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Alberto Jiménez y Pepe Viyuela como Estragón y Vladimir.
Alberto Jiménez y Pepe Viyuela como Estragón y Vladimir.

Embozados y Godot sin venir

lunes 07 de septiembre de 2020, 09:00h
En el teatro Reina Victoria, de Madrid, se acaba de reponer Esperando a Godot (1952), de Samuel Beckett. Se trata del mismo montaje que había estado este invierno pasado en el teatro Bellas Artes, dirigido por Antonio Simón y protagonizado por Pepe Viyuela y Alberto Jiménez, con tan buena acogida que les ha permitido regresar durante un mes al menos; claro es, si el virus se los tolera.

Por lo demás, no debiera ser ninguna novedad que Esperando a Godot figurara en la cartelera madrileña, como en la de Budapest o en la de Londres o en la de cualquier otra capital del planeta, pues —supongo que de sobra lo saben— es una de las piezas teatrales señeras del siglo XX; y que incluiría en ese escogido cuarteto de obras dramáticas, con El tío Vania (1899), de Anton Chéjov, con Woyzeck (1837/1913), de Georg Büchner y con Marat/Sade (1963), de Peter Weiss, que mientras muestran cuánto varió la concepción de la escena durante este siglo recién ido, recogen al tiempo cuáles fueron sus pulsiones anímicas. Pero he aquí que la catastrófica circunstancia que nos envuelve proporciona a este Esperando a Godot una elocuente significación de la que carecía tan solo a finales del año pasado, cuando estrenaron esta misma función, y que, sin embargo —este es el prodigio y la paradoja del arte—, estaba impresa en su texto y, si me apuran, hasta en cada una de sus puestas en escena, por modestas y hasta precarias que fuesen; solo que faltaba esta epidemia empobreciendo al país entero para que la apreciásemos.

Como recordarán, el argumento trata de dos vagabundos, Vladimir y Estragón, que aguardan en la mera indecisión la llegada de Godot, en mitad de un páramo donde solo se yergue un estólido y pelado árbol —sin duda una lúgubre invitación al suicidio—. No sucede nada más, salvo su torpe palabrería hasta la irrupción intempestiva de Pozzo arrastrando de una cuerda a su criado Lucky. Pozzo se situará en el centro de la escena, baritonal, ampuloso y despótico; soltará su estrafalaria perorata y, cuando se dé por satisfecho, desaparecerá, para dejar de nuevo al par de protagonistas tal como estaban: abandonados en mitad de aquella nada y sometidos a la inquietud de la espera. Por más que, a mitad de la obra, asome un recadero excusando al señor Godot por su ausencia a la cita, pero asegurándoles a aquella pareja de desdichados de Vladimir y de Estragón que descuiden, que al día siguiente se presentará sin falta; aunque, ¿quién, ante la vacuidad de lo contemplado y, sobre todo, de lo presentido, es capaz de creérselo cuando cae el telón?

Si observan con atención, la trama de Esperando a Godot es una tan ajustada síntesis de la realidad inmediata de España que asistir a su representación no produce sino un tenebroso estremecimiento. Y todas aquellas sesudas interpretaciones de que Beckett había querido plasmar en esta obra la desesperanza de Dios, con ese Godot anhelado y que jamás se presentará ante el menesteroso hombre, se nos disipan de la mollera mientras salimos del teatro, porque, sencillamente, acabamos de contemplar un resumen de nuestra memoria de estos últimos meses. Nuestro esperado Godot, la vacuna, está viniendo; pero, ¿cuándo llegará? La respuesta se demora entre los indispensables protocolos científicos. Y en cuanto a Pozzo y a su ensogado criado Lucky, constituyen la clave de esta nueva y desoladora significación que les propongo: desde su tiránica llegada, anunciada con chasquidos de látigo, hasta su burda indiferencia por el desasosiego de los vagabundos, mientras inundan la escena con una untuosa hipocresía y unos delirantes discursos, no consiguen sino evocarnos, súbita y fatalmente, al gobierno. Y claro es, nosotros somos Vladimir y Estragón, pero embozados tras una mascarilla, percibiendo como el panorama se depaupera día tras día a nuestro alrededor hasta que no nos quede sino ese árbol siniestro y deshojado, como una incitación al punto y final de nuestro particular y minúsculo drama.

Por eso ahora me produce una maliciosa rechifla ese término que cundió entre la comunidad intelectual durante estos últimos años y que me producía bastante repelús por petulante: distopía. Tanto jalear la distopía, tanto prescribir, con el mentón alzado, que las novelas o las series de televisión debían de ser distópicas para estar acordes con el momento; cuando ahora, que vivimos y palpamos la cruda distopía, la mejor y más certera representación de la situación ya estaba escrita desde 1952, en el más célebre libreto del “teatro del absurdo”; y como aquel ha resultado tan árida y anonadadora que, como suele suceder con todo lo real y tangible, no da para engolados calificativos ni para ampulosas recomendaciones, sino para el aterido temor de la incerteza. Aunque, como Vladimir y Estragón, rellenemos el lento goteo de la espera con cominerías o con que nos aprietan los zapatos.

Y si consideran que desvarío, acudan al teatro Reina Victoria, o si ya les resultara imposible acercarse a Madrid, en YouTube disponen de la impecable versión de José Osuna para Estudio 1; comprobarán en cualquiera de ellas cuán poco me equivoco y cuán sobrecogedor es su calco del presente. Por lo demás, siento mucho que no esté accesible, porque en caso contrario —y dispénsenme este apunte familiar—, también añadiría aquí la versión donde, siendo universitario, mi hermano interpretó a un Pozzo tan memorable que mis padres fueron incapaces de reconocerlo cuando salió a escena.

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