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"Guatimozin, último emperador de México", por Gertrudis Gómez de Avellaneda

Editorial Cátedra
Por José María Manuel García-Osuna Rodríguez
martes 16 de noviembre de 2021, 18:00h
Guatimozin, último emperador de México
Guatimozin, último emperador de México
La escritora, de esta curiosa y delicada obra, nació en 1814 y pasó a mejor vida en 1873. El extraño nombre del libro es una traslación del último emperador de los mexicas o aztecas, Moctezuma II. Se definió como una ‘Novela histórica’, y trata, sensu stricto, de la confrontación bélica que se produjo entre los aztecas y los españoles de Hernán Cortés, acompañado y coaligado con diversas tribus, que contemplaban con pavor el genocidio de las denominadas como ‘guerras de las flores’ de los mexicas, por medio de las cuáles y sus sacrificios humanos daban culto a sus sanguinarios dioses.

La voz autorial se vale de algunos elementos y datos históricos para crear una ficción que inventa y altera la cronología de los hechos e inserta episodios imaginativos y sucesos verosímiles; batallas, triunfos y derrotas, intrigas y conspiraciones, crueldades, descripción de costumbres, ejemplos del fanatismo religioso que caracteriza tanto a indios como a españoles, esclavitud de los indígenas, historias de amor, episodios de vida familiar, heroísmo personal, sufrimientos individuales y aspectos adicionales que exceden lo conocido en términos históricos y provienen de la fértil imaginación de la autora”. Estamos en ese extraño siglo XIX español, que tantos enfrentamientos tuvo entre los habitantes peninsulares. Guerras de liberación en la América Hispana, las feroces luchas contra las tropas invasoras imperiales de Napoleón I Bonaparte. Se pasa de aquel régimen borbónico esclerotizado y absurdo, del que Carlos IV fue el paradigma ridículo de lo anormal; hasta los momentos de constitucionalismo y de liberalismo que trataron de imponer momentos revolucionarios para tratar de renovar aquella nación que se fundamentaba en tópicos míticos. La Ilustración realizó programas más teóricos que empíricos, y tampoco el pueblo se pudo beneficiar de las buenas intenciones de gente culta e ilustrada como Gaspar Melchor de Jovellanos, entre otros de mayor o menos enjundia.

La escritora Gómez de Avellaneda nace en la Cuba colonial, lo que le dejará una huella indeleble en su análisis del momento histórico que narra en la novela que reseño. La obra proviene del año 1846, y ella siempre se definió como “Siempre fiel a la isla de Cuba”. “Por entonces surgen las primeras reivindicaciones independentistas, influidas, paradójicamente, tanto por el espíritu pseudoilustrado de los gobernadores y capitanes generales, nombrados –por supuesto, desde Madrid- durante los reinados de Carlos III (1759-1788) y Carlos IV (1788-1808), como por las medidas represivas que los representantes de la corona adoptan. Mientras tanto, la península sufre el azote de la invasión napoleónica y oscila entre períodos constitucionalistas y absolutistas que, de alguna manera, frustran las promesas de buen gobierno que caracterizan la Ilustración política”. Es público y notorio, y existen múltiples datos biográficos de ello, la gran cantidad de carencias mentales y culturales que ¡adornaban! a aquel desastre rastrero borbónico que era Carlos IV. Tanto en España como en Cuba, existe un tactismo mutuo que conlleva que la modernidad ilustrada llegue a ambos territorios con cierto retraso. Los Ilustrados pretenden acabar con cierto dogma religioso que existe en las Españas. Pretendían ‘iluminar’ de modo y manera lo más racional posible el mundo que los contemplaba, y así lustraban a su interpretación del mundo; eliminando el lastre que suponía la ignorancia supina de los españoles y la acompañante superstición. Lo esencial y patognomónico es la razón, probablemente proveniente de aquella Diosa-Razón que inventaron, junto a la genocida guillotina, los revolucionarios franceses como Danton, Robespierre, Marat, Fouquier-Tienville, Mirabeau y Lafayette, entre otros de mayor o menor enjundia y de diferentes tendencias. Negaban la verdad revelada, es decir la divinidad, como única posibilidad y excluyente de cómo interpretar el planeta Tierra en el que viven los individuos objeto de su estudio, análisis y preocupación.

Existen diversos precursores de estos planteamientos racionalistas, de los que se deben citar, sin ambages a: René Descartes (1596-1650); Baruch Spinoza (1632-1677) y John Locke (1632-1704), entre otros de mayor o menor importancia. “Algunas figuras claves cuya influencia es determinante durante el ‘Siglo de las Luces’ son Montesquieu (Charles-Louis de Secondat, 1689-1755), Voltaire (François-Marie Arouet, 1694-1778), Denis Diderot (1713-1778), y Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), pese al origen ginebrino de este último”. En las tierras de las Españas, en esta época histórica, la cultura se encuentra dirigida y tutelada por las paradójicas estructuras sociales del clientelismo monárquico. No obstante, se deben destacar a algunos nombres esenciales, dentro del intento de modernizar al territorio de España; aunque la rémora siempre fue muy pesada y compleja. Podemos citar a fray Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), el conde Pedro Rodríguez de Campomanes (1723-1803) y el genial gijonés Gaspar Melchor de Jovellanos. Sea como sea, los mecanismos censores del atrabiliario e inmarcesible Consejo de Castilla siempre fueron total y absolutamente determinantes para coartar, sin circunloquios, la posible difusión de todos aquellos principios que ya eran demasiado atrevidos para los poderes fácticos del momento. Según el docto profesor Antonio Domínguez Ortiz se realiza un estudio analítico sobre la complejidad del fenómeno: “… nuestros ilustrados trataron de mantener la compatibilidad secular entre la libre especulación y las verdades reveladas, y en esta empresa contaron con la adhesión de la porción más ilustrada del clero (…). (En) todos los niveles educativos se impondrían ciertas normas comunes: una religiosidad ilustrada, exenta de supersticiones; amor a la nación, obediencia a su representante, el Soberano, y a las leyes civiles (…), Iglesia y Estado colaborarían en estas tareas”.

En 1451 se establece en los Reinos de Castilla, de Navarra, de Aragón, y de León el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, con el mismo se trata, por parte de la alianza entre la Iglesia Católica y la Corona de los Reyes Católicos, de luchar sin fisuras en la represión de la posible herejía, iluminismo, apostasía, brujería y superstición, que estiman es el comportamiento habitual de los marranos o judíos conversos, algo sin mucho fundamento. Con lo que antecede es con lo que pretendo indicar sobre la delicia que es esta obra, y que recomiendo vivamente.Totus aut nihil. ET. Soli Deo Gloria”.

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