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El gran carnaval
El gran carnaval

Un artículo casi político

lunes 13 de diciembre de 2021, 07:50h

No ya la ofuscación del disgusto, sino el puro asco me embargó al contemplar, durante este puente de la Constitución, en no recuerdo qué noticiario televisivo a unos populosos grupos de compatriotas, con sus macutos al hombro y bajo unas prácticas ropas de excursionista, que con esa fementida candidez —que es el más vil de cuantos tonos es capaz de emplear el hombre—, afirmaban ante las cámaras que habían desembarcado en La Palma para contemplar la erupción del volcán, porque era un grandioso espectáculo; “una oportunidad única”, aseveró una de ellos; por supuesto, sin variar un ápice ese pringoso timbre de falsa inocencia.

Por descontado que ignoro si alguno de ellos o todos tuvieron el menor remordimiento sabedores de que su “grandioso espectáculo” había sepultado no ya el pasado sino el porvenir de siete mil vidas —y ojalá, la catástrofe se detenga ahí—, y si en un instante de flaqueza mientras encargaban sus billetes desde la península o empacaban su equipaje pensaron que tal estrago merecía más bien guardar un respetuoso luto y contribuir con ayuda económica o de cualquier otra índole al alivio de los damnificados. Por descontado que lo ignoro, pero su frívola imagen de incautos ávidos de embeberse del descomunal desastre me produjo una ciega e irreprimible indignación que me recordó de inmediato aquellas colas de automóviles y aquel despliegue periodístico que se produjo cuando, en 2019, el niño Julen cayó a un pozo de setenta metros, en Totalán. Todo indicio señalaba que la criatura había muerto, y en cambio, con una fruición carroñera los medios periodísticos detallaban los ingenieriles y periciosos trabajos para rescatar aquel descoyuntado cuerpecito, insinuando al soslayo entre sus telespectadores y oyentes la descabellada idea de que aún permaneciese vivo. De inmediato, a muchos —recuerdo al caso un enojado email de mi amigo Carlos Tena, desde Ronda— se nos revivió la estremecedora El gran carnaval (1951), de Billy Wilder, magnífica y —por relatar un suceso muy semejante— premonitoria película, de la que se acaban de cumplir setenta años.

Claro es que muy pocos artistas demostraron tal agudeza para desmenuzar —a menudo bajo la pátina de una irresistible comedia— el rastrero envés del hombre y, con especial predilección en este empeño, por desenmascarar a esa ahora tan reputada profesión: la periodística. Como prueba, ahí están los protagonistas de sus títulos: el aprovechado Joe Gillis de Sunset Boulevard (1950), el desalmado Chuck Tatum de El gran carnaval, el tentado Harry Hinkle de En bandeja de plata (1966) o la siempre peligrosa pareja de Hildy Johnson y Walter Burns de Primera plana (1974); si hasta el reportero de Uno, dos, tres (1961) no resulta sino un abyecto nazi disfrazado de sagaz sabueso, evidentemente, del primer escándalo que le saliese al paso. Y Wilder —que contribuyó decisiva y abundantemente en todos los guiones de sus films, pues ese fue su primer trabajo cinematográfico para UFA, en 1929— no lo narraba por mera inquina a esta profesión, sino por un fundado conocimiento de la misma, dado que la había ejercido tanto en Viena (1925-1926) y, luego, en Berlín (1926-1933).

Cuando Wilder nos advertía de la venalidad de los periodistas, nos prevenía ante todo de nuestra ductilidad, como integrantes de las sociedades de masas, ante este gremio como ante la de sus casi primos hermanos, los publicitarios. No en balde, ambas profesiones pueden denominarse publicistas con toda propiedad, pues su tarea, tanto la de unos como la de otros, consiste esencialmente en propagar de la forma más efectiva y rotunda un suceso o un producto inmediato y al alcance, cuyo corolario es, tras despertar nuestra curiosidad, avivar nuestra apetencia por poseerlo o por “vivirlo”. Evidentemente, por sutiles y depuradas técnicas que utilicen, todas acaban en una anonadadora repetición del producto o del suceso hasta suscitar, por su constante cadencia, combinada con la histriónica infodemia que nos envuelve, una peligrosa amnesia. Esta amnesia deseante torna a nuestras sociedades en convulsas, sino ya en histéricas, dado que acaban componiéndolas individuos, como Tántalo, condenados a un anhelo perpetuo. Circunstancia que pudiera antojársenos en un primer momento reducida a lo meramente material, pero contemplada con sosiego nos descubre también su mella sobre la imaginación hasta mostrarnos un individuo existencialmente ansioso; alguien que solo obtendrá satisfacción —bien que momentánea— en ceremonias de masas donde se sumerge en una atávica embriaguez; tanto sea con la repetición de una consigna desafiante durante una manifestación, tanto jaleando el tumulto embravecido de una grada futbolera o tanto entre la sofocación multitudinaria y ensordecedora de un concierto pop; todas situaciones morbosas porque disuelven ese yo deseante en un nosotros avasallador.

No obstante, ambos efectos, embriaguez y amnesia, pueden ofrecérsenos de un modo pérfidamente bondadoso; es decir, bajo un apacible ludismo; ese que ahora proponen algunos políticos llamados “adanistas”, y que, sin duda, vi plasmado en la desenvoltura de aquellos turistas desembarcados en La Palma para satisfacer su curiosidad y mitigar, de paso, su aburrimiento, despreciando toda la desolación reinante sobre la que iban a transitar; salvo, claro es, que se organice una atronadora campaña publicitaria de solidaridad con los palmeros; entonces, estos mismos turistas concurrirán desalados para entregar compungidamente su óbolo; de seguido, lo declararán ante las cámaras de televisión entre la más pastosa y oportuna llantina, y después y como es de riguroso cumplimiento con los telediarios, se agasajarán con un cerrado aplauso.

Ah, y en el auge de este perverso ingenuismo, llegaron las gárrulas “redes sociales”.

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