FIRMA INVITADA

Macedonio Fernández, ese provocador

Macedonio Fernández
Gastón Segura | Lunes 18 de octubre de 2021
No se me ocurrirá negar la dosis de publicidad de este artículo, dedicado a Una novela que comienza (1941), de Macedonio Fernández, por fin editada en España por Drácena, cuando me ha correspondido añadirle un extenso epílogo.


No obstante, rescatar un título de Macedonio Fernández, por la importancia del personaje, encierra siempre su timbre de orgullo, si no es de una cierta valentía por la perplejidad que suscita su provocador humorismo —que cautivó tanto a Gómez de la Serna como empujó a Alfonso Reyes a convertirse en su editor— para indagar abstracciones literarias. Al punto que considero su lectura imprescindible para cuantos pretendan enfrentarse al hecho narrativo o, al menos, quieran opinar con cierto fuste sobre cuáles son las urdimbres de una buena novela. Baste decir que a Macedonio Fernández le precede el mote de “Maestro de Borges”, y no solo de Borges, sino su presencia sobre la extraordinaria Adán Buenosayres (1948), de Leopoldo Marechal, o sobre la obra general de Cortázar, empezando por la monumental Rayuela (1963), continuando con 62, Modelo para armar (1968) y siguiendo sobre toda su cuentística, es palmaria. Y, por supuesto, su aliento, inserto en los renglones de estos ficcionadores, superó la Argentina para permear abierta o subrepticiamente toda la narrativa hispánica y aun la de otras lenguas, cuando en la novela se primaba la experimentación, pues se consideraba que para leer un relato al uso, ya disponíamos de la colosal novela del s. XIX, desde Stendhal hasta Dostoyevski. Después —es decir; hace unos treinta o cuarenta años—, se alcanzaron sonoros éxitos editoriales depauperando el género, mientras los lectores comenzaron —tentados por muchos otros alicientes más frugales donde ocupar su ocio— a desistir de sumergirse en verdaderos jeroglíficos narrativos, porque, a fuer de ser justo, admitiré que algunos títulos llegaron a serlo. Y claro es, entre las urgencias mercantiles y la demanda de livianidad por los lectores, todo discurrió hacia esta abochornadora pobretería prosística que ahora campea.

En fin, que la novela, como ningún otro género —sea por intención o por expresión—, es reflejo de su tiempo; como de alguna manera también lo fue Macedonio Fernández, tan afín a la vez que coetáneo de las vanguardias; solo que en lugar de manifestar su innovador propósito en París, lo hizo por las confiterías de Buenos Aires, y como consecuencia —y a pesar de su crucial influencia en la renovación de las técnicas y los motivos narrativos— su nombre y su obra permanecieron tras una difusa vaguedad, cuando no, en la absoluta ignorancia para el resto del mundo. Y dando gracias a que su propagador por la capital argentina había sido el recién llegado de España, todavía desparramando juvenil ultraísmo por doquier, Jorge Luis Borges, quien consiguió que Macedonio Fernández publicase algunos artículos en Proa (1922-23) y después en Martín Fierro (1924-27) y, además, que acudiesen, contagiados por su fervor, los jóvenes vanguardistas bonaerenses (Girondo, Marechal, Scalabrini Ortiz, Xul Solar…), a escucharlo los sábados por la mañana en los veladores de La Perla del Once, o de la Royal Keller o de El Molino, donde Macedonio Fernández impartía, como un irónico oráculo, sus indagaciones estéticas casi estupefactantes. Tanto que sublevarán la impronta narrativa de toda aquella generación; pero en absoluto al modo de Proust o de Joyce o de Faulkner, en su empeño por superar los límites del relatar, sino desde el otro punto de vista: desde el relato como experiencia de lectura.

He aquí lo formidablemente vanguardista —casi me atrevería llamarlo dadaísta— de Macedonio Fernández, al sostener que el verdadero creador literario es el lector y, por tanto, la única escritura artística debe ser una provocación para que se produzca el hecho creativo por parte del lector, al extremo de que la novela debe prescindir de todo recurso —la descripción, la etopeya, la corografía…— que fije o constriña la imaginación durante su lectura. Consciente de la envergadura de este reto estético —que se adelantaba treinta años a teorías paralelas, pero desde la crítica, como la del lector/autor y la de las plurilecturas, formuladas por Roland Barthes y Umberto Eco— Macedonio Fernández escribió un par de novelas demostrativas de su propuesta: Adriana Buenos Aires (Última novela mala) (1922, editada en 1975) y su correspondiente corrección, Museo de la novela de la Eterna (Primera novela buena) (aproximadamente 1929, editada en 1967), solo que no verían la luz hasta cumplirse tres lustros de su muerte y, entonces, al contrario de cómo debían publicarse, previamente apareció Museo de la novela de la Eterna (Primera novela buena) y ocho años más tarde, su imprescindible antecedente: Adriana Buenos Aires (Última novela mala); con lo que la ejemplaridad inherente a su doble existencia se disipó tanto como se propagaba la confusión. En cambio, la ahora recuperada para las librerías españolas, Una novela que comienza puede causar perplejidad, pero elude toda confusión, pues Macedonio Fernández la editó en 1941, en Santiago de Chile, con materiales propiciatorios de una “novela buena”; o sea, con diversos inicios provocadores para que el lector prosiguiese por escrito o en su imaginación. Si lo consiguió o no, es asunto que dejo a su arbitrio.

Sin embargo, por inédita que permaneciese aquella otra didáctica pareja de novelas, Macedonio Fernández había difundido entre artículos y elucubraciones sabatinas sus teorías entre los jóvenes narradores argentinos, al punto que se plasmarán después en el “lector cómplice” que reclamaba Cortázar o en los libros perpetuamente cambiantes que aparecen en los relatos de Borges.

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