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Rafael Reig
Rafael Reig

Rafael Reig: "Lo popular no es lo que las masas demandan, porque eso es pan y circo, lo que el poder crea para entretener y manipular"

Por José Manuel Gómez Luque
martes 03 de julio de 2018, 01:00h

"Para morir iguales" es una novela madura, intensa, melancólica. La Transición política es el marco en el que se insertan unos personajes en plena transformación vital: el paso de la infancia a la vida adulta. Pedrito Ochoa y sus amigos crecen mientras se pierde una gran oportunidad de regeneración moral. Con un estilo limpio, una fantástica galería de personajes y sus características dosis de humor, Rafael Reig ha escrito una novela imprescindible para comprender la herencia de la educación nacionalcatólica en los jóvenes nacidos en los primeros sesenta.

Para morir iguales
Para morir iguales

En 2011, Rafael Reig ganó el Premio Tusquets con Todo está perdonado, a la que siguieron Lo que no está escrito (2012) y Un árbol caído (2015), las tres centradas en novelar la Transición. Y después, en 2016, llegó la extraordinaria Señales de humo, la precuela del Manuel de literatura para caníbales, una lectura necesaria para leer la historia de la literatura española desde una perspectiva muy poco habitual. Con "Para morir iguales" se cierra de momento un ciclo que pudo arrancar con el traslado del domicilio del autor de Malasaña a Cercedilla —o, lo que casi es lo mismo, a entender la historia y el poder no solo desde las posiciones centrales del tablero—. Su propuesta literaria, crítica y militante, se supedita solo al compromiso consigo misma.

Entre pitillo y pitillo, en la librería Fuenfría, el autor no medita demasiado sus respuestas. Es como ese alumno aplicado que se las sabe todas y además no esconde su punto de ingeniosa travesura.

¿Otra novela sobre la Transición?

¿No lo son todas? Un gran escritor amigo, Javier Azpeitia, suele decir que una de las primeras novelas es Las metamorfosis, de Ovidio. La transformación es siempre el motor de una novela, así que en cierto sentido no hay novela sin transición. Los de nuestra edad aprendíamos sintaxis con métodos inquisitoriales, sometiendo a la frase a hábiles interrogatorios: Confiesa, ¿sobre quién recae la acción del verbo?; desembucha, ¿se puede cambiar a voz pasiva?, etc. Con las novelas hay que hacerse una pregunta: ¿quién sufre una transformación? Ése es el protagonista, se delata con esa sencilla prueba del nueve. En toda novela hay un conjunto de transiciones: personal, política, nacional, de pareja, incluso zoológica, como en el Gregorio Samsa de Kafka. En esta novela a mí me ha interesado más la transición de la infancia a la edad adulta, pero no podía renunciar al marco galdosiano de la transición política, porque una y otra se reflejan: ambas contienen claudicaciones, renuncias, ilusiones perdidas, engaños a sabiendas, transacciones, rencor y melancolía. Así al menos la escribí, comenzando con un tono elegíaco que se degrada o transita hacia el sainete y la fantasmagoría. Que es, por cierto, como creo que transcurren nuestras vidas, cuesta abajo.

El tema del fracaso de la Transición, ¿tiene que ver con el fracaso de la generación del \"baby boom\", a la que han hecho desaparecer de la vida pública?

Vaya por delante que lo de las generaciones siempre es discutible. Con todo, pongamos que existe esa generación. En ese caso se describe bien diciendo que fuimos los que no teníamos edad para hacer la transición, pero sí para que nos la hicieran. Fuimos espectadores sin posibilidad de intervenir y por eso mismo, hasta cierto punto, víctimas de la transición o, volviendo a la gramática, complementos, perífrasis verbales, adverbios, circunstanciales, algo así, pero no protagonistas, no nos transformamos ni fuimos el sujeto de esa oración, de la que sin embargo formamos parte. Los más jóvenes en cambio ya se la encontraron hecha, aparecen después del punto y aparte, en una oración diferente. Esto es así, pero no creo que hayamos fracasado. Simplemente, hemos tenido menos visibilidad. Los protagonistas de la transición ocuparon el poder muy jóvenes y siguen ahí, acaparando casi toda la atención, pero quizá eso nos haya dejado más libertad y nos ha permitido intentar cosas nuevas, sorprendentes, como en los casos de Antonio Orejudo o Javier Azpeitia.

¿Es verdad, en su opinión, que la clase media es la herencia del franquismo? ¿Dónde está ahora esa clase?

Creo que es exacto, hasta el desarrollismo de los sesenta no apareció en España una clase media. Antes de la guerra, la república no tuvo tiempo de crearla, y el país era todavía casi medieval. Buñuel cuenta en sus memorias que él nació en la Edad Media, porque un pueblo de Aragón en esos años aún era medieval. Los hijos de esa clase media hicieron la transición, al parecer con el firme propósito de salir lo antes posible catapultados a las altas esferas, como Felipe González, por ejemplo. Nosotros fuimos la primera generación con acceso masivo a la universidad y éramos demasiados, así que no cabíamos todos en la clase alta. Después del golpe de Estado neoliberal, nos ha tocado ser un país de servicios para los europeos ricos, así que esa clase media está desapareciendo a ojos vista. Lo que ahora se espera de España es que contribuya con sol y paella, con camareros y animadoras de discoteca, así como un número reducido de agricultores para que en Londres puedan disfrutar de fresas y naranjas. Y habrá una aristocracia pintoresca y cortesana, y una reducida oligarquía que ya se ha ido independizando del resto del país; la secesión de la clase alta se está produciendo, sin alharacas ni referéndum, pero sin pausa ni vuelta atrás. Ése es el separatismo insolidario y traidor. Tras la separación cultural, social y hasta residencial, ahora están en el último paso: la independencia fiscal en esos paraísos suyos. Los ricos ya son un país independiente.

Durante décadas se habló del papel de los intelectuales en la vida social y política. ¿A qué se dedican esos intelectuales hoy?

Ahora son tertulianos, es decir, charlatanes y vendedores de crecepelo. Nos han engañado y hemos cambiado la cultura por la tele y por internet. No tenemos remedio.

¿Quiénes son los héroes y los villanos de su novela? En Para morir iguales es difícil distinguir a los buenos de los malos. ¿O es que todos somos un poco buenos y malos a la vez?

Me lo tomo como un halago: es difícil distinguir a los buenos de los malos, por supuesto. Se puede hacer el mal con las mejores intenciones y al contrario. Pienso que toda novela tiene como centro nervioso una o varias decisiones éticas, porque la narración es un experimento mental que nos sitúa frente a las consecuencias de nuestros actos. El error fatal desde el punto de vista ético siempre acaba siendo separar los actos de las consecuencias: la novela enfrenta a unos con otros y por eso nos enseña a vivir.

Los amigos de Pedrito son memorables. Y la Virgen. Y Mercedes. ¿Es más importante el conjunto que cada uno de los personajes por separado?

Nadie vive solo, somos lo que somos gracias a los demás, a esa trama de relaciones en las que nos construimos. Por eso me parece importante que una novela sobre la vida de una persona se anude con una representación suficiente de personajes nítidos, ya que la identidad del narrador de mi novela, su contorno, lo trazan los que le rodean —como nos pasa a todos, por otra parte—.

Su literatura se va volviendo más sosegada, menos gamberra según pasan los años. Pero con una Virgen así de simpática y de cercana, no hay manera. ¿Le tomarán alguna vez en serio para ser uno de los escritores patrios de referencia?

No y ni puñetera falta que hace. Tengo lectores y puedo llegar a ellos a través de una editorial de gran calidad, y eso es lo único necesario y suficiente. La paradoja de la literatura es la siguiente: si quieres tener más de cinco mil lectores, dado que no hay tantos en nuestro país, tendrás que escribir algo que le guste leer a los que no les interesa leer. Si no, no salen las cuentas. Para romper esa paradoja creo que sólo hay dos vías. Una es escribir algo que tenga poco que ver con la literatura, una especie de tebeo sin dibujos lleno de emociones básicas y aplauso fácil. Incluso aunque supiera hacerlo —que lo dudo—, no me interesa demasiado. La otra es recibir las bendiciones oficiales y de los medios de comunicación, de forma que aquellos a quienes no les gusta leer consideren que es obligatorio leerte o por lo menos respetarte y fingir que te han leído. Incluso aunque pudiera obtener ese prestigio, sería a costa de escribir algo que complazca a las instituciones literarias y periodísticas, así que estamos en las mismas.

El perfil medio de lector parece claro: mujer instruida y urbana de a partir de treinta y cinco años. Su novela es muy masculina, está repleta de semen que acaba en un calcetín. ¿Es que no le importa llegar al público mayoritario?

Yo ni siquiera creo en la literatura juvenil y la de adultos, creo que es una convención falsa, así que cómo voy a creer en la literatura de chicos y la de chicas. A mí me parece que Madame Bovary, protagonizada por una mujer, es una novela mucho más masculina (y machista) que la mía, que tiene un narrador masculino. Así que niego la mayor: escribo para las lectoras también y creo que van sentir que la novela se dirige a ellas.

Da la impresión de que, si no disculpa a Pedrito Ochoa, el protagonista y narrador de la novela, al menos sí lo comprende. Y es, digamos, un poco canalla. ¿Cómo se sitúa en relación a este personaje?

Intentar comprender todo es el único deber de un novelista, y eso no significa disculpar ni justificar. El narrador de Lolita es una persona éticamente reprobable, y el que mejor la sabía era Nabokov; por eso es una novela ética, que conmueve a quien la lea, que enseña, a pesar de que el monstruo pueda ser simpático o tener sus propias razones. Algo así he intentado hacer.

¡Cuánto daño hizo Petrarca a la literatura! ¿Y José Alfredo?

Más que Petrarca, los petrarquistas, matizaría. Como decía Genet: no tengo nada contra los animales, pero odio a los que aman a los animales. Y en cuanto a José Alfredo, sólo puedo decir que es un gran ejemplo de hasta qué punto la cultura popular puede ser sutil y profunda. A mí me entusiasman sus canciones y me hacen vivir con más intensidad.

¿No ha una contradicción enorme entre defender una literatura popular y a la vez crear una literatura culta, alejada de lo que demandan las masas?

Creo que no. Lo popular no es lo que las masas demandan, porque eso es pan y circo, lo que el poder crea para entretener y manipular. La cultura popular, creada desde abajo, es muy compleja y muy elaborada. Mira el romancero, el flamenco, los cuentos populares o eso que llaman las “leyendas urbanas”, y que tanto utilizo en mi libro, porque son formas oblicuas, trastrocadas, inquietantes, de contar lo que no se puede contar, lo que no se atreve a contar la cultura oficial. Nada más idiota (o manipulador) que crear cultura para el pueblo, en lugar de que el pueblo se haga más culto. Pero ¿desde dónde se hace el pueblo más culto? Pues no hay más que una respuesta: desde dentro. La cultura no es una religión, en manos de unos sacerdotes que la conservan y que, si se les antoja, la pueden extender graciosamente al pueblo. El pueblo no necesita sacerdotes o intelectuales que le rediman, ya se encargará él, porque sólo puede hacerse más culto a partir de su propia cultura. En ese sentido, eso que dicen que el pueblo demanda, el fútbol, la prensa rosa, las novelas de Dan Brown, no son más que palos en las ruedas, para impedir que la cultura popular avance y se ensanche.

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