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James Salter, juego y distracción: perdidos en el horizonte del deseo

Por Ángel Silvelo Gabriel
lunes 09 de mayo de 2016, 11:14h
Juego y distracción
Juego y distracción

Escondidos tras una máscara que, sin embargo, no es capaz de interrumpir los latidos de nuestro corazón. Atrapados en la sinuosidad intangible del mañana. Derrotados por la oscuridad de una línea que, como una frontera sin nombre, es violada una y otra, una y otra vez... No hay más reglas en la suntuosidad del amor ni en la intimidad de una habitación despojada de todo adorno que no sea la esencia del deseo, parecen decirnos los protagonistas de "Juego y distracción".

Quizá, porque ahí es donde los amantes buscan su refugio, en el silencio de una pasión que no necesita de más cortejo que el del placer de la carne. Constructores de sueños que evitan las pesadillas y que juegan a ser libres dentro de sí mismos y con el otro. Amantes. Amantes puros. Amantes prístinos que se muestran transparentes, pues nada tienen que esconder, y sí mucho que dar. Darse a sí mismos y al otro, en un juego infinito que no conoce límites, pues los amantes de verdad necesitan estar perdidos en el horizonte del deseo.

Dean y Anne-Marie galopan con el viento a su favor, y lo hacen subidos en un coche deportivo de otra época, como sus deseos. Y lo hacen sobre sus asientos. Huyen. Huyen sin descanso de ese tipo de vida al que cada uno de ellos está condenado, pero a la que ninguno de los dos ni quiere llegar ni sabe cómo esquivar. De momento, su máxima y más urgente necesidad, es alejarse de ese otro mundo que ruge tras ellos aunque no sepan muy bien cómo es, pero que lo único cierto es que se va creando kilómetro tras kilómetro de las sinuosas carreteras que transitan, y tras cada anónima habitación de hotel donde sus cuerpos acaban juntándose con el único objetivo de encontrarse a uno mismo a través del otro, como si el otro fuese el espejo necesario en el que sentir la íntima obligación de verse reflejado. En este caso, la maestría de James Salter no sólo se encuentra en la desnudez de las acciones, en la pulcritud de las múltiples escenas de sexo, sino en traernos esa percepción de lo íntimo y lo ajeno a través de los ojos de un narrador que juega con el lector y sus personajes. Esa escritura limpia y repleta de múltiples y maravillosas imágenes, se comporta como el mejor fluido para una historia, cuya intrahistoria, es la de salvar el alma propia a través del alma ajena. Esa necesidad de pérdida y sensualidad, esa sensación errática de la existencia en la que la propia juventud nos impone vivir como si no hubiese la posibilidad de un mañana, alcanza altas cotas de lirismo y verdad en Juego y distracción, donde una vez más, se nos invita a contemplar la descarnada experiencia de aprender a vivir sin más cuando, quizá, no estemos preparados para ello. La melancolía que Salter pone al servicio de su majestuosa narrativa nos atrapa sin otro argumento que el de la propia palabra. Cabe destacar, sin duda, el inicio de la novela, hasta que el narrador llega a Autum. Aquí Salter es capaz de captar nuestra atención como Thomas Wolfe hizo al inicio de esa pequeña obra maestra titulada El niño perdido.

James Salter en Juego y distracción reclama un lugar en ese olimpo de las letras norteamericanas en el que ya están Ernest Hemingway con Por quién doblan las campanas, Scott Fitzgerald con Al este del edén, Kerouac con En la carretera; un olimpo que después de él alcanzaron Jay McInerney con Luces de neón o Bret Easton Ellis con Menos que cero, pues todos ellos nos retratan la pugna que el ser humano entabla entre la realidad y los deseos, sobre todo, en esa primera juventud donde todavía la sociedad nos deja divertirnos para más tarde reclamarnos esos momentos de diversión y felicidad con la cadena del trabajo. La libertad, como anhelo imposible de alcanzar, nos deja en las manos de Salter ese amargo sabor de la victoria que no disfrutamos como nuestra, porque, quizá, al igual que el narrador de esta magnífica novela, intentamos vivirla a través de las experiencias de los otros, igual que si quisiéramos atrapar sombras en la niebla, porque, quizá, también, esa sea la única solución cuando estamos perdidos en el horizonte del deseo.

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