FIRMA INVITADA

Rosario Castellanos y el calvario de Chiapas

Rosario Castellanos
Gastón Segura | Lunes 29 de junio de 2020

Hace unos veinte días supe por un noticiario que los indios de Chiapas se habían revuelto y habían asaltado algunos dispensarios médicos, una clínica y hasta un ayuntamiento con una cólera ciega y antigua. Al parecer, todo se debía a una funesta confusión: las autoridades estatales estaban fumigando los pueblos contra un previsible brote de dengue, y los indios chiapanecos, tan escarmentados y recelosos por siglos de vejaciones y desengaños, sospecharon de aquellas vaporizaciones por sus calles como la causa de los primeros e inexplicables muertos por la covid-19. Faltó solo un cizañero bulo por las redes sociales, para que la desinfección se interpretase ya sin vacilaciones como otra artimaña de los ladinos —los blancos— con la que propagar esa nueva y extraña epidemia para exterminarlos de una vez por todas. De inmediato, estalló la furia.



Y no piensen que se debe a que todavía quedan rescoldos de la sublevación zapatista de 1994; más bien, el zapatismo fue otra inflamación de un pleito viejo en Chiapas, tanto que los levantamientos van parejos a su historia. Ya en las postrimerías del s. XVII y en los principios del s. XVIII, una devastadora caída de los precios agrícolas motivó tres insurrecciones indígenas que, una tras otra y sin apenas tregua, mantuvieron al territorio veinte años en pie de guerra. En cuanto al s. XIX, no ofreció mayor sosiego pues, entre algunas pavorosas revueltas indias —como la que mencionaré a continuación—, los ladinos lo concluyeron con su propia guerra por apropiarse de la capital del estado entre sancristobalenses y tuxtlecos. Disputa entre los finqueros de horca y cuchillo y los liberalotes de logia y escribanía que se iba a prolongar, aprovechando la revolución mejicana, bajo los motes de mapachistas y carrancistas. En fin, un suma y sigue de saña y odio, mientras el territorio se transterraba del país y, claro, de la época, hasta quedar abrumado bajo lo que siempre se antojó desde la conquista española: un lugar remoto, donde la civilización, si llegaba alguna vez, sería a trompicones. Quizá por eso y anticipándose a todo este desdichado porvenir, el padre De las Casas eligió establecer allí su diócesis para preservar a los indios de cualquier presencia europea, hasta que entre la Audiencia de los Confines y el Obispado de México pusieron fin a su corajudo empeño. Entonces, sus indios quedaron sometidos al arbitrio de cuantos aventureros se atrevieron a aposentarse en aquel rincón agreste entre el Pacífico y la selva Lacandona. Y claro, Chiapas se convirtió en un cerrado de inclementes encomenderos, donde ni las promesas de Carranza ni las reformas de Cárdenas hicieron alguna mella.

Por tanto, el asalto de los indios de hace un par de semanas a las instalaciones sanitarias no me causó la menor sorpresa; al contrario, me evocó de inmediato una novela que considero entre las diez o doce mejores que se han escrito en lengua española durante el s. XX, Oficio de tinieblas (1962), de Rosario Castellanos.

Tomando casi al pie de la letra la sublevación de los tzotziles, iniciada el Viernes Santo de 1868, en San Juan Chamula, con la espantosa crucifixión de uno de ellos para contar con una deidad amparadora con tan altas potencias como la de los ladinos, seis o siete mil indios se lanzaron a la recuperación de sus tierras ancestrales, arrasando los Altos de Chiapas y asesinando sin distingos a mujeres y niños a su paso. Aquella matanza feroz duró cuanto tardó en aparecer el ejército mejicano. Entonces, los insurgentes se dispersaron en el intrincado silencio verde de la selva y solo quedó el escocido rumiar del suceso por cocinas y galerías, que escuchará, décadas después, la niña Rosario, y que le servirá, ya como una joven y destacada escritora, de argumento para su segunda y formidable novela.

Admiro esta narración no tanto porque sea un excelente retrato de la barrera racial entre ladinos e indios, apuntalada en la desposesión casi esclava de los segundos y en la inmensa traba lingüística, pues apenas si algunos chamulas platican castella, germinando tales tergiversaciones que los indios, en un esfuerzo liberador, tratan de igualar al dios de los blancos con el horrendo sacrificio de un infeliz; ni tampoco mi admiración se debe al acierto que demostró Rosario Castellanos al trasladar el suceso desde la época de Benito Juárez a la de Lázaro Cárdenas, para incluir la resistencia de los broncos estancieros a la reforma agraria que proponía el gobierno de ese tiempo, sino a algo más sutil y que siempre me ha hecho considerar a Oficio de tinieblas como una narración, ante todo, aleccionadora para novelistas: la impecable etopeya de las mujeres tras las bambalinas de aquel mundo macho de espuela y fusta. Así, la concatenación de amores desdeñados y de rencorosos celos que germina y circula entre las mujeres de la novela —tanto da ladinas como indias—, y que enhebra Castellanos con una perspicacia subyugante, no solo conduce el relato sino que se convertirá en el solapado desencadenante del horroroso holocausto.

No en balde, Rosario Castellanos fue una de las más preclaras escritoras feministas de Hispanoamérica. Su temprana muerte, en 1974, nos privó tanto de su meritísima literatura como de su agudeza para dilucidar este conflicto o cualquier otro de su dolido continente. Busquen y disfruten de Oficio de tinieblas o, en su defecto, de su primera novela, Balún canán (1957), en la cuidada edición española de mi querida Dora Sales.

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