FIRMA INVITADA

Hora y vigencia de Nebrija

Antonio de Nebrija
Gastón Segura | Lunes 21 de febrero de 2022

Cuando en 1514, el cardenal Cisneros concede a Elio Antonio de Nebrija la cátedra de Retórica de la universidad de Alcalá, añade una cláusula sorprendente: «leyese lo que él quisiese, y si no quisiese leer, que no leyese; y que esto no lo mandaba dar porque trabajase, sino por pagarle lo que le debía España». Ante lo que cualquiera se pregunta: ¿qué graves obligaciones había contraído la nación con el eminente gramático para que el gran inquisidor del reino le otorgase un empleo que le amparaba la holganza; además, en su querido colegio complutense? Pues no olvidemos que entonces impartir clases en un «estudio general», consistía en leer a los alumnos un texto magistral, interpolando, de tanto en tanto, las explicaciones docentes oportunas.



Sin duda, el cardenal, con esta cláusula, agradecía su esfuerzo, a pesar de los muchos enemigos y sinsabores que le causó, por fijar un latín —entonces, lengua del saber universal y, en correspondencia, idioma obligatorio de las universidades— limpio y fiel al patrón romano, para desarrollar un razonamiento científico exento de toda tergiversación y que, como consecuencia, obtuviese conclusiones verdaderas o, al menos, morigeradas.

Había sido su primera y más firme intención, pues cuando Nebrija ingresó en Salamanca, en 1475, como lector de Elocuencia y Poesía, ya traía de Bolonia tal propósito e incluso el modo: expurgar al latín de los vicios y la costra escolástica y devolverle la claridad y el timbre de su expresión original, con una gramática moderna y de fácil uso. Tal empeño se concretará en sus Introductiones latinae (1481), reeditadas rápida e innumerables veces en casi todas las ciudades españolas con imprenta y, también, en las europeas; lo que las convirtió, durante el siglo siguiente, en la gramática latina más celebrada del continente y a Nebrija, en una cumbre de la enseñanza de este, más que lengua, instrumento del conocimiento en aquella época.

No obstante, en su momento —allá sobre 1488—, la reina Isabel, enterada del valor de sus Introductiones, le requirió una versión bilingüe con la que divulgar su «limpieza» del idioma romano, cuyo fin —en perfecta consonancia con las intenciones de Nebrija— era modernizar todas las instancias del reino. Este real encargo, al parecer, le sugirió la modélica Gramática castellana (1492), que supuso ni más ni menos que la primera exposición reglada para el recto empleo y conocimiento de una lengua vulgar europea, al compás que establecía la división para su estudio futuro en cuatro disciplinas; a saber: ortografía, prosodia, dicción y etimología —que no responde al significado actual, sino al de morfología— y sintaxis. Unos cuantos años después, y ya en Alcalá, Nebrija añadirá sus Reglas de orthographía en la lengua castellana (1517), resumen práctico del primer capítulo de su Gramática, con el afán de facilitar tanto el manejo como el asentamiento del castellano; par de obras vigentes al menos durante los tres siglos siguientes. Y he aquí que tanto el novedoso estudio de una lengua vulgar como la admirable pervivencia del mismo, lo elevan, por centurias que hayan transcurrido, a primer filólogo de la nación.

En tanto, pudiera parecernos, ante la consideración dispensada por personajes tan poderosos como Cisneros o la reina, que Nebrija se halló libre de cualquier persecución, cuando, muy al contrario, se batió siempre contra ellas. Desde que formulara tempranamente su convencimiento de que solo una nítida y moderna gramática latina era el sólido fundamento para cualquier ciencia futura, la mayoría de los claustros universitarios hispanos se le tornaron adversos. Esta inquina alcanzó su culmen cuando fue requerido por Cisneros para integrase en la edición de la Biblia políglota complutense, sobre 1502. En cuanto Nebrija comenzó sus investigaciones, redactó una Primera cincuentena de castigos o errores gramaticales en la Vulgata (382 d. C.), y en consonancia con su escrupulosidad lingüística, además, solicitó la participación de rabinos para la exacta estampación de los textos hebreos; ambas medidas soliviantaron a los teólogos y Nebrija se encontró procesado por la Inquisición. Afortunadamente, con la llegada de Cisneros a la presidencia del Santo Oficio, en 1507, su causa se sobreseyó, aunque todavía sufriera otro sonoro desprecio cuando opositó a la cátedra de Gramática por Salamanca, en 1513, donde el claustro le era hostil por muy titular de Retórica que allí fuese. Naturalmente, perdió la plaza ante un desconocido. Nebrija, como desquite, abandonó la ciudad jurando que no retornaría ni en cenizas.

Pues bien, acaban de inaugurarse las conmemoraciones del quingentésimo aniversario de su muerte, y por encima de cualquier otra celebración, creo que el más sincero y consecuente homenaje a su enorme figura debería consistir en la recuperación de su benemérito empeño por favorecer la ciencia. Por otra parte; nada más acorde con el presente, donde el fomento y el dominio de la tecnología determinará el destino no solo de los Estados sino incluso de los continentes, y cuyo efecto, según se atisba, será la inalcanzable preeminencia de las sociedades tecnológicas sobre el resto. Sin embargo, como ningún impulso por fortalecer la ciencia he descubierto en los actos de la celebración y, encima, como continúo observando en los noticiarios que nuestras autoridades, en un ejercicio verdaderamente irritante, siguen despreciando a nuestros investigadores mientras se enzarzan en sus politiquerías y otras estériles asechanzas, termino este brevísimo boceto sobre aquel gigante con el amargo convencimiento de que su ahora elogiado ejemplo no iluminará conciencia alguna en los despachos del poder. Tal vez, porque ya no los ocupen lumbreras como Cisneros.

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