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William Faulkner
William Faulkner (Foto: Archivo)

LECTURAS DE ESTÍO

martes 30 de julio de 2019, 11:08h
Cuando se anuncia el verano, resulta casi rutinario que los más reputados periódicos y alguna que otra satinada revista publiquen la lista de lecturas idóneas para las inmediatas vacaciones o incluso que pregunten a varias celebridades qué títulos se van a llevar para entretener el asueto.
¡Absalón, Absalón!
¡Absalón, Absalón!

Por descontado que no tengo el menor interés por echarles un vistazo, porque estas listas suelen responder a los mismos títulos que cualquiera encuentra en cuanto pisa la sección de libros de El Corte Inglés, de la FNAC o de la Casa del Libro, con alguna rareza añadida por el redactor o por el jefe de cultura de la publicación, bien por amistad con el autor o bien por alguna otra peregrina razón, que le permita distinguir su selección de la cosecha de los otros diarios. Sin embargo, debo de admitir que el verano lo tengo, más que cualquier otra estación del año, unido con la lectura; y no por el ocio que se le atribuye, sino por los títulos que leí o que, cuando releo, no puedo sino imaginarlos bajo la luz cegadora y la calina permanente, propias de esta temporada.

Indiscutiblemente me sucede con ¡Absalón, Absalón! (1936), de William Faulkner. Su sola mención me evoca tendido sobre un sofá, con un sol tan ardiente al otro lado de la persiana que con mantenerla a ojuelos disponía de luz suficiente para la lectura. Y también que cuando concluí el relato supe que merecía la pena empeñar la vida por escribir algo como aquello, a la vez que me quedó claro —por encima de los conceptos que me habían inculcado en el Bachillerato— qué era literatura y qué no lo sería nunca, por más que lo pregonasen con argumentos apabullantes. Desde luego, ¡Absalón, Absalón! fue para mí una conmoción; de eso estoy seguro. En cambio, no sería capaz de afirmar, treinta y tantos años después de aquella iluminación calenturienta, si aquel verano sabía ya que ¡Absalón, Absalón! estaba considerada por un buen puñado de escritores —entre los que ahora recuerdo a Juan Carlos Onetti y a Guillermo Cabrera Infante— como la novela más rotunda del siglo XX. No obstante, sí sé que cada vez que, por cualquier motivo, la extraigo de la balda, el solo tacto de aquella edición de bolsillo de Alianza me sumerge de inmediato en el sudor pegajoso de agosto, estado térmico —casi febril— que tanto conviene para adentrarse en el Misisipi de Faulkner y sin el que muchos de sus relatos carecerían de un ingrediente imprescindible para entender el transcurso ruin y trágico de sus tramas. Es ocioso que añada que he leído con devoción toda la narrativa de Faulkner, sus poemas y parte de su epistolario; y nada me ha causado la misma conmocionadora impresión que me produjo la reconstrucción de la historia —porque de eso trata ¡Absalón, Absalón!—del coronel Thomas Sutpen, porque quizá ninguna de las otras novelas de Faulkner —entre las que hay piezas magistrales, como Sartoris (1929), Mientras agonizo (1930), Luz de agosto (1932) o Desciende Moisés (1942)— esté urdida con tal maña que el personaje se eleve página a página hasta convertirse en una leyenda estremecedora.

¡Absalón, Absalón!, en español, permanece con tal contundencia como para no solo a mí, sino otros muchos y muy notables escritores de nuestra lengua dejarlos abrumados

A propósito he dejado de lado la célebre El ruido y la furia (1929), porque exige un conocimiento del slang casi desde la cuna, dado que uno de los personajes que monologa es un subnormal; situación que no solo enrevesa terriblemente su traducción sino su disfrute en cualquier otro idioma. Porque ese es otro asunto: William Faulkner, traducido de su slang sureño y pantanoso, mengua a un tercio su grandeza de escritor, y aun así, ¡Absalón, Absalón!, en español, permanece con tal contundencia como para no solo a mí, sino otros muchos y muy notables escritores de nuestra lengua dejarlos abrumados.

Caso muy distinto de ¡Absalón, Absalón! me lo producen dos de mis relatos predilectos de García Márquez: La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972) y Del amor y otros demonios (1994), pues no me evocan un verano en particular, sino que el verano —o lo que nosotros entendemos por verano, que en el Caribe es casi permanente— viene con ellos. Es abrir tanto un relato como el otro, y la temperatura de la habitación se eleva; da lo mismo el frío o el calor que haga ese día; simplemente, el termómetro del lector se eleva y, como se descuide, hasta comienza a sudar. ¿De lo contrario, sin pisar el áspero salitre del desierto de La Guajira, bajo ese sol mercurial—como escribiera García Márquez— es uno capaz de seguir la trapisonda de Eréndira como puta itinerante por aquellos villorrios de indios? ¿O cómo se puede sentir la turbación azogada del padre Cayetano Delaura, embutido en su sotana negra, por la marquesita de Casalduero, niña asilvestrada y terca donde las haya habido, a la que debe exorcizar cuando ella misma lo ha endemoniado de amor, en aquella Cartagena de Indias dieciochesca, toda mar y decadencia, sino es aplastado por una solana ansiosa de los chaparrones estivales? Ya les digo, daría lo mismo que estuviese en Vladivostok, arrimado a un chubesqui y con un ventarrón de nieve en la calle; abriría cualquiera de este par de relatos y enceguecería de sol y comenzarían a estorbarme bufandas y mitones, y a percibir la hedentina a marisco podrido o a cuarteárseme los labios con la sal del desierto, porque traen el fulgor calenturiento del verano en cada una de sus líneas.

Ahí les dejo estas lecturas de estío; si se deciden a leerlas, quizá les suceda como a mí. Con la gran literatura, nunca se sabe.

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