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Andrés Trapiello
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ARMAS, LETRAS Y DIGNIDAD

Por Rafael Balanzá
jueves 16 de septiembre de 2021, 08:00h

El título del presente artículo amalgama los de sendos ensayos relevantes de nuestra reciente literatura, “dignidad” de Javier Gomá y “Las armas y las letras” de Andrés Trapiello. El primero de estos libros plantea una aproximación al concepto de dignidad en el contexto de la civilización occidental, para a continuación ocuparse de su relación con la cultura y, por último, abordar su dimensión pública, y especialmente la conquista de la dignidad nacional española, gracias a una transición, ejemplar según el autor, que permitió a nuestro país ingresar como socio de pleno derecho en el selecto club de las democracias liberales.

  • Javier Gomá

    Javier Gomá

Las armas y las letras
Las armas y las letras

En un orden muy distinto, el del ensayo extenso y bien documentado de corte histórico-biográfico, Trapiello repasa en “Las armas y las letras” el cursus honorum de los escritores e intelectuales españoles durante una época plagada de indignidades, la de la Guerra Civil, desde sus prolegómenos, durante la fallida Segunda República, hasta sus secuelas en la ardua y famélica posguerra. Nos explica el autor en el prólogo a la edición más reciente que se siente impelido a rechazar con fuerza uno de los reproches que se han formulado contra esta obra, el de una supuesta equidistancia al adjudicar culpa y razón en idénticas proporciones a cada una de las dos Españas enfrentadas en guerra fratricida. “Los irrenunciables principios de la Ilustración –escribe- sólo estaban representados en la República; la lucha del otro bando fue por la civilización cristiana de Occidente y los privilegios seculares bendecidos por ella.” Aunque entendamos y valoremos este esfuerzo por matizar y precisar un punto de vista moral lo más equitativo posible, cabe apostillar que nunca habría habido Ilustración sin cristianismo en Occidente, incluso si la describimos como un intento de superar, por vías racionales, a la religión que había conformado su horizonte axiológico y su ethos fundamental. Y no olvidemos tampoco que la razón soñadora produjo monstruos tales como el estalinismo. ¿Qué era más importante en 1936, entonces, defender los valores de la Ilustración o los de la civilización que la había engendrado? Planteada así, ya no es tan fácil responder a la pregunta. Y por eso mismo, en mi modesta opinión habría resultado tal vez más convincente limitarse a afirmar que La República, por muchos fracasos que acumulara, seguía siendo un régimen legítimo y, en consecuencia, el golpe perpetrado por los generales felones no puede ser considerado sino como una acción criminal y, por tanto, esencialmente injusta.

Pero abandonemos cuanto antes el dédalo de disquisiciones y réplicas en el que podríamos vagar y rodar sin provecho, como Asterión en el cuento de Borges, y no encontrar nunca el punto exacto de razón. Valoremos mejor la obra en su conjunto. Creo razonable afirmar que se trata de un ensayo ineludible para quien se interese, hoy y en el futuro, por la materia de la que trata, nutrido con profusa y oportuna documentación, aderezado con pasajes de brillante prosa literaria y sazonado con medidas dosis de ironía cuando las circunstancias y los episodios consignados la requieren.

En cuanto a “dignidad”, me parece un primoroso corolario de las ideas que Gomá ya ha explayado extensamente en su obra anterior, sobre todo en su imprescindible “Tetralogía de la ejemplaridad”. Este nuevo libro se vertebra en torno al concepto expresado en el título con una deliberada minúscula que lo democratiza sin devaluarlo. Me sucede con esta lo mismo que con sus anteriores obras; sin estar de acuerdo punto por punto con todo lo que el autor propone, me cautiva su élan filosófico, el impulso constante que anima su literatura y que interpreto como la revitalización y actualización del humanismo occidental a partir de la noción de ejemplaridad, la cual deviene piedra angular de una audaz ontología orientada a trascender y superar los problemas lingüísticos que han esclerotizado a la filosofía del siglo XX.

Mi confianza en la posibilidad de reflotar el humanismo no es demasiado robusta, pero cualquier alternativa me parece mucho peor. Desconfío de las supuestas soluciones transhumanistas, que cifran todas nuestras esperanzas de felicidad en la modificación genética de la especie, en la inteligencia artificial y en el uso de prótesis cibernéticas para transformar nuestros febles organismos en perfectas máquinas de inmortalidad. Menos aún me trago las promesas ilusorias de los nuevos-viejos movimientos políticos, populismos que encandilan a lotófagos de derechas o izquierdas, augurándoles el paraíso mediante reforma de estructuras económicas o institucionales. La vocación filosófica de J. G. tiene, sin duda, algo de inspiración cervantina, o más bien quijotesca (reclamar la vigencia del humanismo cristiano en nuestros días equivale a poner con viril decisión el pie en el estribo de Rocinante) y por eso merece toda mi simpatía.

No puedo compartir, sin embargo, su entusiasmo con el proceso constituyente del 78: “De modo que el país de la modernidad tardía acabó entregando al mundo, por ironías del destino, el paradigma de la más perfecta transición a la modernidad, superior a la de sus países vecinos”. Gomá no olvida nuestra guerra incivil –la menciona varias veces- ni la dictadura, pero parece desglosarlas por completo de la transición, una aproximación al proceso histórico –complejo y continuo- que a mí me parece, cuando menos, discutible. Considero bastante más realista decir que aquí se hizo lo que se pudo, cuando se pudo y como se pudo para alcanzar la meta de construir una sociedad civilizada. No convengo tampoco en que la alta cultura contemporánea (página 11) acuda presta, en bloque, para denigrar la vida y despreciarla. El pesimismo nihilista es, sin duda, una de las corrientes de la modernidad, que llega hasta nuestros días, pero no la única ni la predominante; sobre todo si pensamos en la Ilustración y sus herederos. ¿Era pesimista Condorcet? ¿Lo fueron Comte o Feuerbach? ¿Se puede considerar a Hegel -que casi diviniza la historia humana- justamente como un amargado sin esperanza? En absoluto. Incluso Nietzsche defiende la vida por encima de todo lo arduo y atroz que contiene y, desafiante, exclama: ¡Que vuelva a empezar! No. La Ilustración, negadora del pecado original, fue antropológicamente optimista. Tal vez Gomá piense más específicamente en la literatura, y es cierto que ahí, desde Gilgamesh y la tragedia ática, hasta los existencialistas y posmodernos pasando por Shakespeare y el pesimismo romántico, ganan por goleada la tristeza y el nihil. Pero esto, como digo, viene de lejos, y no es un hallazgo de la alta cultura contemporánea, ni tampoco su único sello.

Nuestro autor viene a coincidir, cosas veredes, en esta denuncia del exceso de negatividad en la literatura, con alguien tan alejado de sus posiciones filosóficas como Steven Pinker -un heredero de la Ilustración, precisamente- a quien menciona en la página 18, citando el título de su provocador artículo “La estupidez de la dignidad”. Emanuele Severino sostuvo en “El parricidio fallido” (citando el aforismo 370 de “La gaya ciencia” de Nietzsche) que el romanticismo es esencialmente cristiano. Ambas cosmovisiones comparten, en efecto, un mismo impulso liberador y la primacía de la emoción sobre el raciocinio. Apreciamos este nexo en figuras clave como Kierkegaard o Dostoievski. Se trata de la médula de la cultura occidental y por eso dudo que el espíritu romántico esté tan periclitado como sugiere nuestro filósofo, aunque matice con gran elegancia su pensamiento: “Por descontado –señala en la página 13- que esto no supone ignorar las infinitas razones de la tristeza o despreciar las justas causas de los tristes”.

Que un polemista nato no renuncie a expresar sus reticencias donde se lo permiten –su momento Speakers’ Corner, digamos- no debe extrañar a nadie, pero el caso es que he disfrutado de mi lectura reciente de estos dos excelentes ensayos. Muy alejados por temática y propósito, comparten, no obstante, un ámbito común de reflexión: el de la influencia de la cultura en la historia, y en particular lo que podríamos llamar, poniéndonos nuestro monóculo oxoniense, la dimensión performativa de la literatura.

Aunque se trata de obras notables que han alcanzado considerable difusión, su influencia en la opinión pública resultará, me temo, mucho más limitada de lo que sería deseable. No hace tanto que el presidente Sánchez se ha permitido elogiar la figura de Largo Caballero. La oposición moteja continuamente al Gobierno de socialcomunista. Este es el nivel del debate político nacional y el nivel cultural de la mayoría. Un gobierno herbívoramente socialdemócrata, muy obsecuente con las directrices de los híspidos eurotecnócratas, no puede ser considerado comunista salvo en el rudimentario cerebro de algún paleto sin la más mínima noción de historia. Un fanático partidario de la violencia, instigador de actos sangrientos, sólo puede ser ensalzado por un imbécil o un ignorante. Pero a quién le importa todo esto. Los libros que he comentado, tanto como este artículo, se dirigen a una minoría cada vez más exigua; lo que tampoco es demasiado grave, mientras la máquina institucional y productiva siga funcionando. Algunos intelectuales parecen muy preocupados por la deriva de nuestra sociedad hacia el extremismo. No es mi caso. Dudo que se repita la historia. Ni la extrema derecha ni la extrema izquierda de hoy disparan con pólvora de verdad. Sólo son fuegos artificiales. No veo a la vuelta de la esquina otra guerra civil. Ni siquiera me preocupan demasiado los separatismos, que ni por las armas –en el pasado- ni mediante un golpe institucional –en tiempos recientes- han logrado sus objetivos. El problema es la ignorancia, pero esa es una enfermedad degenerativa de progresión lenta en cuanto a sus efectos sociales más perversos. Sólo una gran convulsión (una crisis internacional, un virus más mortífero, un colapso ecológico) podría precipitar la caída. Y entonces, claro, sería ya demasiado tarde para leer libros como estos, que nos ayudan a discernir quiénes somos, de dónde venimos y a dónde no deberíamos ir en ningún caso.

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