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La lluvia amarilla
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La lluvia amarilla (Foto: Jesús Arbués)

Llamazares y un paisano en el Español

lunes 15 de noviembre de 2021, 09:16h

Para evitarme decepciones no suelo asistir al teatro. No es un defecto de la escena, sino un gaje de la memoria, porque el teatro, en su inmediatez, requiere, como exigió siempre su pariente, el circo, acudir con la emoción y la ingenuidad recién planchadas, tal que si fuesen la corbata o los pantalones; de otro modo, no funciona. Mientras que yo, apenas se alza el telón y atisbo el primer titubeo, comienzo a morder aquel malvado latiguillo de Eugenio D’Ors sobre el tufo de sus calcetines.

Burdina/Hierro
Burdina/Hierro

No obstante, se me presentaron dos compromisos, ambos en el Teatro Español, que a la postre resolví en días sucesivos. Para comenzar, a mi amigo Julio Llamazares, el director Jesús Arbués le subía a escena el lamento de Andrés de Casa Sosa; y para continuar, mi paisano, el cantaor Raúl Micó, venía con un bellísimo montaje titulado Burdina/Hierro, de la bailaora Adriana Bilbao y de ese prodigio —no sé si cabe tildarlo de versolari— llamado Beñat Achiary. Pero, por esas cuestiones del calendario y de la imprevista sorpresa, los emprendí al revés: primero me llevaron regalado como a un marqués Paco Maestre y su mujer Isabel, hermanos del cantaor, a escuchar la zarzuela eusko-flamenca, y al día siguiente, tan solito y desmerecido como el protagonista de la obra, me encaramé en mi butaca para que La lluvia amarilla me empapase con su goteo de horror y conmiseración por aquel pobre hombre, acorralado en su tozudez pirenaica.

De Burdina/Hierro les contaré que, si pueden, no deben perdérsela. Derrocha emoción —quizá excesiva— por su abigarramiento rítmico, al punto que tal algarabía cuesta asimilarla como para imponer un tiempo tras la función y que las imágenes emanadas sobre el escenario se posen y los sentidos, todavía alterados por el revoltijo de sonoridades, vuelvan a su ser. Pues si, por un lado, la representación comenzó con la elegancia jonda y melismática de los distintos palos a la manera de Raúl Micó; de inmediato, se arrancaron los versos de Aresti interpretados con una bravura descomunal y que sobremontaba las tonalidades de un tenor. Como quiera que el escenario se adumbró en turbiedades, se nos antojó, por un momento, hallarnos en mitad de un aquelarre; ante lo que el patio de butacas entero se estremeció. Pero he aquí que lo más pasmoso de este excepcional pasaje era que tal conmoción fuese fruto de una única voz: la de Beñat Achiary.

No bien el público intentaba recomponerse tras este extraño y agónico duelo sonoro de acentos tan distantes, surgió, flamígera de color, la bailaora, Adriana Bilbao; quien lejos de procurar el sosiego anhelado con las sinuosidades sedosas de una lamia, como parecían exigir tanto aquellos telúricos versos euskáricos como el pulso de los espectadores, impuso el taconeo enardecido del flamenco, y lo que aspiraba al remanso, se tornó contumaz, agotador, triturador; porque este y no otro era el argumento de la zarzuela: el sufrimiento minero en el trance de desentrañar el hierro de las colinas vascongadas.

Y visto ahora, me parece una coincidencia casi de molde, porque la minería y los mineros son asunto íntimo para Julio Llamazares, aunque al día siguiente la representación abordase su novela más celebrada y no solo en España, sino muy allende, tanto que les asombraría: La lluvia amarilla (1988).

No es novedad convertir una novela monologada en una pieza teatral; baste saber que apenas a unas manzanas del Español, en el Bellas Artes, Lola Herrera, con una entereza ejemplar, sigue reconviniendo a Mario durante sus cinco horas de velatorio. No obstante, esta adaptación de La lluvia amarilla dista mucho de la pieza delibeana, porque nunca se siente el apego suficiente por su protagonista, ese hosco y testarudo Andrés de Casa Sosa, que decidió un día resistirse cerrilmente al lento y silente abandono de su transterrado puebluco, Ainielle; paraje de ruinas que realmente existe, allá, donde nace el Gállego, entre las anonadadoras estribaciones de los Pirineos oscenses. Con ese obcecado propósito solo consiguió arrojar a una truculenta muerte a sus dos seres más leales: su mujer y su perra, pues el aferrarse al seguro derrumbe de aquellas cuatro callejas alcanzó el día cuando ya no hubo retorno para ninguno; entonces, se adivinaron condenados al mismo desmoronamiento en sus cuerpos y en sus almas que iba a escombrar todo el casal, y Sabina, su mujer, se ahorcó. A su perra, Andrés, como Pascual, el hijo del portugués, le metió un tiro para que sus ojos no le compadeciesen más la negra amargura.

Aunque, por loco y repelente que se nos antoje este Andrés, no podemos eludir, durante toda la función, que nos hallamos ante un semejante, y es ahí donde horada genialmente en nuestra más elemental fraternidad el actor Ricardo Joven, acompañado por el apaciguador y sempiterno recuerdo —más que fantasma— de Sabina, que hace discurrir por la escena la actriz Alicia Montesquiu. ¿Pues cuantos de nosotros no hemos quedado atrapados alguna vez en una disparatada empresa, aunque no llegásemos a consumirnos como este orate? Y tal experiencia nos hace compartir su frío y condolernos de la indiferencia del mundo ante su malaventura. Por tanto, Andrés no nos es ajeno; y el corazón se nos encoge y la mirada se nos enturbia, al punto que deseamos en algún momento de la obra que algo parecido a un deus ex machina venga a rescatarlo de su —o, quizá, nuestro— sufrimiento.

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