MÚSICA

Joaquín Sabina rompe cuatro años de silencio y publica "Vinagre y rosas"

Joaquín Sabina
Francisco Jiménez de Cisneros | Jueves 23 de octubre de 2014

"Pienso en los mundos personales y en la capacidad de disparar con mano de santo al corazón ahora que sale "Vinagre y rosas", la nueva entrega de Joaquín. Su último disco, Alivio de luto, se editó en el 2005, hace cuatro años. Tanto tiempo de espera convierte ya esta aparición en un acontecimiento", escribe Luis García Montero en el texto que se reproduce íntegro al final de la noticia.



Así es. Cuatro años sin canciones de Joaquín Sabina son muchos años, pero el mutis termina el 17 de noviembre con la publicación de Vinagre y rosas, un álbum en el que, como dice García Montero, "Joaquín se ha abierto más que nunca, y sin embargo es también más Joaquín que nunca". Justa definición para uno de los grandes trabajos de un artista que lleva almacenando en el disco duro de nuestra memoria un buen puñado de canciones imborrables desde que apareció su primer disco, allá en 1978. Palabras como cuerpos, una de las canciones de aquel álbum de debut, empezaba: "Recuperar de nuevo los nombres de las cosas, llamarle pan al pan, vino llamarle al vino".

Han pasado 31 años, ha publicado 18 discos de los que ha vendido más de nueve millones de ejemplares y en eso sigue Joaquín Sabina, cuidando y puliendo las palabras. Tiene el gen, y las 14 canciones Vinagre y rosas lo confirman por decimonovena vez. Firmando al alimón con Benjamín Prado las letras de diez de ellas, una con Luis García Montero y otra con Violeta Parra (1917-1967), Joaquín Sabina vuelve a apoderarse de nuestro corazón y convertirlo en estribillo, como escribe García Montero.

Hoy, con 60 años a cuestas (Viudita de Clicquot, una de las canciones de Vinagre y rosas, da fe de ello), Joaquín Sabina sigue desnudándose en sus canciones escéptico y utópico, real y fantástico, nunca complaciente. Como siempre, mete el dedo en la llaga y jamás sale seco. Las canciones de Joaquín son vida y tienen el callo que da la nostalgia, la decepción y la ilusión, mezcladas en proporciones diferentes en las canciones de un álbum inspirado, emocionante y despojado. En Vinagre y rosas, el pan sigue siendo pan y el vino, vino.

El álbum comienza por derecho con Tiramisú de limón ("Hice un solo desafinado con las cenizas del amor, las verbenas del pasado gangrenan el corazón"). Es el primer single y una de las dos canciones del nuevo tándem Sabina-Pereza que aparecen en el disco. Un tema rotundo, con letra de Joaquín Sabina y Benjamín Prado y música de Leiva de Pereza. Leiva y Rubén (es decir, Pereza) asumen la producción y lo tocan casi todo: batería, bajo, guitarras... También hacen los coros, junto a Guti, Joan Manuel Serrat, Antonio Gª de Diego y Pancho Varona.

Tiramisú de limón comienza acústico con cierto aire porteño a cargo del acordeón de César Pop para transformarse en uno de esos enérgicos rock en medio tiempo que Sabina siempre borda. Con un estribillo definitivo y un desarrollo clásico de libro, es una canción que une las chulerías de Sabina y Pereza, con vocación de convertirse una vértebra más de la columna imprescindible que sostiene su obra y pone la base agridulce que recorre todo el álbum.

Para continuar dejando las cosas claras, una autobiografía a calzón quitado: Viudita de Clicquot ("A los quince los cuerdos de atar me cortaron las alas, a los veinte escapé por las malas del pie del altar, a los treinta fui de armas tomar sin chaleco antibalas, Londres fue Montparnassse sin gabachos, Atocha con mar"). Con el equipo músico habitual (Antonio Gª de Diego, Pancho Varona y José A. Romero) a su lado como en la mayoría del álbum, es un baladón rockero con ese aroma blues que también aparece en otras canciones. Puro Sabina en otra demostración de maestría en la construcción de una canción, esta vez quitándose hasta el taparrabos.

Para elevar la nostalgia llega Cristales de Bohemia ("Vine a Praga a fundar una ciudad una noche a las diez de la mañana, subiendo a Malá Strana, quemando tu bandera en la frontera de la soledad"). Con un acompañamiento sencillo, mínimo y ajustado, es una emotiva evocación a Praga, una canción melancólica que da paso a Parte metereológico ("Besarte es desatar un huracán, que suba en el termómetro el mercurio, algunas nieves dan calor cuando se van fundiendo entre el desierto y el diluvio"). Rock suave de carretera, ritmo a lo J.J. Cale (para entendernos) y un estupendo y fino trabajo de Antonio Gª de Diego a las guitarras marcan una de las canciones más rítmicamente alegres y vistosas del disco.

Después, y a ritmo de vals íntimo, suena Ay! Carmela ("Y no sé de qué modo dejar de adorarte sin duelo entre nunca y quién sabe. Cuando quemes tus naves no me pierdas las llaves del cielo") con letra cien por cien Joaquín, dedicada a su hija y una de las canciones más emocionadas de un álbum absolutamente emocionado. Sigue Virgen de la Amargura ("Virgen de la Amargura, devuélveme la vida, sin ti todo es usura y noches perdidas, facturas, calenturas, heridas sin sutura; caídas, conjeturas, sacudidas, cerraduras... despedidas de locura y callejón"), una de las canciones más originales del disco, abierta, imprevisible, que comienza acústica con aire a folk-rock de los 60-70 y acaba por los Beatles.

Agua pasada ("Las canciones de amor que no quisiste andan rondando ya por las aceras, las tocan las orquestas de los tristes pa que baile don nadie con cualquiera") tiene dentro blues, tango, fado, copla y otras músicas de sentimiento para un Sabina vertical, hondo, intenso, íntimo. Siguiendo en la onda, llega Vinagre y rosas ("Cuando el flautista de Hamelín sacó un ratón de su bombín, Polichinela se fugó con Arlequín. Hay mariposas de arrabal que nunca aprenden a volar, vinagre y rosas a la hora de cenar"), un hallazgo en la mezcla de ranchera y blues, absolutamente original y magníficamente conseguida. Una canción que Sabina canta más chulo que un chotis para colocarla en la vitrina junto a sus grandes emblemas. Otra joya.

Embustera ("Contigo he comprendido que la humedad es algo que se seca y se olvida. Gracias a ti he sabido que la verdad es sólo un cabo suelto de la mentira") retoma el rock porque ahí está Pereza en su segunda colaboración del álbum. Con música de Rubén Pozo y Pereza a las guitarras, bajo y batería, tiene un aire a lo George Harrison pasado por los Rolling Stones que la convierte en otra de las canciones enérgicas de un álbum por lo general calmado. Nombres impropios ("Ya ves, llegar a fin de mes no era con ella asunto de dinero. Se trataba más bien de merecer un tren de pasajeros, el tsunami de un mar hecho mujer, dispuesto en cada ola a renacer. Se llamaba Herejía, cómo voy a saber si me engañaba cuando me mentía") contribuye a esa calma a tiempo de swing con aroma de jazz añejo, con un desarrollo sofisticado donde se ve la mano sabia de Antonio Gª de Diego y Pancho Varona, autores de la música como en la mayoría de las canciones del disco.

Menos dos alas ("González era un ángel menos dos alas, González era un santo por lo civil, un dandy con un ojo a la funerala, tan rojo, tan Oviedo y tan zascandil") va por rumba para rendir homenaje al poeta Ángel González (Oviedo, 1922-Madrid, 2008), mientras Crisis ("Crisis en el cielo, crisis en el suelo, crisis en la catedral. Crisis en la cama, cada sueño un drama, un euro es un dineral. Crisis en la luna, la diosa fortuna debe un año de alquiler. Crisis con ladillas, manchas amarillas, pánico del día después. Crisis en la moda, firma y no me jodas, esta no es nuestra canción") cambia a rock duro para situarnos en el hoy y ahora.

Y en la recta final del álbum llega Blues del alambique ("Me busqué, te perdí, derrapé, malviví, todo es tan extraño. Conspiré contra el sol, enviudé de farol, cómo pasan los años") con música de Álvaro Martínez Maluquer, un especialista en blues que sostiene con su guitarra la intimidad de una canción que precede al bonus track que cierra del disco: Violetas para Violeta ("Los pobres no somos ricos ni el cobre es más que la greda, la libertad cierra el pico desde que hay toque de queda, pregúntale a los milicos qué hicieron en La Moneda"). En el libro Con buena letra que recoge la letra de todas sus canciones, Joaquín Sabina escribe: "Imitando sin conseguirlo a la inimitable Violeta Parra". Con música de la gran cantautora chilena que Sabina convierte en un blues-rock intenso y emocionante, es el cierre de un álbum mayúsculo, variado, insurrecto, duro en el contenido, muy poco benévolo con nada ni con nadie, empezando por el propio autor. Apasionado y apasionante. Decir que Joaquín Sabina vuelve a ejercer magisterio en las letras puede ser redundante y mejor leer el texto que sigue de Luis García Montero. El hecho es que Vinagre y rosas ya está aquí para situarse entre los mejores discos de una obra capital en la música española. La que desde hace tres décadas nos viene ofreciendo Joaquín Sabina.

Coincidiendo con la publicación de Vinagre y rosas el 17 de noviembre, Joaquín Sabina comienza una gira de presentación del álbum, cuyo primer concierto será el 20 de noviembre en el Multiusos Sánchez Paraíso de Salamanca. Las entradas para este concierto se agotaron en cinco días, lo que ha obligado a programar una segunda actuación el 21 de noviembre. Después la gira pasará por Vigo, Zaragoza, Valencia, Pamplona, San Sebastián, Bilbao, Roquetas de Mar (Almería), Córdoba, Madrid, Barcelona, Granada y Málaga, entre otras ciudades, para trasladarse a partir del 20 de enero de 2010 a Sudamérica.


Puro Joaquín impuro
por Luis García Montero

Ningún valor hay más decisivo en el arte que la capacidad de fundar un mundo propio. El oficio, los recursos técnicos, la pasión, la disciplina, la entrega, son buenos aliados a la hora de crear. Pero nada es tan valioso como el mundo propio conseguido, el milagro estético de una personalidad convertida en arte. Ese es el verdadero reto de la creación.

Federico García Lorca, Pablo Neruda, Geoges Brassens, Bob Dylan, son dueños plenipotenciarios de su mundo. En cuanto uno escribe, canta y se acerca a ellos, todas las palabras suenan a Lorca, a Neruda, a Brassans, a Dylan.

Ocurre lo mismo con Joaquín Sabina. Siempre he pensado que sus canciones pierden cuando se atreven a interpretarlas artistas de voz modélica y técnica refinada. Porque lo que convence de Joaquín es el mundo que ha creado, inseparable de su voz partida, llena de humos, rebeldías, malas noches, amaneceres y sentimientos en números rojos. Sus canciones nos sorprenden en la radio de un coche, en una habitación solitaria, en la barra de un bar o en una esquina de cualquier ciudad. Se apoderan de nuestro corazón, lo convierten en estribillo y lo empujan a una plaza de toros o a un campo de fútbol para que cada historia personal pueda corear y celebrar la vida en medio de una multitud.

Pienso en los mundos personales y en la capacidad de disparar con mano de santo al corazón ahora que sale Vinagre y rosas, la nueva entrega de Joaquín. Su último disco, Alivio de luto, se editó en el 2005, hace cuatro años. Tanto tiempo de espera convierte ya esta aparición en un acontecimiento. Pero hay algo más iluminador que a mí, como testigo privilegiado, me hace pensar en los milagros del arte. Las canciones de Vinagre y rosas son canciones del Joaquín de siempre, del mejor Sabina, del que ha viajado con nosotros en la música del coche, del que hemos coreados en una madrugada de amistad o en un concierto inolvidable.

Y eso tiene que ver con el mundo propio de Joaquín Sabina, el valor decisivo de un creador. Además de con sus músicos de toda la vida, Pancho Varona y Antonio García de Diego, Joaquín ha contado en este Vinagre y rosas con los ritmos más jóvenes de Pereza y con la palabra amiga del poeta Benjamín Prado. Joaquín se ha abierto más que nunca, y sin embargo es también más Joaquín que nunca. Eso sólo resulta posible cuando hay un mundo sólido, decisivo, radical. Existe una patria sin banderas que se llama Joaquín Sabina, con límites precisos en los cuatro puntos cardinales, y para vivir en ella no hace falta más pasaporte que la disposición a conocer la realidad por dentro, con la lluvia de sus alegrías melancólicas y el sol de sus dolores pensativos.

Todo el mundo me creerá si afirmo que pocos amigos míos me han ayudado tanto como Joaquín a celebrar la existencia y a buscar la alegría, porque cada minuto junto a él es un acontecimiento de vida. Pero todo el mundo debe creerme también si digo que conozco a pocas personas tan obsesivas con su oficio. Este loco informal que se llama Joaquín Sabina mide hasta la última coma de sus canciones, se muda a vivir en ellas, cuida el matiz, hace cálculo de estructuras, busca palabras, corrige, decide. Y es que se sabe dueño de su mundo, y es que sólo la gente muy cuerda está capacitada para cometer locuras con un acierto de relojería, con un dominio formal que huye del frío y se convierte en pasión, quiero decir, en canción.

Además de mundo propio, Joaquín Sabina tiene el oficio, los recursos técnicos y la disciplina creativa que son necesarios para componer canciones en un estado de absoluta rebeldía. La complicidad de su mala voz resulta insustituible en mi educación sentimental. Vinagre y rosas es puro Joaquín, puro Sabina, el amigo, el cantante con el que hemos compartido tantas noches, más de 19, y tantos días, más de 500.

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