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Michel Houellebecq
Michel Houellebecq

SEROTONINA, LITERATURA Y FRACASO

Por Rafael Balanzá
sábado 19 de septiembre de 2020, 16:00h

Este verano –ya lo he contado en alguna parte- he leído por fin “Serotonina” de Houellebecq. Siempre que puedo, evito hacer algo al mismo tiempo o en el mismo lugar que todo el mundo, ya sea leer una novela o cantar “Resistiré”, de ahí la demora. Y ese mismo escrúpulo antigregario ha complicado mucho mi fallida intentona de convertirme en un escritor destacado en este país en el que nadie lee pero todo el mundo publica, o lo hacían antes de la COVID. Pero ya llegaremos a eso.

Serotonina
Serotonina

Empecemos por la novela del poeta francés. No me parece la mejor de las suyas, sin embargo, él siempre me interesa, y en este caso el final –entendiendo por tal no tanto el desenlace cuanto, en particular, los últimos párrafos del libro- me resulta muy sugerente. Un crítico de nombre boscoso escribió que en España no se podría publicar un libro así, pero que a Houellebecq estamos dispuestos a permitírselo todo. Estoy de acuerdo con este juicio. España es un país demasiado pequeño y estúpido como para dar cabida a un autor mostrenco, original y, sobre todo, de una inspiración tan lancinante. Esto da para garbanceros de quinta generación o hipsters apasionados de la literatura molecular, forzando un poco la máquina; pero un reaccionario ateo y criptocristiano… ¿Eso dónde se ha visto? En Francia… Ah, bueno.

Otra cosa que dice nuestro crítico es que, ahora que él es papá, le repugna el episodio de pedofilia que aparece en la novela. (¿Antes de ser papá no le repugnaba la pedofilia?) Lo interpreta como una transgresión más, una mera provocación. Y aquí se equivoca este epígono de Marcial, el sufridor epigramista de la generación Nocilla. Esto viene a ser como lo de escupir al espejo. Es Houellebecq quien se siente provocado. Y por eso pasa con gran esmero y parsimonia su espejo, tal como Stendhal prescribía, a lo largo de nuestro camino. No escupáis a vuestro reflejo, por favor. Europa –ese continente viejo y enfermo en el que España ocupa el lugar de la hemorroide, como puede comprobar cualquiera que consulte un atlas- es una civilización en decadencia y degeneración desde hace más de un siglo. Lo es, en verdad, todo Occidente, tras haber renunciado a la fe en el Dios de Jesús para engolosinarse con la más mundana afición al porno en toda su variada oferta (teen, zoofilia, gang-bang) accesible para los menores de edad, según lo permite el desorden democrático vigente en nuestras sociedades. No echéis a Houellebecq la culpa de lo que sois. Su dedo agnóstico no se complace en señalar con deleite el abuso infantil; muy al contrario, apunta más bien a la única escapatoria posible de nuestras miserias –advierto aquí del spoiler- aunque ya inalcanzable para nosotros: “Y hoy entiendo el punto de vista de Cristo –dice al final el protagonista-, su reiterada desesperación ante los corazones que se endurecen: reciben todas las señales y no las tienen en cuenta”.

¿Y a dónde nos lleva todo esto? Pues al suicidio, claro. Cuatro, aparecen o se sugieren a lo largo de la novela, y se vislumbran muchos más en el trasfondo sociológico de la trama. Y en la realidad –esa que Houellebecq retrata con radiológica precisión- está ocurriendo lo mismo. Los suicidios se disparan. Me temo que pronto subirán, en particular, las estadísticas de los protagonizados por editores y periodistas españoles. Se preguntaba hace poco mi admirado Javier Gomá, en Twitter, si no podría ser que la mala situación del periodismo esté condicionando la aproximación de los medios a la actualidad. No creo que sea este el caso. Cuando el telegrafista del Titanic envió un SOS no estaba exagerando, a causa de sus propios problemas. Pedía auxilio para todos, incluido él mismo, claro. Los periodistas, los libreros, los editores… se están ahogando en las frías aguas del Atlántico norte, pero no son los únicos ni se están inventando ellos el desastre.

Y no hablo de desastre a humo de pajas. La situación del sector editorial en España es realmente dantesca. ¿Seré tan provocador como Houellebecq si digo ahora que yo casi (no del todo) la celebro? Pero lo hago solo en la medida en que pueda suponer el final de una gran mentira. Eso que se ha llamado la burbuja editorial y que está estrechamente relacionada con las otras burbujas en las que hemos intentado vivir para no enfrentarnos a la verdad. Creo que la ruina de la literatura artísticamente ambiciosa en nuestro país es un aspecto de un fracaso mucho más amplio y cada vez más evidente: el de mi generación. Y no es, claro, que no podamos nombrar autoras y autores que pueden presumir de vender mucho; pero solo son fabricantes de McDonalds de papel. Pensemos en los nombres supuestamente importantes, aquellos Sísifos que empujan ladera arriba la piedra de su propio prestigio. Preguntad por ellos al abogado, al arquitecto, al médico. No sabrán si se trata del reparto de una serie o de la lista de morosos de su comunidad. Al profesional liberal, ajeno al canódromo donde los galgos letraheridos persiguen a una liebre falsa, no le suenan para nada. No hay referentes, más allá de algún presentador de televisión. Nadie es ya importante por sus letras. Estos días veo salir a la arena del circo a algunos buenos chicos, más o menos de mi quinta, con su libro recién horneado bajo el brazo, y me da la impresión de estar asistiendo al desfile de la Santa Compaña. El lóbrego destino de esos libros es como el que Empédocles anunciaba para los entes en su filosofía: parten de la nada y van a la nada. En semanas o meses serán olvidados, y dejarán menos rastro en nuestra infracultura que la perorata politiquera de un locutor de radio o la cuchufleta de un humorista célebre. La generación anterior, mal que bien, aupó a sus autores; y en política, al menos logró culminar con éxito una transición que había sido precocinada por el propio dictador y sus colaboradores. (Cuando el fugitivo rey de oros sugirió al Generalísimo que abriera un poco la mano, éste le respondió: “Eso tendrá que hacerlo usted…” Blanco y en botella.) Pensemos ahora en lo que hemos logrado nosotros: poner en liza a un partido de pseudorevolucionarios hermafroditas y a otro de pseudofachas pollitiesos, para ver si encontramos el modo de regresar a los años 30. Un fracaso colectivo revelado y exacerbado estos días por la pandemia; seguimos con la fórmula desarrollista de Franco (de la que Houellebecq se burla en su novela) y con una economía dependiente de las divisas foráneas. Pena, penita, pena.

Puede que alguien perciba en mi libelo reminiscencias del periclitado noventayochismo, pero mirad los datos. ¿Qué otro país europeo tiene exiliado y escondido a su anterior jefe del Estado? ¿Quién encabeza el número de contagios después del confinamiento más estricto? Otra vez nos vemos obligados a poner nuestras escasas esperanzas en un rescate a cargo de nuestros vecinos. También podéis pensar que mis jeremiadas hablan más de cómo me va a mí en la kermés que de la realidad de la situación. Pero más allá de mi Weltschmerz personal, como decían en The X-Files, la verdad está ahí fuera.

Ha dicho Vargas Llosa hace poco -en Alemania, creo- que los ciudadanos que leen buena literatura son menos dóciles y sumisos. Si tiene razón, el pastor puede dejar por estos lares el redil bien abierto, sin miedo a que se le escapen las ovejas. En estos tiempos extraños de nuestra madurez, cuando la peste regresa por sorpresa para enviarnos sus ratas a morir en el umbral de nuestras ilusiones, Francia ha dado todavía a un Houellebecq, uno de los últimos cisnes del capitolio europeo capaces de denunciar al enemigo. La crítica le dio la espalda en sus comienzos, pero lo impulsaron sus propios lectores. Lectores franceses, desde luego. Algo así –ahí el crítico arborescente y yo estamos de acuerdo- nunca podría haber sucedido en España.

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