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"El Concilio de Trento. Una introducción histórica", de Adriano Prosperi

Editorial Junta de Castilla y León
Por José María Manuel García-Osuna Rodríguez
sábado 24 de octubre de 2020, 17:00h
El Concilio de Trento
El Concilio de Trento
Una estupenda monografía de la Junta de León y Castilla nos acerca a uno de los hechos, que subrayan la identidad religiosa del catolicismo, con una importancia capital para la Europa del momento, y su diversificación futura.

Se trató de una magna asamblea de clérigos, cardenales, arzobispos, obispos, abades y prepósitos generales de diversas órdenes religiosas, vigilados de cerca, para evitar la heterodoxia, por los legados del Sumo Pontífice de Roma; además estuvieron acompañados por una pléyade de consejeros maestros en teología, y, como era de esperar, por el brazo secular político del momento histórico, que serían los embajadores plenipotenciarios de los monarcas del siglo XVI. La reunión duraría desde 1545 hasta 1563: Trento (1545-1547), Bolonia, la capital de la Emilia-Romaña (1547), y luego en Trento (1551-1552 y 1561-1563).

Los concilios de la Edad Media comenzaron a celebrarse en Oriente: Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia. Cuando Oriente y Occidente rompen sus relaciones fraternales, será la gran Basílica de San Juan de Letrán, en Roma, la que tome el testigo, ya Dante Alighieri la calificaba: “Cuando superaba Letrán toda obra humana”, Lateranenses I, II, III, IV y V (el factotum es el papa Julio II, el fautuor de la Capilla Sixtina). El general de la Orden de Predicadores-Dominicos, Egidio de Viterbo, tronó: “Reformare homines per sacra, non sacra per homines”. Los papas tratan de escapar del avasallamiento de los soberanos laicos, y los concilios se tornan itinerantes: Lyon, Vienne, Constanza, Basilea, Ferrara, Florencia, Pisa-Milán.

Ese Lateranense-V (3 de mayo de 1512 y 16 de marzo de 1517) sería la obra maestra de Julio II y de León X, mientras tanto un obscuro monje agustino, Martín Lutero, se disponía a provocar una tempestad con su verbo fácil e inteligente desde su convento de Sajonia. Esa pesadilla, que representó sobre todo para el Emperador Carlos V, la Reforma Protestante o Evangélica, tendría tres consecuencias importantes: la guerra de los campesinos, las guerras en Italia, y el malhadado Sacco di Roma, por lo que la evolución conciliar se dirigirá hacia el norte de Italia, a la urbe de Trento. Desde el comienzo del cristianismo político, es decir cuando la iglesia se imbricó en la vida pública, las decisiones eclesiásticas doctrinales habían sido muy importantes para la vida política. Solamente cuando el emperador era débil, los concilios medievales tenían una importancia introspectiva. Las circunstancias, ahora, habían mutado substancialmente, por causa de los cambios históricos producidos: La silla gestatoria de Pedro en Roma se había debilitado, porqué sus inquilinos habían dejado bastante que desear; el imperio romano de oriente había sido hollado y destruido estrepitosamente por el embate de los turcos otomanos; las casas reinantes de este comienzo del siglo XVI ya estaban más que consolidadas, verbigracia en Francia y en Inglaterra, y, para restablecer, más si cabe, el poder de los señores terrenales en Europa, los Habsburgo con uno de sus hijos más preclaros, Carlos I de España y V de Alemania, llamado a priori como Carlos de Gante, era el nuevo emperador del Sacro Romano Imperio Germánico.

Aunque el concilio trentino fue calificado como ecuménico o universal, no lo fue en ningún momento, ya que los cristianos ortodoxos de Oriente no se acercaron, y mucho menos los luteranos. Una vez finalizada tan magna reunión, solo una parte de la cristiandad europea aceptó las doctrinas emanadas del mismo; pero otra no enviaría representantes y no aceptaría sus conclusiones. La impresión que da este siglo XVI es que existe una importante falta de diálogo y de respeto a las opiniones doctrinales de todos, y, sobre todo, el Papado tiene pánico a perder su poder, algunos veces coercitivo, y que no tenía nada que ver con lo que alumbró, en el siglo I de nuestra era, un israelita e Hijo de Dios llamado Jesucristo. “Fue así como el concilio convocado en Trento para restañar la fractura del cristianismo europeo en nombre de una unidad superior, bajo la protección de un Imperio supranacional y multiétnico, concluyó en el marco de una división consolidada. Bajo el signo de los decretos tridentinos se abrió una época de la historia europea marcada por el duro conflicto de religión”.

La nueva Europa salida de Trento, se transformó en algo más peligroso, como fue una larga y sangrienta guerra de posiciones. El axioma final era que o se obedecía al Sumo Pontífice de Roma o se estaba en franca rebelión. Durante siglos, casi hasta el Concilio Vaticano II, Trento obligó a los cristianos-católicos a aceptar la rígida fidelidad a sus cánones, y la propia institución conciliar desapareció del horizonte eclesial católico. Aunque, el Concilio Vaticano I ya estuvo dominado por la premisa doctrinal de la necesaria infalibilidad del Papa de Roma para asuntos relacionados con la doctrina, se acepta el asesoramiento del Espíritu Santo.

El Concilio Vaticano II, por el contrario, “hizo hablar desde su convocatoria de un fin del tridentinismo”. El clero de Trento se caracterizó por el deber de la “cura de almas”. Los laicos estaban más que obligados a aceptar y venerar los valores encarnados por los religiosos, párrocos y prelados. Maldiciones y bendiciones dividían al mundo en buenos y malos. Cuando se siguieron celebrando los diversos centenarios de Trento, no eran más que la respuesta a las idénticas conmemoraciones luteranas de Wittenberg. Lutero reclamó “un libre concilio cristiano en tierra alemana”. Esto es todo, libro extraordinario y de posesión y lectura obligadas. Populi romani est propria libertas.

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