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“Poeta en Pekín”, de Joaquín Campos

martes 21 de julio de 2020, 21:00h
Poeta en Pekín
Poeta en Pekín

Leer a Joaquín Campos siempre supone una sorpresa. Uno nunca sabe por dónde va a salirnos este escritor malagueño que anda exiliado de España, por voluntad propia, desde hace una quincena de años. Ahora ha puesto en circulación, en la Editorial Renacimiento, su último poemario: “Poeta en Pekín”.

Joaquín Campos prosigue sus andanzas por lugares exóticos, peculiares, duros, dictatoriales… hostiles si lo desean, y, desde esos epicentros tan ajenos a nuestro ordenado mundo occidental, hecho de formalidades, reglas y protocolos para cualquier asunto aunque sea baladí, Campos nos cuenta -porque de eso va su prosa y su poesía, no nos engañemos- lo que ve, lo que vive, lo que sufre o goza, o lo que sueña acunado por el alcohol o sin él, a través de unos personajes, en su caso, que no son otros que aristas de su inconformista y poliédrica personalidad fuera de todo canon: “Tras el sol deprimido/ por la niebla tóxica/ que se pone antes/ de que la luna ejerza,/ llega la noche desamparada/ que ve su negrura traspasada/ por el mal invisible/ que ni cesa/ ni pesa./ La mañana ejerce/ de hipoteca/ y el metro de torniquete./ Al salir del mismo,/ sadismo en estado puro:/ niños que juegan entre cáncer,/ madres que ríen y no entre dientes,/ policías que fingen ordenar el tráfico/ al que se acusa cuando hay polución./ Luego, cuando se folla a pelo,/ sale el truhán de turno/ a recordarte que una venérea/ podría se humillante/ cuando la polución/ siempre nos es mortal.”

Sus obras “Faltan moscas para tanta mierda”, “Doble ictus”, La verdad sobre el caso Savolta”, “Veinte brotes” y “Últimas esperanzas”, de la que di cuenta en las páginas de esta Revista, conforman su quehacer narrativo. En lo poético, “Cartas a Thompson (Island)”, “Majëlys y todas las mujeres”, “Catres” y “Poeta en Pekín” de la que hablamos hoy, y cuyo poema “Tiananmén” dice: “La plaza como un aeropuerto/ ya no huele a cadáver/ sino a vida muerta./ Un niño sonríe ondeando/ la insignia nacional./ Su padre, perjudicado,/ echa humo por la boca./ Su madre,/ emocionada,/ tira fotos con el móvil./ Un guardia de escaso rango y edad/ anhela el fin de su jornada laboral/ erecto como un cable./ Mientras, los conductores azotan el asfalto/ en una imagen de película./ Y ante todos ellos Mao,/ con su gesto impertérrito,/ llenando de humillación/ todas las cabezas,/ las cámaras de fotos,/ los bolsillos de las gentes,/ y el recuerdo de unos estudiantes/ de los que nunca sabremos sus nombres.”

La literatura de este extraño que habita en Joaquín Campos, y que tanto se parece no solo a sí mismo sino a lo que en realidad somos todos -si fuéramos capaces de analizarnos crudamente, sin miedos y monsergas aprehendidas-, tiene semejanzas -ya lo dije- en cuanto a su planteamiento y desenlace, permítaseme el símil escenográfico, con Maiakovski, Miller, Bukowski o Pierre Guyotat.

Y esto es lo que hay con Joaquín Campos, como ocurre con los otros; que, o se toma o se deja, no hay más opciones posibles.

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