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"Los besos", de Manuel Vilas

Por José Manuel López Marañón
miércoles 02 de noviembre de 2022, 17:00h
Los besos
Los besos

¿Una novela que disecciona el amor en la pareja madura? ¿Una novela sobre el confinamiento pandémico que en España empezó en marzo de 2020 y terminó en mayo de aquel año? ¿Una novela sobre el dominio de los recuerdos y sobre la fuerza de la maternidad? Todo esto, hermanado por la sabiduría narrativa de Manuel Vilas (Barbastro, Huesca, 1962), es lo que encuentra el lector de "Los Besos".

Con la cristalización de una vara que se arroja a una mina de sal revelaba Stendhal, en su libro Del amor (1882), las etapas por las que pasa el proceso amoroso. Tres meses después esa vara desnuda aparece totalmente cristalizada, una metáfora con la que el escritor francés delimitaba el período de idealización de la persona que se ama; de cómo los pensamientos dicen que esa persona amada es la ideal.

En Los besos pocos días son suficientes para que el protagonista, Salvador, se enamore profundamente de Montserrat, tendera en Sotopeña, pueblo de la sierra madrileña donde él se ha refugiado huyendo del confinamiento en la gran urbe. Salvador habita un bungaló al que ninguna comodidad falta y Vilas nos cuenta esos tres meses en los cuales, sobre un entorno arbóreo y salvaje al que llega la primavera, los amantes se entregan sin que las alarmantes noticias de la Covid-19 los afecte («Estar enamorado es no ver el telediario»).

La pasión de Salvador (58 años, hijo único sin padres, exprofesor de adolescentes, jubilado prematuramente por sus fallos de memoria, delgado, moreno, aún atractivo) y Montserrat (a sus 45 años una mujer en el esplendor de su belleza) toma cuerpo en una feroz atracción sexual a la que acompaña una muy sutil forma de erotismo: «Si queremos estar más años vivos, la razón ha de ser el erotismo. Respirar y abrir los ojos es erotismo».

Más enamorado él de ella que ella de él, la vanidad no es ajena a este cincuentón en quien la potencia sexual renace, algo de lo que se siente orgulloso ya que –debido a ella– la vergüenza de desear en la edad madura, con la puerta de la vejez delante de los ojos, se ha pulverizado. «La vida sin pasiones solo es supervivencia. Y la pasión importante es enamorarse de otro ser humano».

Como don Quijote convirtiendo a una tosca aldeana en Dulcinea, Salvador rebautiza a Montserrat García (hay que decir que la chica tiene algún estudio, cierto gusto y toques de sensibilidad) con el cervantino nombre de Altisidora (una inteligente y enigmática doncella, muy joven, que engaña a don Quijote diciéndole que se ha enamorado de él). Igualmente gozosa del amor físico, sin embargo, esta nueva Altisidora llega a reconocer cómo «su amor por Salvador no llena su vida de ganas de vivir». La admiración, ese encanto extraño con dotes de imán para atrapar a cualquiera, no es del mismo tamaño en estos amantes que –aunando vigor y sutileza– ha creado Manuel Vilas.

Las esperanzas, las expectativas de Salvador sobre las posibilidades de ese amor suyo hacia Altisidora dan un giro tras el confinamiento.

La pareja va a pasar unos días a un hotel de Benicasim; el amor sigue ahí, pero el erotismo ha amainado y los preocupantes interrogantes sobre su futuro en común se hacen más perceptibles… Salvador, dividido entre la duda y el placer, se convence a sí mismo de cómo Altisidora podría darle un futuro que en ningún otro lugar del planeta iba a encontrar. Pero no será la incertidumbre la que ponga las cosas en su sitio; una fuerza aún más poderosa que el amor va a ser la encargada de hacerlo…

Si bien los efectos de la pandemia no interfieren mayormente en los apetitos de esta voraz pareja («nuestra pasión, nuestras ganas de hacer el amor, ni siquiera repararon en la existencia del virus. Ni nos acordamos»), hay que decir que la Covid-19 tiene una notable presencia en Los besos.

Pese a sus pequeños olvidos, Salvador es un gran lector (alaba sin cesar la segunda parte del Quijote, donde encuentra una correlación entre la vida gruesa y simplona de Sancho Panza y la vida de la clase media española) al que, lúcidamente, la plaga mortal le genera reflexiones de este calibre: «El virus se ha plantado ante nosotros porque necesitábamos un espejo; es como si lo hubiéramos llamado. No tenemos todavía capacidad para pensarnos como especie, y el virus apela a esa incapacidad, pues nos ataca a todos»; «¿Es inteligente el virus?»…

Los recuerdos de Salvador tras su paso por la Academia, un colegio mayor de Madrid, sus vivencias en ella allá por 1981 (el fallido golpe del 23F; su amistad con Rafael Puig, aquel estudiante capaz de prever el futuro; la señora Matilde, etcétera) y la antigua relación de Montserrat con un novio suyo (Francisco Salvatierra, a quien dos décadas después reencuentra, gracias a Internet, en agónico estado), esos, y otros trascendentales flashbacks que no desvelo, sirven a Manuel Vilas para iluminar unos pasados desconcertantes: los de sus dos protagonistas principales –y es que, a semejante altura de la vida…, ¿habrá algún pasado que no resulte inquietante?. El autor de Ordesa completa así ajustadamente, y sin dejar cabo suelto, la trama sentimental que vertebra esta valiente e inolvidable novela que es Los besos.

«No existen palabras, simplemente son los besos, esas luces intensas en el camino de la vida, esas luces cegadoras tras de las cuales está otro ser humano esperándote en un acto de eternidad consentida por la muerte. Eso son los besos».

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