que evocaban en cualquier bicho extraño una quimera ferina o hasta una sirena lasciva, como es célebre que sucedió con los dóciles manatíes del Magdalena. Y he aquí que recomendándole estos libros abarrotados de fantasías, me hallo ante la vasta fronda de las narraciones de exploradores y naturalistas, que con idéntico propósito al de nuestros cronistas de Indias, tanto difieren por su mesura científica y que, quizá, fueran más de su gusto para esta resignada aventura de sofá y taza de café.

Sin embargo, dejaría aparte los viajes relatados por los escritores, aunque haya tantos y tan provechosos: de Montaigne, de Göthe, de Stendhal, de Heine..., porque sospecho que se leen con mayor interés por las apreciaciones de su protagonista que por lo insólito del lugar. Aun reconociendo que en esta nómina figuren algunas andaduras que me son muy queridas como las de Ciro Bayo, o las de Azorín, o las del infatigable Josep Pla o las casi insuperables en estilo y regodeo de Camilo José Cela… Pero, vaya, si algún título de estos me gustaría recomendarle, antes de poner el punto y final, sería “Una excursión electoral”, incluido en Las horas solitarias (1918), de Pío Baroja, pleno de una sensatez y una socarronería que tan escasas son hoy en nuestra literatura.

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