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Thomas Mann
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Thomas Mann: donde yo esté, está Alemania

sábado 06 de junio de 2020, 20:25h

La idea de convertirse en escritor -en buen y famoso escritor- debe antojársele a cualquiera una meta difícil, especialmente si se ha fracasado en los estudios. Sin embargo, a Thomas Mann, incapaz de concluir el bachillerato, le fue en ese sentido de fábula (infinitamente mejor que a su hermano, el también escritor, Heinrich Mann), hasta el punto de que su primera novela -Los Buddenbrook. Decadencia de una familia- alcanzó un éxito editorial tan notorio, que veintiocho años más tarde le concedieron el Nobel de literatura, básicamente por esta ópera prima. Lo cierto es que ni La muerte en Venecia (1913) ni La Montaña Mágica (1924), ni Tonio Kröger (1903), su composición más querida (se refería así a sus obras), ni ninguna otra, fueron mencionadas en la ceremonia de Estocolmo de 1929. Hay quien a eso lo llama “llegar y besar el santo”. Ignoro qué nombre le otorgó Heinrich, que siendo quien inició a Thomas en la escritura, tuvo que soportar que dijera de sus libros que eran tan malos que provocan un odio apasionado.

En Los Buddenbroook (1901) Thomas Mann hablaba de Alemania a través de su familia y de los que la rodeaban. Su publicación desató la admiración hacia su prosa, pero también el enfado de algunos convecinos de Lübeck -su ciudad- que se sentían desfavorablemente retratados. En los cafés y tabernas circulaban listas que conjeturaban incómodas correspondencias entre paisanos y personajes. Digamos que, en su narrativa, Thomas Mann contaba “alegóricamente” su vida y la ajena, lo que no siempre era del gusto de los demás. A su suegro, por ejemplo, no le pareció bonito que a los pocos meses de casarse con su hija -Katia Pringsheim- publicase un relato -La sangre de los Walsung- inspirado en la relación incestuosa que esta había mantenido con su hermano gemelo (y que en su día fue la comidilla de la gente). No quiero escandalizarle, pero debo decirle que los incestos y suicidios fueron un ítem recurrente en la disfuncional familia Mann: Sus hermanos Heinrich y Carla (esta terminaría suicidándose) mantuvieron una relación incestuosa. Y que se sepa, los hijos favoritos de Mann, Erika y Klaus -ambos también escritores y homosexuales- mantuvieron, cuando menos, incesto emocional a lo largo de toda su vida. Además del suicidio de Carla, Thomas Mann hubo de vivir el de su otra hermana -Julia- y el de sus propios hijos -Michael (músico) y Klaus- así como el de su cuñada Nelly, esposa de Heinrich. No eran una familia perfecta, sino muy disfuncional (la alargada sombra del abuelo todavía hoy perturba a los nietos), aunque llena de miembros geniales, que en su momento brillaron con luz propia. Ese resplandor hizo que la tribu Mann recibiera el sobrenombre de the amazing family por la prensa de Estados Unidos, donde Mann -debido a su oposición frontal al nazismo- acabaría exiliado primero en Princeton y luego en Los Ángeles.

Las pulsiones y relaciones homoeróticas de Thomas Mann (que tuvo seis hijos con Katia: Erika, Klaus, Monika, Golo, Elisabeth y Michael) resultaron ser más que una intermitencia. Fueron -en el conjunto de su obra- una leitmotiv ,concepto que aprehendió de su idolatrado Wagner ( intuyo que también fueron la causa de que Heinrich dijera que Thomas “siempre escribía el mismo libro”). De suerte que a algunos de sus amores platónicos y/o carnales Armin Martens, Williram Timple, Paul Ehrenberg o Vladislav Moes los recreó ficcionalmente en los personajes de Han Hansen en Antonio Kröger, Pribislav Hippe en La Montaña Mágica, Rudi Schwertfeger en Doctor Fausto y Tadzio en La muerte en Venecia, respectivamente. Por cierto, que en esta última novela, Thomas Mann se auto inmortalizó en el moribundo Gustav von Aschenbach, un personaje que hoy resultaría controvertido por su mirada erótica, aunque sublimada, sobre el púber Tadzio. Hay en esta obra una alusión directa al diálogo platónico Fedro y otra alegórica al Fedón, donde Sócrates, muere rodeado de sus jóvenes alumnos, en la sublime contemplación de la belleza y de las ideas. Y es que la vida y la obra de Thomas Mann fueron, en términos psicoanalíticos, eso: una sublimación permanente, donde la pasión dionisíaca es creativamente sometida al orden apolíneo. Supongo que el salvavidas prestado por las teorías de sus admirados Freud y Nietzsche (y el matrimonio con Katia) fue lo que le permitió resolver -interior y exteriormente- la ecuación de su orientación sexual en una época en la que la homosexualidad era socialmente rechazada y rechazable.

Otra ecuación que resolvió con soltura de premio Nobel fue la mezcolanza de sus vivencias personales con las vicisitudes históricas de la nación alemana y la expresión de sus ideas políticas, sin abrazar por ello, la tentación panfletaria. Me atrevo a decir que en este particular Thomas Mann consigue producir el fenómeno físico de la condensación: La montaña mágica -cuya acción transcurre en un sanatorio en el que pacientes de distintos confines europeos conviven y debaten ideas enfrentadas- constituye una metáfora de una Europa enferma que camina hacia el apocalipsis de la Gran Guerra. A Mann le demoró doce años hacer de ella una “novela total”, una composición sinfónica y prismática de la realidad personal, social, cultural, política e histórica; una novela que, en definitiva, condensara “el todo”.

A su vez, Doctor Fausto (1947), escrita con el asesoramiento de Adorno, Stravinski y Shoenberg, narró la historia del pacto estético entre el diablo y el músico Adrian Leverkühn. Este le vende el alma a cambio de escribir una música nueva que superara toda la anterior. El resultado fue una creación “inhumana” que transgredía las reglas de la armonía y alejaba al arte del hombre. Por si acaso le faltara a usted perspicacia para captar el mensaje de Mann, le aclaro que se trata de una alegoría de Alemania, que seducida por un nuevo orden presuntamente glorioso, destroza la armonía humana mediante el pacto terrible con el nazismo. Ya se sabe… los pactos con el diablo nunca terminan bien.

A Thomas Mann “le dolía Alemania” y su caída abisal en el nazismo porque veía en la esvástica el ocaso de la herencia de Goethe, de Beethoven, de Brahms, de Wagner, de Schiller, de Shopenhauer… Se opuso, pues, a la sinrazón nazi que amenazaba a Europa, erigiéndose en albacea de la cultura alemana. En su exilio -primero en Suiza y luego en Estados Unidos- decía llevar consigo a Alemania en la maleta. De ahí que lanzara al mundo una frase rotunda: donde yo esté, está Alemania. Era su modo grandilocuente (y narciso; Mann se sentía el nuevo Goethe) de oponerse en calidad de intelectual al discurso de apropiación de lo alemán que efectuaban Hitler y sus secuaces. La verdad es que la Alemania de la que hacía bandera en el exilio era la entraña misma de Europa como comunidad cultural. El escritor mexicano Carlos Fuentes así “lo vio” y lo escribió en 1950, durante un célebre “encuentro” con Thomas Mann en Zúrich, que nunca tuvo lugar, pero que no por eso deja de esclarecer lo que Mann condensaba: la lengua alemana era algo más que Alemania; era la lengua de Viena y Praga y Zúrich, y a veces hasta de Trieste y Venecia. Pero era Mann quien las reunía todas como lenguaje europeo fundado en la imaginación de Europa, algo más que sus partes.

Desde su exilio americano, Thomas Mann se mostró muy beligerante con Hitler y desarrolló una importante lucha contra el nazismo articulada en conferencias y discursos radiofónicos (Oíd, Alemanes). Sin embargo, algunos intelectuales le seguían reprochando su falta de diligencia inicial en la denuncia abierta del régimen de la esvástica (que no tuvo lugar hasta 1936, presionado por su esposa y sus hijos. Su hermano Heinrich, por ejemplo, era ya desde hacía muchos años, un significado opositor a Hitler, y Erika y Klaus, lo tenían como referente). No les faltaba razón en sus críticas suspicaces. Las filias y fobias de Thomas Mann habían experimentado una formidable mutación a lo largo de los lustros y no todos habían olvidado sus primeras posiciones. Sepa que acabada la Gran Guerra, publicó el ensayo Consideraciones de un apolítico (1919), una obra en la que había defendido el nacionalismo monárquico alemán y en la que no se definió demócrata (le costó la ruptura con Heinrich y no se reconciliaron hasta 1922, más que nada porque este andaba en la ruina). Después, sus posiciones virarían y abrazaría sin reparos la República de Weimar, y finalmente, a partir de 1936, se convertiría en un audaz opositor al régimen nazi. Su demora en mostrar un antagonismo manifiesto se debía a la vana esperanza de recuperar los bienes que le habían sido confiscados y al deseo de impedir que su obra fuese prohibida en Alemania. No logró ni una cosa ni la otra.

Concluida la II Guerra Mundial, algunos intelectuales le recriminaban que aquellas muestras de rechazo tan contumaz solo se hubiesen producido desde la dorada California (a Mann se le conocía como “el príncipe de los exiliados”, entre otras cosas, por sus cargos académicos en Princeton y su amistad personal con Roosevelt). Esas reprobaciones lo volvieron renuente al regreso y resolvió instalarse otra vez en la neutral Suiza. Después de todo, él siempre llevaba a Alemania en la maleta y no la echaría de menos, especialmente en un momento como aquel, en el que la nación se encontraba dividida, moral, económica y políticamente quebrada en dos. Poco antes de morir, dejó concluido un ensayo sobre Schiller (fue, además, un monumental y prolífico ensayista). Tenía entonces ochenta años. Hoy, seis de junio, se cumplen ciento cuarenta y cinco de su nacimiento en la ciudad de Los Buddenbrook. Su vida y su obra fueron el constante y meticuloso hacer de un sublime jardinero de Apolo en el huerto desbocado y fértil de Dionisios.

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