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Vicente Vallés
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Vicente Vallés

LA PUREZA PELIGROSA

Por Rafael Balanzá
jueves 03 de marzo de 2022, 17:00h

Hay pocas cosas más peligrosas, en efecto. Bernard-Henry Lévy desarrolló esta idea en un ensayo publicado en los noventa, y ya entonces era una noción bastante trillada. La obsesión por la pureza que ha perturbado últimamente hasta el delirio a algunos de nuestros políticos deriva con mucha facilidad en una patología de la que la historia ofrece un escalofriante museo teratológico.

Jean-Paul Marat
Jean-Paul Marat

Paseando por sus lóbregas galerías de bóvedas ojivales y por sus mefíticas mazmorras, encontramos a los enemigos de Sócrates, a Casio –el juez y verdugo de César-, a Savonarola y a Lutero -custodios de la pureza religiosa-, y un poco más adelante, disecados, en una sala luminosa con frescos rococó y mobiliario Luis XV, a los implacables tribunos de la Revolución Francesa, Marat y Robespierre. A este último Unamuno le dedicó una de esas humoradas perversas a las que era tan aficionado: “El incorruptible –escribió don Miguel- tenía miedo de corromperse…” Y es verdad, porque sabemos que al jacobino le obsesionaba la muerte hasta el punto de decidirse a indultar a Dios de la guillotina. El Ser Supremo volvía a cambiar de sexo al quedar abolido el culto a la Diosa Razón, entronizada unos meses antes por los primeros revolucionarios. Esto era imprescindible, en opinión de Robespierre, si se querían salvaguardar los principios éticos que habían inspirado la Revolución y, sobre todo, mantener la esperanza de una vida ultraterrena.

No sabemos si es la Diosa Razón, el Ser Supremo o algún cartesiano duendecillo maligno quien ha trastornado a Casado. Lo que sí está claro es que el Partido Popular venía de un periodo de corrupción sistémica y se imponía una desinfección general, que el joven Pablo, en su camino de Damasco, parece haber considerado como una especie de misión sagrada. Ignoramos también si en la vigilancia de Ayuso y de su entorno ha pesado más la ambición personal y la necesidad de librarse de una rival brillante, o el loable –aunque tal vez excesivo- celo por mantener limpio al partido. Subyugado por una misantropía creciente, en estas medianías de mi vida, confieso que me inclino sin remedio a pensar mal de mí mismo y peor del prójimo. Perdóname, Pablo, si eres culpable de ingenuidad e inocente de rencor y de celos, pero a mí me parece más verosímil que peques de esto último.

En todo caso, lo sucedido nos impele a abrir el melón de una cuestión fascinante. ¿Por dónde pasa, exactamente, la línea fronteriza que separa honradez y corrupción? ¿Quién es el cartógrafo preciso que señala esos límites? Coincide la noticia de la debacle de los populares con otra de tipo “cultural”, por así llamarla, aunque en este caso parece más bien un eufemismo. Se trata del Premio Primavera de novela, otorgado a ese fustigador de toda clase de corruptos llamado Vicente Vallés. Esta rijosa noticia editorial (en primavera las editoriales también entran en celo) me ha recordado varias conversaciones que mantuve hace ya muchos años con el joven -entonces, hoy ya no tanto- y talentoso Enrique Rubio. Puede desmentirme, en público o en privado, si no interpreto bien su pensamiento, pero él consideraba –y trato, insisto, de ser fiel a su Zeitgeist- que vivimos en un sumidero de mierda, un poco en la línea de Luisgé Martín. En su opinión, el mundo editorial y literario constituía una especie de hipérbole de la corrupción extendida en todas las demás estructuras de la sociedad.

No le faltaba razón, a mi parecer, y así se lo manifesté; la diferencia entre nosotros no radicaba tanto en el diagnóstico como en las terapias, sobre todo en el terreno de la política. No es que el sistema de explotación y exclusión que era en su origen, y sigue siendo en su versión posindustrial y digitalizada, el capitalismo -atemperado en los últimos dos siglos por la democracia y los sindicatos- me parezca mucho mejor de lo que le parece a él; sino que a mi juicio, dada la condición humana, es un mal inevitable, porque la alternativa histórica ha demostrado ser un fracaso que termina en Putin, adalid, como sabemos, de la pureza y las esencias rusas. Para mí, como para Erasmo de Róterdam (acabo de leer el gran libro de Zweig) la clave radica en la tolerancia.

Por otra parte, si consideramos que un premio literario que se presente como tal debería ceñirse exclusivamente a la calidad literaria de las obras, está claro que el Premio Primavera, como tantos otros, ocupa un lugar de honor en el sumidero de mierda. Pero si somos un poco más tolerantes cabe otra valoración de las cosas. Admitido el capitalismo, sus pompas y sus fastos, resulta evidente que las editoriales deben satisfacer la demanda del mercado. Y si no hay mucha demanda tendrán que generarla. Evidentemente, un presentador de televisión es un reclamo mejor de lo que lo somos Enrique o yo. Además, los lectores que comprarán en masa la obra de Vallés, como los que han comprado la de Carmen Mola, no son personas brillantes; ni siquiera pueden ser descritos como seres inteligentes, en cualquier sentido que queramos atribuir a ese lábil calificativo; sino una plétora de ordinarios sapiens. Taxistas, funcionarios, tatuadoras, quiromasajistas, abogados, peluqueras… que podríamos considerar, tal vez, competentes en sus profesiones, pero que carecen por completo de cultura, buen gusto o criterio. La pregunta es: ¿acaso habría que obligarlos a buscar la pureza literaria? ¿No tienen derecho a existir y a vivir esta clase de personas mediocres, “sin cualidades” (por traer un término de raigambre Musiliana) en un mundo que precisamente ellos y ellas han moldeado a su gusto? Y lo han hecho, por cierto, mucho más mediante sus hábitos de consumo que a través del voto o de la libertad de expresión. Pues yo diría que sí, que tienen derecho. Y creo, además, que cualquier modo de forzarlos a ser mejores de lo que son suprimiendo su libertad resulta peor que lo que hoy tenemos en nuestros países; el fruto tardío de la civilización occidental al que llamamos democracia liberal, y que comporta implícitamente (qué le vamos a hacer) la libertad de mercado.

En aquella época en la que veía a Enrique Rubio con frecuencia se produjo un suceso lamentable en Murcia. El consejero Pedro Alberto Cruz fue brutalmente agredido a la puerta de su domicilio. Aquella era la enésima ordalía perpetrada por los eternos custodios de la pureza. Según ellos, el consejero venía a ser el emblema de la corrupción regional, por ocupar un cargo otorgado por su tío el presidente Valcárcel. Pedro había sido compañero mío en la facultad. Lo conocí durante un ciclo dedicado a Tarkovski que él mismo había organizado siendo todavía un joven estudiante. Durante la visita del payaso Leo Bassi, días o semanas antes de la agresión, se respiraba ya en Murcia un verdadero clima de linchamiento. Así que, cuando pasó lo que pasó, publiqué una columna en La Verdad condenando el crimen sin adherirme de ningún modo al Partido Popular, por el que siento la misma simpatía que por los ácaros.

Esto me acarreó una lluvia fina de insultos en las redes y una agria respuesta de la izquierda publicada en el mismo periódico. Un par de días después me reuní con los escritores Miguel Ángel Hernández y Enrique Rubio en el café del Arco. Allí, de palabra, reiteré mi postura ante el suceso. Pedro Alberto Cruz representaba –les dije- un caso claro, aunque leve, de nepotismo provinciano; algo que, siendo un poco tolerantes, podemos admitir sin aspavientos. E incluso si se hubiera tratado de un caso grave, de verdadera e intolerable corrupción delictiva, no quedaría por eso justificada la paliza tremebunda que había sufrido. Pero otra vez surge la misma pregunta por los límites. ¿Es legítimo que un presidente nombre a su sobrino para un cargo al que podrían optar otros aspirantes acaso más cualificados? ¿Es aceptable que el hermano de una presidenta disfrute de una posición privilegiada para hacer negocios con la administración que ella encabeza? La única línea infranqueable debe marcarla la ley. Para lo demás tenemos a la prensa y el mejor o peor sentido ético y estético de los votantes. Pero Dios (o la Diosa Razón) nos libre de los furores justicieros de los amantes de la pureza. Es cierto que a veces se hace un poco duro vivir entre personas que toleran bien la suciedad, pero para guardarse de los gérmenes cada cual debe cuidar al máximo su higiene y su sistema inmunitario. Muchos de los votantes de Ayuso (como los de Pedro Sánchez, Abascal, Iglesias…), muchos de los lectores de Carmen Mola tienen algo en común con los gusanos: una completa falta de imaginación que les permita desear ser otra cosa distinta de lo que son. Y tampoco aspiran a que les represente alguien mucho mejor que ellos mismos. Otros sí tenemos imaginación de sobra para concebirnos mejores de lo que somos, y sin embargo no nos aplicamos a ello con la suficiente intensidad; lo que probablemente nos hace más culpables.

Y una anécdota personal, antes de cerrar el telón del guiñol de la pureza. Después de ganar el Café Gijón, premio que representa el máximo grado de la pureza literaria (de la criba se encargan profesores de literatura, la editorial que publicará la obra no puede mangonear la deliberación e incluso se busca un equilibrio político entre los miembros del jurado) y de que la novela gozara de cierto éxito comercial, las personas que entonces –no sé si son las mismas de ahora- organizaban el Premio Primavera le comunicaron a mi agente que no descartaban mi nombre para una ulterior convocatoria. Es notorio que esa posibilidad nunca llegó a materializarse. Si me hubiera propuesto tal objetivo como única meta al escribir (esto ya lo he contado otras veces) debería haber tomado un camino diferente. Digamos que opté por preservar la pureza de mi vocación. Ahora bien, si aún así me lo hubieran ofrecido –cabe plantear-, ¿lo habría aceptado? Aunque sólo fuera pensando en mi mujer y en mi hijo (y no es que pasen hambre) debería responder, en honor a la verdad, con un rotundo y categórico sí.

Isaiah Berlin nos explica (“Contra la corriente”) que el único denominador común de toda la Ilustración consiste en la negación del pecado original. Quienes fuimos educados en el cristianismo, aunque luego la tristitia mundi nos tornara agnósticos, no tenemos grandes dificultades en asumir nuestra impureza originaria; algo que les habría sentado muy bien a Marat, a Robespierre y… a Teodoro García Egea.

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