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Jardines
Jardines

Lo perenne y lo caduco. La inteligencia obra sobre la naturaleza en "Jardines"

Editorial Everest
Por José Antonio Olmedo López-Amor
lunes 27 de julio de 2020, 08:11h

Las estatuas son un elemento poético y un símbolo recurrente para evocar la belleza y riqueza de culturas ancestrales en la poesía de Guillermo Carnero. Y a Carnero me refiero porque, como sabemos, ha sido y es un referente manifiesto en la poesía para Ricardo Bellveser. Sin embargo, Bellveser no es epígono de su poesía, más bien, la poesía bellveseriana bebe de esta fuente, pero también de muchas otras e incorpora de cada una de ellas las ideas que más le convienen para vehicular y potenciar su discurso poético.

Ricardo Bellveser
Ricardo Bellveser

En ocasiones, las intertextualidades en la poesía de Bellveser sirven como agradecimiento, como homenaje a esos autores que de alguna manera marcaron su juventud e incidieron en su relación con la poesía. La obra Jardines (Everest), la cual mereció el III Premio “Universidad de León” de Poesía, está dedicada por entero a Guillermo Carnero y no solo eso, las primeras cuatro palabras de su primer verso reproducen exactamente el comienzo del verso inaugural de Dibujo de la muerte (1967): «En Ávila la piedra…». También podemos reconocer que el último verso de ese mismo poema es una intertextualidad —indicada con tipografía cursiva— del último verso del citado libro fundacional de Carnero. Otras intertextualidades se repartirán por los poemas, como el verso de Luis Rosales: «Nadie regresa del dolor / y sigue siendo el mismo hombre», dando buena cuenta de que Bellveser abraza su tradición coetánea y también la anterior, aunque en este poema de apertura “Piedras como jardines” pueda dar la sensación de que ha reescrito el poema original de Carnero o, cuanto menos, haya expresado su particular versión de él.

Jardines se divide en dos partes extensas y nucleares: “La eternidad del jardín” (10 poemas) y “Universo de universos” (8 poemas) que van precedidas de dos poemas-pórtico que forman un binomio complementario: “Piedras como jardines” y “Jardines como piedras” (véase la dualidad en el cambio de perspectiva). A esto se añade un poema-bloque que clausura el conjunto “Baile y estatuas”. Resulta paradigmático que este libro se componga de veintiún poemas, exactamente los mismos que componen Dibujo de la muerte.

En este poemario observamos cómo los versos se ensanchan sobre la página y también cómo los poemas aumentan su longitud. Las estatuas (inertes y muertas) comparten protagonismo con los jardines (dinámicos y vivos), por lo que entre ambos, a pesar de haber analogías, pesa una tácita antítesis: «Ávila unió la rebeldía del jardín / a la perennidad del granito / y allí sigue, plano, soga y tizón, / a la espera de que el tiempo la absuelva». El poeta encuentra el híbrido entre la piedra y los jardines en la ciudad de Ávila, un paradigmático jardín de piedra. En dicho enclave se sitúa el comienzo de los dos primeros poemas ya que, según declaraciones del propio autor a una entrevista realizada por Sandra Charro[1]: «En Castilla y León[2] he descubierto que está el último refugio del sentimiento».

Parece relativamente fácil intuir la cantidad de historias que contendrán las piedras que forman la muralla de Ávila. Sin embargo, la piedra es un objeto muerto —o eso consideramos— hasta que cae en manos de un artesano escultor y la convierte en una obra de arte. Esta reflexión revela una de las ideas principales del poemario: la piedra, como elemento sin forma y natural es moldeada y convertida en arte por el ser humano.

Esa intervención humana en la naturaleza dará pie al poeta para formular no pocas reflexiones acerca del ser humano como demiurgo, como reconfigurador de lo informe a través de su inteligencia. Aunque con ello, quizás esté obviando —o precisamente cuestionando— que la forma de la piedra es solo informe comparada con algo que para nosotros tiene una forma definida y que es nuestra inteligencia la que nos permite crear y no nuestras capacidades artísticas intuitivas.

Por tanto, en la estatua reconocemos ese sometimiento de la roca salvaje y caótica al orden y equilibrio de una proporcionalidad geométrica a través de la intercesión del ser humano. Y esta transformación es análoga al trabajo de poda y corte que lleva a cabo el jardinero ante setos silvestres. Por sus manos, de árboles y arbustos surgen columnas, arcos, laberintos: una nueva arquitectura del espacio que pasa de ser desapacible y fea a ser bella y habitable: «El jardín y el templo representan «la belleza geométrica», la inteligencia y el orden. Son uno de los polos del hombre: la razón y el conocimiento sobre la intuición y el instinto[3]».

El poeta intuye que entre la contienda que sostienen el conocimiento y el instinto es el primero quien supera al segundo. Esta es la tesis sobre la que se asienta un libro que para poetas como María Teresa Espasa representa lo mejor de la poesía bellveseriana.

Bellveser parece alejarse de la visceralidad detectada en libros como Julia en julio y potencia, en cambio, su vena culterana. La belleza del paraje castellano es inherente a la referencia cultural en sus versos. Podemos hablar de una «poesía de la razón» a la manera en la que poetizaban los maestros de la generación de medio siglo. El crepúsculo de la vida, su ocaso, vuelve una y otra vez a hollar sus reflexiones y a tiznarlas de una pátina elegiaca: « […] solo tengo palabras que intento unir / para construir con ellas un muro / en el que encerrar el cómplice jardín / del silencio, ya tan y tan cercano».

Según Adolfo Alonso Ares, miembro del jurado[4] que premió este libro, este poemario es: « […] un mundo interior en el que se eleva una voz diferenciada y única. Es un jardín imaginario, donde los símbolos custodian un mundo interior que se hace pleno[5]». Alonso Ares atribuye al símbolo la tarea de custodiar el mundo interior expuesto en los versos, su singularidad se codifica en lo icónico y a su vez se sublima en el espacio imaginario que son todos los jardines.

Que la piedra anhele ser jardín e imitar a la rosa, tal como reza el comienzo del libro, ya nos sitúa ante un anhelo, el anhelo de lo imposible. Esa certeza de incompletitud deja su marca de desasosiego tras la lectura del libro. Ese anhelo de la piedra es análogo al del hablante lírico por trascender la muerte, pero la cuenta atrás del tiempo lo angustia y empuja, de alguna manera, a regocijarse en su pequeña victoria de jardinería.

La personificación de la piedra y la flora humaniza el binomio antitético equivalente entre orden y desorden, empirismo e improvisación: «Piedra y rama se observan, / ¡cómo recelan la una de la otra / desde hace tantos y tantos siglos! / razón e intuición, ciencia y fe, / conocimiento e instinto, luz y oscuridad».

La coherencia interna de la poesía bellveseriana a pesar de diversificar cada vez más sus recursos literarios no pierde unicidad.

Si en sus primeros libros habías una ausencia del “yo”, una imposibilidad del “yo”, con lo que reivindicaba una especie de negación del Romanticismo, en el sentido culto, en sus últimos poemas comienza a aparecer levemente. Bellveser plantea, en cierta medida, que la Diferencia —que antes se reivindicaba como una postura ética— ahora se podría plantear como una estética nueva donde aparecen características comunes, que pueden ir desde la reivindicación de ciertos aspectos del Modernismo, de una poesía cerebral, emocional, donde adquiere una gran importancia la cultura mediterránea con todos sus elementos —y en este sentido habría que ver esos componentes similares en poetas de varias generaciones como Pedro Rodríguez Pacheco, Pedro de la Peña, Antonio Enrique, María Antonia Ortega, Fernando de Villena, José Lupiáñez o el propio Ricardo Bellveser[6].

Sin llegar a ser metafísico a la manera de Brines, podemos afirmar que la poesía de Jardines es eleática en cuanto a la supremacía de la lógica sobre los sentidos. Posee su propia cadencia interior, dentro del verso libre, un ritmo asilvestrado que ondula y a veces se remarca en su musicalidad, distinta en cada poema.

También encontramos mediterraneidad, aunque de forma velada, en el poema titulado “La selva es un jardín”. En él, los pecios de la tradición griega, arábiga, fenicia o romana que tanto exultaron al poeta en su juventud y en los que todavía reconoce un referente inagotable, desdibujan sus formas en la descripción de la selva, pues de su esencia provenimos:

Todo en ella es humedad, es crecimiento,

es exceso, es fecundidad y es esfuerzo,

no hay templo como ella, ni arquitecto

como el suyo, no hay nave de bóvedas

como sus naves, ni capillas tan frondosas.

La sangre engulle igual templos y dioses,

su cadáver queda entrevisto en Angkor Wat

entre las ramas excesivas, como templos

de Vietnam digeridos por madreselvas.

Bellveser entiende que la naturaleza es belleza, pero una belleza de pulsión contradictoria y caótica. Imagina un jardín descuidado en el que las plantas y los árboles crecen y se imbrican descontroladamente hasta que casi es imposible estar en él y se transforma en una selva inhóspita. Por el contrario, piensa que el buen hacer de un jardinero puede obrar la maravilla de, no solo restaurar la belleza equilibrada en dicho jardín, sino instaurar en él un orden y un patrón de inteligente y hospitalaria belleza.

Y este mismo milagro obra el picapedrero servido de cantera y runas. Por tanto, este poemario es una oda a la supremacía del intelecto sobre el —aparente— desorden natural. Es decir, una holográfica victoria de lo mortal sobre lo inmortal que se encomienda al misterio del arte.

NOTAS

[1] Entrevista realizada para El Mundo (en su edición de Castilla y León) un jueves, 6 de junio de 2013.

[2] Ricardo Bellveser conoce bien las tierras castellanas ya que como jurado permanente de sus Premios de la Crítica Literaria viaja a ellas con asiduidad.

[3] Reseña escrita por José Enrique Martínez, de título “Alfombrado de piedras y jardines” y publicada en Diario de León.es un catorce de julio de 2013.

[4] El jurado lo completaban: María Victoria Seco Fernández presidenta), Antonio Colinas, Carlos Aganzo, José Enrique Martínez, José María Balcells, Jesús de Celis y Juan Manuel Bartolomé Bartolomé (secretario).

[5] Artículo titulado “Ricardo Bellveser gana el III premio de Poesía de la Universidad de León”, de Sergio Jorge. Fue publicado en El Norte de Castilla, 28 de marzo de 2013.

[6] Extracto del artículo de Antonio Rodríguez Jiménez titulado “El sentimiento desesperanzado en la poesía de Ricardo Bellveser”, incluido en el libro La sociedad secreta de los poetas. Estéticas diferenciales de la poesía española contemporánea (Carena, 2017), Barcelona, pág. 82.

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