FIRMA INVITADA

Dos escritores y un aparador holandés

Alfonso Reyes
Gastón Segura | Jueves 09 de mayo de 2019
A pesar de que durante la última década se haya traducido y publicado unas cuatro o cinco veces y por editoriales distintas, La maravillosa historia de Peter Schlemihl (1814) no ha logrado, en la España actual, la fama de monumento literario que se le dispensa en otros países.

En cambio, durante el s. XIX y el primer tercio del XX, esta “novela fantástica” —la única de Adelbert von Chamisso— era lectura frecuente entre las personas que se pretendían cosmopolitas; es más, figuraba en el repertorio de los títulos que debía de leer un mozalbete cuyos progenitores —con posibles y mundo, por supuesto— aspiraban a convertirlo en un gentleman con porvenir. No en balde, era uno de los relatos más caracterizados, con Las desdichas del joven Werther (1774), de Goethe, o Eckbert el rubio (1796), de Tieck, del Romanticismo alemán. Y de sobra es sabido que el Romanticismo alemán es el último y más formidable movimiento literario que produjo Occidente, pues no solo transformó a las otras disciplinas artísticas e incluso a las científicas, sino que permeó y varió todas las costumbres sociales y, por supuesto, la política; al punto de que todavía nos valemos cotidianamente de muchos de sus “conceptos” o nos batimos contra sus más pervertidos rescoldos.

Por mi parte, tuve noticias de La maravillosa historia de Peter Schlemihl siendo ya universitario y por menciones dispersas y en volúmenes de la más variada índole, y siempre por la parábola tan enjundiosa que encerraba este en apariencia sencillo cuento sobre el hombre que vendió su sombra al diablo por una bolsa inagotable de riquezas, y las desgracias que le acarreó desprenderse de una cosa tan inútil, pero tan propia, como es la sombra. Aunque, ahora, cuando tengo una noción aproximada de la montaña de estudios consagrados a desvelar los muchos mitos que enlazan sus ciento y pico páginas —por no hablar de su honda huella en la literatura posterior—, lo que más me cautiva son las circunstancias ocasionales que “inspiraron” —concepto, por demás, romántico— a Chamisso la escritura de este cuento, nacido para amenizar a los hijos de su amigo, el editor Eduard Hitzig.

Todo partió de una broma de Friedrich La Motte Fouqué cuando Chamisso le comentó que, durante un viaje, había perdido equipaje y hasta sombrero y capa; “¿y no perdiste también la sombra?”, le apostilló el otro escritor con guasa. Esta pulla más un relato de Lafontaine, donde un tipo era capaz de extraer de su bolsillo cuanto sus conocidos le pedían, fermentaron en la imaginación de un Chamisso, desvalido y postergado, el relato.

En efecto, corría el año de 1813, hacía otro que había regresado a Berlín desde del castillo de Coppet, adonde llegó pegado a las blondas de la corte de Madame Staël, y siete desde que hubiese renunciado a su empleo de teniente prusiano tras la caída de Hamelín en manos de Napoleón. Su futuro se abismaba entre borrascosas vacilaciones por su origen francés y su vocación probada de poeta alemán. No le quedaba sino aferrarse a sus estudios de botánica casi como una hermética muralla tras la que olvidar su incierta condición de apátrida. Entonces, escribió la desventurada peripecia de Peter Schlemihl.

En 1920, publicaba en Madrid, Alfonso Reyes su primera colección de cuentos: El plano oblicuo. El tercero de estos relatos, fechado en 1913, se titula “De cómo Chamisso dialogó con un aparador holandés”. Sin duda es un curioso, por burlón, homenaje al gran poeta y botánico alemán. Claro que todo este puñado de relatillos no es sino un coloquio con el Romanticismo y el mundo clásico, alterado con las más dislocadas ocurrencias para aguzar el humorismo; la cualidad más luminosa de este gigantesco prosista de la lengua española.

Pero no quería diseccionar el cuento donde un aparador holandés se empeña en dialogar con Chamisso sobre sus aventuras y conocimientos botánicos, sino sobre varias prodigiosas coincidencias biográficas entre ambos escritores. Para comenzar, 1913 es uno de los años más funestos en la vida de Reyes; su padre, el general Bernardo Reyes, muere en el golpe de Estado contra Madero, y un hermano suyo, meses más tarde, lo sacará de México enviándolo como secretario a la embajada de París, donde apenas si cumplirá semanas, porque la caída de Huerta lo arrojará a la desairada intemperie. Como exiliado llegó a Madrid, y aquí encontró el amparo del Instituto de Estudios Históricos de Menéndez Pidal; por delante, le aguardaba una década donde Alfonso Reyes peritará y acendrará su conocimiento de la lengua castellana tanto y tan concienzudamente como para convertirse luego en el patriarca indiscutible de la literatura mejicana, al punto de palpar el Nobel, en 1949, cuando se le interpuso una furibunda campaña que lo acusaba, ni más ni menos, de ser un fervoroso propagador de la cultura clásica europea.

Pero quería que reparasen en que ambos, Chamisso y Reyes, escriben los dos relatos con cien años exactos de diferencia, con todo lo que de sortilegio tiene para nosotros eso de los centenarios. Pero queda lo más sustancial: ambos los escriben a punto de emprender unos viajes que dispondrán sus vidas hacia el ansiado y sosegador reconocimiento; en el caso de Chamisso, su enrolamiento por mera casualidad en la expedición científica, patrocinada por el zar, del Rurik alrededor del mundo, en 1815. A su regreso a Berlín, tres años más tarde, Federico Guillermo de Prusia lo nombrará adjunto al Jardín Botánico y todos sus quebrantos se disiparán. De inmediato, comenzará la publicación de sus más celebrados poemas, también de sus estudios sobre la flora de Alemania del norte y sus memorias sobre aquella benemérita navegación por los océanos australes y árticos. En cuanto a Reyes, como mencionaba antes, emprenderá, vía París, su provechosa década madrileña, que no solo le procurará la amistad de las personalidades más notables de la vida cultural española —Ortega, Américo Castro, Menéndez Pidal, D’Ors…— sino que le abrirá las puertas de las más significativas publicaciones del momento, como Revista de Occidente. Pero su viaje no terminará ahí, porque en 1920 había retornado a la carrera diplomática, que no concluirá hasta 1938, cuando regrese, por fin, a México, tras su último cargo como embajador en Brasil; para entonces, ya no le cabía duda a nadie: Alfonso Reyes era uno de los literatos cruciales del continente americano.

Por lo demás, entre ambos, hacía tiempo que mediaba un aparador holandés que, una noche y en las postrimerías de una cena anegada de ron, abrió uno de sus cajones para arrancarse a platicar con la equilibrada y un punto arrogante prosodia de Goethe.

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