FIRMA INVITADA

HISTORIA DE DOS INFANCIAS

Kazuo Ishiguro
José Joaquín Bermúdez Olivares | Martes 05 de mayo de 2020

Pocos narradores tan importantes, cuanto disímiles, ha dado la segunda mitad del siglo XX, como W. G. Sebald (1944-2001) y Kazuo Ishiguro (1954). Sus acercamientos a la materia narrativa, a la posibilidad de adquirir y transmitir información y a caracterizar personajes partiendo de lo que ni ellos mismos conocen, les hacen reaccionar a la postmodernidad de un modo peculiar, casi diríamos reaccionario por aquello de ir a la contra. Desaparecido Sebald en accidente de tráfico el 14 de diciembre de 2001, cuando se le consideraba candidato seguro al Nobel, galardón que recibió Ishiguro en 2017 (antes de los escándalos que acompañaron a estos premios), queremos hacer aquí un mínimo esbozo de su obra maestra cuasi póstuma Austerlitz (2001) junto a la casi simultánea Cuando fuimos huérfanos (2000) del anglo-japonés.



La infancia perdida ha sido objeto literario desde el comienzo: los héroes de la tradición épica suelen ser hombres cuyos primeros años se nos esconden por diversos motivos (pienso en el Perlesvaus/Parsifal del ciclo del Grial, por no remontarnos a la tragedia griega); a veces hasta se esconde para el propio protagonista que, al llegar a la edad viril, debe superar una prueba —tras la correspondiente quest— para afirmar su posición y con ello, generalmente, recuperar el misterio de su origen y filiación. Todo esto, alterado con sus propios artificios narrativos, ocurre en las obras citadas de Sebald e Ishiguro.

Cuando Ishiguro publica su, para nosotros, insuperado Los inconsolables (1995), llega a un nivel máximo de expresión de lo que la duda, la pérdida de sentido en la transmisión de los datos y referencias culturales y nacionales puede hacer con la historia de una persona, de un país, de un tiempo. En Cuando fuimos huérfanos debe, entonces, volver sobre lo que la oscuridad del pasado supone para la madurez de un hombre de éxito aparente cuyos propios ‹‹agujeros negros›› de la infancia impiden asentar una vida adulta plena. Christopher Banks se ha establecido como detective de éxito en la Inglaterra de los `30, pero el caso que le importa, el de sus propios padres en el enclave de Shangai a principios de siglo, no lo ha resuelto.

Sebald, en su canto del cisne —por cierto, duele pensar en qué obras nos hubiera podido legar de haber vivido, como otros escritores prematuramente muertos en esa década, por ejemplo D F Wallace (2008) o Bolaño (2003)— nos deja con Austerlitz una lectura desoladora, la del protagonista homónimo (por cierto que Austerlitz es el apellido ‹‹real›› del gran Fred Astaire y también, desde luego, el pueblo moravo donde se libró la batalla de los tres emperadores, una de las grande victorias napoleónicas), exiliado desde Checoslovaquia con otros niños de la guerra antes de la invasión nazi, criado en un pueblo galés singularmente inhóspito. La escritura de Sebald es muy compleja, con sucesivas capas de estilo indirecto libre superpuestas, y una sección central de más de cien páginas sin puntos y aparte.

Ishiguro está simplificando su estilo por comparación con el citado Los inconsolables (nos gusta más el título original The unconsoled, con ese matiz de que todavía, en un futuro, podrían llegar a ser consolados), para volver a la condición tenue, etérea, de sus comienzos (como Un artista del mundo flotante), y a emplear algunos clichés que a su propio origen japonés pueden ser gratos (el entorno asiático donde se desarrolla el episodio crucial de la trama, con el trasfondo de la guerra chino-japonesa) o la atmósfera de casa de campo inglesa previa a la Guerra Mundial tan afortunadamente recogida en su primer éxito Los restos del día; todo ello, nos parece, para hacer hincapié en lo fundamental: lo imposible (y peligroso) de conocer el propio pasado, el propio yo ¡al menos el yo de la primera persona del narrador!, lo inefable de la infancia con sus oscuros yacimientos de memoria y, por tanto, lo incomunicable de sus experiencias y deseos. Que todo ello se haga sin la menor sombra de influencia freudiana es, nos parece, un acierto.

Tampoco Sebald va a ser complaciente con lo que se encuentra al final de una búsqueda de sesenta años: Austerlitz sabrá su identidad y filiación, pero tendrá que soportar el peso de una historia terrible que, incluso físicamente, le hará daño, quién sabe si de forma irreparable. En el camino nos deja tremendas páginas en la mejor tradición de la mezcla entre narración y autoconciencia, escenas centroeuropeas de la estirpe de un Magris (El Danubio), un Esterházy o un Krasznahorkai (con todos los reparos de las ociosas y odiosas comparaciones). Tanto Banks como Austerlitz nos dejarán más sabios, pero no sé si más felices, incapaces, parece, de amar y dejarse amar en el presente narrativo; ajenos al fluir vital de sus países de adopción y a los frutos que sus grandes capacidades —ambos son casi genios— hubieran podido deparar sin esa falla fatal, ese pecado original de la pérdida de una infancia arcádica. Obtienen conocimiento, sí, pero el precio proverbial de comer ese fruto ya lo conocemos desde el Génesis. Fruto envenenado por el pecado propio, de los padres, de los países, de las razas, del presente.

Dos historias de infancia que nos sacuden a través del tumultuoso siglo XX, dos narradores egregios escribiendo con pluma mojada en la propia sangre, ajenos al sentimentalismo y a la falta de pudor. La infancia, ese tesoro enterrado donde todo narrador hace catas insondables pues, como dijo otro Nobel, Luigi Pirandello, en su obra Cuando se es alguien:

Puericia, arcana fábula de recuerdos,

sombra quien a ti se acerca,

sombra quien de ti se aleja.

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