FIRMA INVITADA

EDICIÓN DE LIBROS EN EL SIGLO DE ORO: REYES, IMPRESORES Y LIBREROS

Impresores del Siglo de Oro
Olalla García | Lunes 11 de febrero de 2019

Para un observador actual, el Siglo de Oro resulta sorprendente en muchos aspectos. Tomemos como muestra el mundo del libro. Lo primero que nos asombra, comparándolo con el nuestro, es la importancia que se le concede en la legislación. Comenzando con la Pragmática de los Reyes Católicos (Toledo, 8 de julio de 1502), todo el siglo XVI se caracteriza por la intensa labor legislativa y censora que se ejerce sobre los textos impresos. Esta preocupación proceden, en primer lugar, de la Corona; y, en segundo de la Inquisición, que ahora comienza a publicar sus famosos Índices de libros prohibidos. Ambas se yerguen como guardianas del pensamiento en los reinos hispánicos que, desde la perspectiva oficial, debían ser perfecto relejo de la doctrina católica.



Esta concepción se manifiesta de forma muy clara en la atención que las autoridades prestan a la imprenta. Tengamos en cuenta que en aquel tiempo se la consideraba un invento potencialmente muy peligroso, por su capacidad para difundir ideas a una escala prodigiosa, sin parangón en la historia previa de la humanidad. Sumemos a esto el hecho de que en este periodo toda Europa se escinde ideológicamente tras las tesis de Lutero y el surgimiento de las iglesias reformistas. Surge así una profunda y enconadísima batalla ideológica, que tendrá graves consecuencias políticas y derivará en las cruentas guerras de religión que azotarán el continente en los siglos XVI y XXVII.

¿Cómo se editaba entonces un libro? Lo primero que nos llama la atención es que, a diferencia de lo que sucede en nuestra época, no se requería la autorización previa del autor. Esto resulta especialmente llamativo en el caso de las obras de éxito, que se editaban y reeditaban sin que su creador percibiese ganancia alguna.

Por lo demás, el editor (que solía ser el propio impresor del texto o, en ocasiones, el librero que lo encargaba) debía superar una compleja serie de diligencias para cumplir con las estrictas y numerosas exigencias legales.

A partir de 1502, cualquier libro que se editase en los reinos hispánicos debía contar con una licencia previa de impresión, concedida por el rey. La obtención de la misma dependía, entre otros factores, de que ningún otro impresor gozase de privilegio —o exclusiva de edición— sobre la obra. Para lograrla, el volumen tenía que ser revisado por un censor del Santo Oficio, que determinaba si su contenido era o no apto para la divulgación. Tras un informe favorable de éste, un escribano del Consejo de Castilla o del de Aragón debía firmar y rubricar el texto; la versión salida de la prensa había de ser una copia fiel, palabra por palabra, de lo certificado por dicho funcionario. Razón por la cual, una vez concluida la impresión, el libro volvía a presentarse al Consejo para que un corrector oficial lo cotejase con el ejemplar aprobado y rubricado por aquél. A continuación, otro escribano del mismo organismo calculaba la tasa, el precio de venta oficial de cada pliego de la obra. Sólo entonces el ejemplar regresaba de nuevo al taller tipográfico para que allí se le añadiesen la portada y los preliminares —la información que manifestaba la legalidad del producto y que debía incluir obligatoriamente la licencia, la tasa, el privilegio si lo hubiere, el nombre del autor, el del impresor, y el lugar de impresión.

El trabajo en el taller de imprenta resultaba agotador. Los oficiales debían superar un larguísimo proceso de aprendizaje que duraba entre cuatro y seis años. Se requería la labor conjunta de tres especialistas: un componedor, un batidor y un tirador.

El componedor se encargaba de “componer” el pliego, formando con los tipos móviles las líneas de texto. Los caracteres se colocaban invertidos para que la estamparlos formaran la imagen correcta sobre el papel. Debía “casar” las diferentes partes del pliego, orientándolas de forma que, al doblarlo, cada una las caras resultantes se encontrase en la posición de lectura adecuada.

El batidor era el responsable de entintar la “forma”, la composición ya terminada. La colocaba en una armazón o “cofre”, que la protegía para que los movimientos de la prensa no la descolocasen. Introducía unas balas de piel en un tintero, las frotaba entre sí para repartir la tinta y las presionaba a lo largo y ancho de la forma. La operación requería de energía y, a la vez, cierta delicadeza; a falta de lo primero, los tipos no quedarían impregnados de manera completa y uniforme; sin la segunda, los caracteres podrían desprenderse y los componedores tendrían que rehacer su tarea.

El tirador se ocupaba de operar la prensa. Cada pliego requería de dos golpes de manivela (cuatro en el caso de los textos impresos a doble tinta, como los litúrgicos). El oficial debía ajustar el pliego en blanco sobre el tímpano móvil y fijar su posición perforando los bordes con unos puntizones. Luego colocaba sobre él una frasqueta, para que los márgenes de las páginas no se manchasen de tinta. Giraba la manivela que desplazaba la mitad del carro hacia el interior de la prensa. Tiraba con fuerza de la barra que hacía bajar el cuadro para estampar la mitad del pliego. Luego lo elevaba, accionaba la manivela para colocar la segunda mitad de la forma y, con otro golpe de barra, imprimía la parte restante del papel. Su trabajo requería de grandes dosis de precisión, fuerza y resistencia física. La tirada diaria solía alcanzar los mil quinientos pliegos, o seis mil golpes de prensa.

El batidor y el tirador repetían aquel proceso tantas veces como resultase necesario hasta completar la tirada encargada por el librero. Así se imprimía el “blanco”, la primera cara del pliego. Luego se repetía el proceso para la “retiración”, o segunda cara. Las letrerías resultaban tan caras que los talleres disponían de una escasa cantidad, así que los componedores tenían que utilizar las mismas para el blanco y la retiración.

El formato o tamaño del volumen impreso dependía del número de veces que se doblase el pliego. Al doblarlo una sola vez se obtenía el formato de a folio, con un total de cuatro páginas por pliego. Estos tomos eran de difícil manejo y precio elevado. Solían ser libros litúrgicos, tratados jurídicos, científicos y técnicos, ediciones de lujo y obras de consulta.

Si se doblaba el pliego tres se obtenían dieciséis páginas. Este era el formato de a octavo, el formato más común en la época. Los formatos más pequeños permitían la publicación de textos no muy extensos a precios asequibles, lo que favoreció un incremento notable del octavo desde mediados del siglo XVI.

Los volúmenes salían de la imprenta “en rama”, sin encuadernar. La encuadernación, que suponía un coste añadido, se realizaba en las librerías, a petición del comprador. Podía ser desde un trabajo barato y sencillo, en papel o cartón, hasta una verdadera y costosa obra de arte que incluyese materiales como cuero, seda u oro. Aunque no era extraño que parte de los volúmenes de las colecciones privadas se dejasen sin encuadernar.

Como vemos, hay notables diferencias entre la edición e impresión de libros entre el Siglo de Oro y nuestra época. Pero quiero acabar con uno de los datos más llamativos. Según apreciamos en los textos, era frecuente que los oficiales que participaban en la edición e impresión de textos no supiesen leer. Sin embargo, todos sentían una profunda reverencia por la palabra escrita. Pues eran consciente de estar participando en una industria “admirable” y “noble”, de dominar un “arte divina” que contribuía como ninguna otra a la difusión del saber.

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