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“La voz ausente”: la `carta al padre´ de José Antonio Santano

Por José Antonio Olmedo López-Amor
martes 19 de marzo de 2019, 18:55h
La voz ausente
La voz ausente

José Antonio Santano (Córdoba, 1957) es crítico literario, cofundador de la Asociación Internacional Humanismo Solidario y uno de esos poetas que a base de trabajo y sin estridencias ha conseguido forjar una poética imprescindible y singular entre los demás poetas de su generación. Treinta años abarca su quehacer poético, algo que ha compaginado con la edición de revistas literarias (Cuadernos de Iponuba, Cuadernos de Caridemo); la coordinación de la colección Palabras Mayores de la editorial Alhulia, estudios y antologías sobre poesía española contemporánea y una constante presencia en medios de comunicación, audiovisuales e impresos.

Con La voz ausente, Santano culmina un libro diferente en su bibliografía. Alejado de ejercicios estéticos o motivaciones literarias, este poemario constituye una particular elegía a la muerte de su padre. Por tanto, estamos ante una obra llorada, caracterizada por su condición de planto, pero también de treno.

Poetas como Estacio acuñaron algunos de los términos que en la lírica griega antigua vinculaban la elegía a la liturgia del ritual mortuorio. De la misma manera, este llanto a la muerte del padre de José Antonio Santano cumple una función ritual en su discurso poético: un intento de doma del dolor y superación del mismo a través de la escritura.

De esta manera Santano inscribe su obra en la larga tradición elegíaca de la poesía española, entre Miguel Hernández, Federico García Lorca o Jorge Manrique, en plena consonancia con todos estos autores en el plano argumental, pero pasemos ahora a vislumbrar los pormenores del plano formal.

El poeta estructura esta singular carta al padre por mediación de trece poemas no estróficos en prosa y sin título —aunque en realidad, poemas son veintiséis—; todos ellos están ordenados cronológicamente con números arábigos. Cada poema en prosa tiene su doble o reflejo —también no estrófico— en un segundo poema numerado con el mismo número pero con escritura romana. Es decir, hay dos poemas uno, dos poemas dos y así sucesivamente. No solo dicha grafía diferencia la naturaleza de esta relación de poema y doble o binomio; si el primer poema está escrito en prosa, el segundo lo está en versos endecasílabos blancos.

Este paralelismo se sistematiza durante todo el libro hasta llegar al final y tras él, la obra se clausura con otro poema doble a modo de coda. Podemos decir que en los poemas en prosa el hablante lírico es muy descriptivo, relata la historia de su relación con el padre de forma memorística; mientras que en los poemas de versos endecasílabos la palabra se mide y armoniza para dialogar en primera persona con la entidad finada. En palabras de José María Muñoz Quirós, prologuista del libro:

[…] nos va desgranando una historia, un quejido, un ajuste de cuentas emocional, una invocación al pasado que no pudo ser, en la imagen terrible y a la vez simbólica de la casa vacía, del espacio donde se oyen los silencios de la ausencia, voz y objeto de la meditación y del llanto interior.

La carencia de títulos en una obra de esta naturaleza afianza la sensación de poesía incontenible, pero también de macrotexto, continuo unitivo que todo lo cohesiona y contextualiza. El libro en sí supone una corona funeraria hecha de palabras doloridas que señalan a un hablante lírico como extensión o avatar lo más cercano posible al autor.

El primer y segundo poemas describen una casa, hogar como cuna, escenario y tumba de la vida contenida en los recuerdos: «En aquella casa cupo el silencio a plena luz. […] Aquella casa siempre en el infierno». Y ya en el segundo poema —que en realidad es cuarto— los versos revelan cicatrices biográficas que explican parte del dolor: «Tú y yo nos adorábamos odiándonos». En la interpelación al padre el poeta no solo aspira a una expresión de dolor que loa a la persona amada, también busca la curación en su hablante lírico. No podemos obviar la densa carga emotiva que los versos desprenden como continentes de un duelo que todo lo enlutece: «Volvimos al encuentro si hablarnos / pensando que el temor ya no existía, / y sin embargo, todo respiraba / amargamente triste entre los álamos».

Los versos de Santano trasladan continuamente los íntimos detalles de su herida privada a la esfera pública. Así el poeta recurre al simbolismo que actorializa el dolor en el otoño, el silencio y la niñez como limbo espaciotemporal que sigue preservando lo imposible: « […] nunca vuelven los juegos a ser miel / o aceite entre los labios de aquel niño / que ansiaba ver al padre de regreso / siempre a la casa blanca y numinosa».

El poeta acierta en la elección del léxico, sutil y preciso; en el tono, solemne y desnudo y convierte a su alter ego en un héroe universal marcado por la muerte ante el que es fácil reconocerse.

En esta alocución epidíctica el discurso poético introduce el reproche y la acusación entre el elogio. El drama humano que relata Santano no es solo dolor por la pérdida, es arrepentimiento, culpa, contradicción y digresión. La emoción contenida en los poemas toca al lector por cuanto tenemos de humanos y mortales y se va intensificando conforme nos acercamos al final.

Ya en el epitafio, transformados e irreconocibles los elementos poemáticos —y métricos—: la tierra es negra; la casa no existe; el hablante lírico cumple su promesa y talla sobre la tumba las palabras que siempre amó y a la vez el poeta culmina con solemnes versos esa aspiración de amor y permanencia a través de la palabra: «Ahora es el momento de la vida —la tuya fue un relámpago—, de la palabra escrita, la que queda cincelada perpetuándose en el aire».

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José Antonio Santano
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