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El mundo en la mano de una niña

Reseña del poemario “111 signos. Huellas de una arquera”, de Ivonne Sánchez Barea

Por José Antonio Olmedo López-Amor
domingo 02 de febrero de 2020, 12:43h
111 signos
111 signos

Tuve el placer y el privilegio de leer y reseñar Armonía versus entropía (Pandora Lobo Estepario, 2015), uno de los anteriores poemarios de Ivonne Sánchez Barea y me reafirmo hoy en algunas de mis consideraciones vertidas entonces sobre su poesía, como por ejemplo: Sánchez Barea es una exopoeta, su poética no orbita núcleos convencionales, es una poeta-isla en cuanto a que su decir lírico se inscribe en la poesía cuántica, en el hecho literario cientifista que aúna lo tecnológico a lo humano.

El paisaje interior de la poeta, emocional, voluble y psicológico se armoniza a través del cauce evocador de la memoria. Mientras, la inquietud por trascender el conocimiento en sabiduría y comulgar con las verdades que equilibran sus fuerzas en la naturaleza le obligan a teorizar, a fundar sofismas, todos ellos basados en una erudición científica que invita a dilucidar estas y otras posibilidades.

La lectura de "111 signos", publicado en la madurez literaria de su autora, nos permite atisbar y afirmar que el estilema y preocupaciones que presenta hoy en su poesía ya se encontraban esbozados en sus primeros libros, hace ya varias décadas. Por tanto, estamos ante una poeta auténtica, cuya evolución no la ha alejado de la convicción primera que le empujó a escribir.

En la poesía de Sánchez Barea la avidez de conocimientos no la conmina radicalizarse en el pragmatismo, no le incita a adorar un dogma tecnológico en detrimento de otras cosas, al contrario. La poeta funda su propia arquitectura que auscultará su mundo interior a la vez que irá haciendo prospecciones en toda proposición que apunte visos de verdad.

Instalada en la duda positiva, aquella que empuja a descubrir desde la ilusión, Sánchez Barea se descubre con una poesía visionaria, casi órfica a rasgos generales. Sin embargo, ello no exime que en sus versos el romanticismo más exacerbado arrebate por momentos y alcance el primer plano por su fuerza y sensibilidad.

Sus principios de certidumbre parten de una perspectiva antropocentrista para dimensionar cuanto le rodea y perderse después en un mar de incertidumbres. El cuerpo —eje vitruviano— será modelo, artista y obra en cuanto a que como atractor gravitacional arrastra constelaciones de ideas y conceptos y las somete a su baile.

El propio ser humano se convierte en un agente ordenador de su entorno por sus propias características perceptivas. Su propia forma, su propia configuración ordenada, su cuerpo en definitiva, es la primera herramienta de medición del mundo. El hombre «medida de todas las cosas» no tardará en utilizar sus propias dimensiones —manos, palmos, pies, brazos, etcétera— para medir el planeta. Y no solo sus unidades, sino el modo de relacionar unas con otras[1].

No es baladí que Sánchez Barea haya escogido la imagen de su mano cuando era niña como ilustración de portada. La importancia de reunir en un solo libro lo más destacado de su poesía requería una analogía visual potente y de equiparable valor significativo. Y así es. En dicha mano queda representada la inocencia, el pentágono-arma de todo creador. Mano hacedora de mundos físicos y no físicos, dadora de lo material y estilete de lo abstracto. Su presencia es una enunciación sobre la unicidad, la habilidad evolutiva, el tacto.

La imagen poderosa de dicha extremidad es tan amplia simbólicamente que donde algunos podrán encontrar la magia de la imposición de manos o la lectura del futuro codificado en sus líneas, otros verán la calidez de una caricia, la violencia de un puñetazo o el pincel alumbrador de realidades nuevas que palpar.

Si el cuerpo de la poeta se ofrece como comparativo físico para las cosas del mundo, su mente y espíritu se incardinan en una filosofía relacional de lo inefable como credo, como doctrina sedienta del conocimiento que posibilite su evolución.

Denominar `signos´ a los 111 poemas contenidos en este libro es anticiparnos una lectura-interpretación en clave simbólica. La importancia de escoger la palabra exacta, en este caso para su epígrafe general, nos previene ante lecturas superficiales, ya que la autora es una experta en cifrar mensajes en sus poemas de forma metafórica, metonímica, sinecdótica o alegórica.

El universo de la autora es el de un amplio palimpsesto que a poco que se escudriñe muestra vestigios menores que dependiendo de la experiencia del lector pueden conducirle a vestigios mayores. Hay una circularidad significativa en cuanto a que la comunicación —tomándola en esta metáfora como un movimiento— puede erigirse como punto de salida, función votiva de una primordial necesidad de expresión, pero sin embargo es el conocimiento o su aspiración y cercanía a él su verdadero y culminante punto de llegada.

La sabiduría aglutina los puntos de fuga de esta lectura. Si a la introducción y exposición de los poemas podemos denominarle `fase teoremática´, a su cierre conclusivo le correspondería el término `fase corolaria´. Este hecho también puede darse a nivel superestructural del libro, es decir, de lo abstracto y general se avanza hacia lo particular y concreto; su carácter onomasiológico hace que los conceptos y las ideas primen sobre las palabras, relativiza la importancia dada al significado literal en favor de la interpretación simbólica, lo cual incita a la reflexión y al descubrimiento particular y mediado.

Un elemento corolario aparece ya en el primer poema, incluido en “Umbrales”: el amor, no como objetivo ni utopía, sino como inspiración (heurística) y motivo generador de actividad: « ¡Ama! / tu amor es eterno». Silencio y soledad son elementos poemáticos que suceden al amor en el mismo apartado, constantes que permanecerán a través de los treinta y cinco años que este libro compendia.

Los recursos técnicos, detectados tanto de la estructura general que propone el libro como en la construcción y sucesión de los poemas, hacen que nos encontremos ante un macrotexto en el que sus múltiples componentes dialogan y revelan una continuación.

No estamos hablando de rotundas verdades axiomáticas, sino de conclusiones que no siempre cierran una búsqueda, pues son huellas que invitan a conocer otras huellas y su comprensión y asunción particular depende en buena medida del conocimiento del receptor.

Su momento angular es un estado emocional voluble desde el que esta arquera lanza sus flechas, flechas de tiempo, que a su vez son de espacio, pero no las lanza con la intención de herir, sino de comunicar. Estas flechas contienen mensajes que van más allá de su contenido codificado. Hemos dicho anteriormente que a través de figuras retóricas la autora sabe abrir sus textos a una connotación harto significativa, es a través de la sinécdoque, especialmente, que este hecho se da y comulga con una de las principales preocupaciones científicas de la poeta: el espacio-tiempo.

Si la sinécdoque propone una relación de contigüidad espacial o temporal entre los conceptos que vincula, la elipsis se convierte en su mayor aliada, una elipsis que una continua apotacsis casi sincronizada con la esticomitia incide sobre el ritmo versal: «Futuro y después, / negro. // Vacío de tiempo y espacio, / negro. // Hambre y puño cerrado, / negro». El paralelismo sintáctico-cromático y a su vez anáfora representada en la palabra `negro´ valida una secuencia temporal de lapsos elididos a la manera del salto estrófico.

La propia autora advierte en los primeros renglones de su introducción: «Éste libro recoge una serie de poemas que son representativos al combinarlos, generando la comprensión de una identidad en su conjunto». `Combinación´ e `identidad´, dos conceptos que nos llevan a pensar en sintaxis y semántica: orden (número/determinación) y deixis (letra/indeterminación). O lo que es lo mismo, podemos sintetizar ambos aspectos en una lectura espacio-temporal que transfigura en coordenadas toda su significación.

No en vano, en el poema número nueve que clausura el primer apartado del libro encontramos un caligrama que nos habla aparentemente del número tres y sin embargo cada verso es casi una perífrasis[2] del triángulo y todo cuanto podemos asociar a él: «Tri, / tres, / árbol / seno materno / trinidad, pirámide […] ». Formalmente el poema evoluciona desde su primer verso de menor a mayor extensión configurando con ello —y centrado en la página— el hipotético triángulo y su sustancia simbólica.

Tiempo y espacio como vectores perpendiculares entre sí y unidos a un punto como eje paradigmático: la conciencia. Esta concepción cartesiana de la poesía es a la vez una perspectiva humanística y deíctica con referencia al hablante lírico o alter ego de la autora. Las diecisiete partes en que se estructura el poemario componen una escultura anamorfósica que invita a descubrir el panóptico punto de perspectiva que debe adoptar su observador.

Sánchez Barea apunta en su introducción que las experiencias revelan al individuo, pero también lo singularizan e invitan a repetir ese proceso de modalización de la sustancia literaria a la hora de codificar en signos sus emociones. La experiencia subjetiva se libera en los poemas, continúa la autora, y confiesa que ese hecho unido a lo artístico justifica y redime su existencia. No es de extrañar que ante tantas y tan —digamos— ajenas convicciones referentes al ser y su relación con lo experiencial y literario, sea la intuición la ciencia a la que más fielmente se confíe como creadora.

En estos poemas se entretejen tiempos pasados, hasta tres, nucleares, que involucran a autora y lector: experiencia (realidad), enunciación (evocación) y descodificación (interpretación). El poemario —y la obra total de Sánchez Barea— comulga con la teoría general de sistemas que propone la realidad como una red de relaciones y no como una disposición o compilación de objetos. Así, es comprensible que como un todo orgánico esta antología funcione y devele —además— la organicidad del conjunto de sus obras, obras que a través de lo empírico y lo especulativo devienen en un gran valor epistemológico. Los poemas de Sánchez Barea se autorganizan y retroalimentan conformando así su individual y lírica propedéutica.

Las matemáticas del caos proponen un patrón intermedio entre el caos y el orden en el que se resuelven los patrones fractales. Los poemas de Sánchez Barea se comportan como fractales en cuanto a que es típico en ellos su transversalidad, el todo es recursivo en cada parte, la confluencia de tiempos, la recursividad.

Esto se manifiesta abiertamente en el poema decimocuarto de “Un todo”: «Con oro, / con plata, / tejo, tejiendo, / tejiendo, tejí. // Palabras y ecuaciones, / ciencia y conciencia, / tiempos con espacios, / tejo y tejí». `Tejo´ y `tejí´ representan la simultaneidad e imbricación de tiempos en el mismo espacio-tiempo del poema. En el resto del poema el recurso anafórico y la aliteración encuentran su analogía con la recursividad fractal que mencionábamos. Por tanto, estamos ante un sistema lírico en el que la forma significa tanto como el fondo.

En Hilván de seda encontramos un tono más arriesgado y vanguardista en cuanto a que la autora adopta recursos experimentales y deconstruye el lenguaje. La descomposición de la gramática, los juegos de palabras no solo no impiden el hecho comunicativo, sino que alumbran neologismos. El verso libre se mantiene pero aumentan las asonancias. Lo aparentemente inconexo (ausencia de conectores oracionales y aumento de yuxtaposición) adquiere su sentido a través de correlaciones intuitivas: «Sobre – hilado / término del borde, / cenefa, / acabadas costuras, / cost – uras, / costas de las “uras”... / rezos del borde, / molduras».

De nuevo el amor, esta vez en su versión más carnal, hiperbólica y materialista, se despereza en Palpar, lo sutil da paso a la fisicidad de la descripción amorosa que conquista su gozo a través del tacto: «Labios de luz tamizada / en recónditos silencios, / albergada esa lumbre de su carne, / el pasional fuego acallado / por un robado beso, / nada fue igual desde esa tarde...».

Múltiples son los registros de esta versátil autora: crítica social, devota creencia religiosa, unión de lo natural y lo humano a través de la contemplación ascética. Su variedad temática es proporcional a la gran variedad de recursos literarios que la poeta esgrime a lo largo de su carrera. Son muchas lecturas, muchas vivencias las que se traslucen en los versos de 111 signos, huellas de una arquera. Su condensación en un libro da como resultado una obra-homenaje a una trayectoria tan genuina y original, como generosa, dialogística y digna de estudio.

La huella de una arquera-filósofa enamorada de la vida y sus misterios no es otra cosa que una herida, un corte abierto y supurante en el alma de ese yo que aspiramos ser y reclama su sanadora cura. La poesía de Ivonne Sánchez Barea es un bálsamo idóneo para ese tipo de abscesos figurativos: ella sabe que solo cuando en verdad restañe su dolor a quien la lee podrá considerarse una verdadera poeta.

[1] Fragmento del libro La divina geometría de Jaime Buhigas Tallón (La Esfera de los Libros, 2008).

[2]La vocación didáctica y pedagógíca en la poesía de Sánchez Barea hace que el recurso perifrástico sea una tendencia de definición y un rasgo de estilo en su poesía.

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Ivonne Sánchez Barea
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