Precisamente por ello, porque el mito decanta en la literatura y en ella halla su expresión más plena, consiente un sinnúmero de versiones: complementarias, contradictorias y hasta reñidas con la más elemental pertinencia; con todo, es esta multiplicidad de miradas –aun las que colindan con el despropósito- aquello que le otorga una vitalidad que se prolonga con cada nueva interpretación. No puede sorprender, pues, en absoluto la estrecha contigüidad del mito con la poesía, tal como lo enuncia F. C. Prescott en Poesía y mito (citado por Ernst Cassirer en su Antropología filosófica, F. C. E., México, 2da. reimpresión, 1974, p. 117): “El mito antiguo, se ha dicho, constituye la ‘masa’ de donde ha ido emergiendo poco a poco la poesía moderna mediante el proceso que los evolucionistas denominan diferenciación y especialización. La mente mitopoyética es el prototipo; y la mente del poeta… sigue siendo esencialmente mitopoyétca.” El mito se nutre de la repetición y la repetición, paradójicamente, suscita la multiplicidad de las versiones a tal punto que el mito se podría definir como un motivo –en el sentido estrictamente musical del término- con variaciones.
Los reyes (1949; todas las citas remiten a la edición de Sudamericana, Buenos Aires, 1970, 76 páginas) es el primer libro que Cortázar firma con (y en) su propio nombre, y tal vez no ha suscitado el aparato crítico que mereciera habida cuenta de la incidencia que algunos de sus temas tienen en su obra posterior. Estas líneas en torno al texto no pretenden, por cierto, cubrir vacío alguno (si es que éste existiera), sino poner de resalto la relación que guarda con algún aspecto de Rayuela, publicada catorce años después.
Un monstruo enamorado
Se verifica con alarmante frecuencia una acusada inclinación –creemos que infundada, en la mayoría de los casos- de dotar a los textos de Cortázar de un transfondo político que la lectura de los mismos –a ojo desnudo y despojada de porfiados designios- no amerita, excepción hecha, por cierto, de obras como Libro de Manuel (1973), novela malograda en toda la línea y cuya intención política resulta transparente (colindando con la puerilidad). Tal inclinación se vio, en oportunidades, respaldada por el propio autor, en correspondencia con su tardío compromiso asociado a causas que él consideraba progresistas sin máculas ni reservas. Esta propensión reconoce como uno de sus precipitados pioneros al autodidacta argentino Juan José Sebreli –en cuya obra se echa en falta una formación orgánica habida cuenta de que, en innúmeros ejemplos, opera por aproximación y tanteo-, cuya curiosa lectura del cuento “Casa tomada” (Bestiario, 1951) derivó en desdichadas secuelas epigonales: grosso modo, los hermanos del cuento son la clase media argentina asediada por la irrupción del peronismo que, de modo paulatino pero implacable, va invadiendo esa casa que funciona como alegoría del país entero. Huelga aclarar que nada de ello se desprende de la obra en sí. Andando el tiempo, se ha llegado a afirmar que una lectura entrelíneas de Los reyes daría pábulo para entender la obra como una prefiguración de la dictadura militar argentina; siguiendo semejante hipótesis, podría pensarse a Cortázar como un Tiresias redivivo que anticipa un hecho político veintisiete años antes de su consumación. En ocasiones, la sobreinterpretación o la interpretación forzada (el lecho de Procusto de la crítica literaria) es un potro desbocado que galopa sobre la llanura del desvarío.
En rigor, Los reyes no es la inversión, sino otra versión del consagrado mito del Minotauro, cuya historia es harto conocida por todos y que se puede compendiar en generales lineamientos siguiendo a Pierre Grimal (ob. cit., p. 361): el Minotauro (literalmente: “toro de Minos”) es un monstruo con cabeza de hombre y cuerpo de toro cuyo nombre es Asterio o Asterión. Nació de la unión entre Pasífae (esposa de Minos, rey de Creta) y un toro enviado por el propio Posidón: antes de ocupar el trono de Creta, Mino prometió sacrificar un toro a Posidón, pero, ya en posesión de la corona, se negó a cumplir su promesa; en castigo, el dios instiló en Pasífae una pasión irresistible por un toro y de tal unión nació Asterio (otra versión indica que Pasífae había despreciado el culto a Afrodita y la diosa la condenó a dar a luz una criatura monstruosa). Minos, avergonzado del monstruo, le solicita a Dédalo que construya un laberinto y allí encierra al Minotauro, cuyo alimento –cada año, o cada tres, o incluso cada nueve: la periodicidad discrepa y no hay consenso- son siete jóvenes y siete doncellas atenienses que la ciudad paga en calidad de tributo a consecuencia de la muerte de Androgeo, hijo de Minos y Pasífae (muerte instigada por Egeo, rey de Atenas). Al tercer año de satisfacer el tributo, Teseo, el hijo de Egeo, decide formar parte integrante de tan infausta comitiva. A su arribo a Creta, Ariadna, hija de Minos y Pasífae, se enamora de Teseo, le entrega un ovillo de hilo que ha de ayudarlo para no extraviarse en el laberinto; el joven mata al Minotauro a puñetazos y, merced al hilo, se orienta hacia la salida del laberinto. Tal es la versión más socorrida; en su Vida de Teseo, Plutarco habla de diversas versiones, aclarando que el tema que se dispone a trabajar es “materia propia de poetas y mitólogos, en la que no se encuentra certeza ni seguridad.”
A lo largo de las cinco breves escenas de su poema dramático-mitológico, Cortázar respeta el desenlace del mito (en este aspecto, no es una inversión), pero resignifica y desplaza (a la manera de una versión) ciertos elementos constitutivos del mismo: Teseo no mata al Minotauro, sino que el monstruo se deja matar a manos de Teseo; Minos postula que el Minotauro sólo es hermano del laberinto en que está cautivo (Los reyes, ob. cit., p. 14); Minos se siente prisionero del Minotauro, y no a la inversa (ob. cit., p. 36); el Minotauro relativiza su condición y apariencia monstruosas, puesto que “A solas soy un ser de armonioso trazado” (ob. cit., p. 61); y, fundamentalmente, Ariadna (por algún incierto motivo, en la versión de Cortázar se la nombra “Ariana”) revela su culpable e incestuoso amor por el Minotauro, quien, en perfecta simetría, se deja matar por amor a Ariadna. Aquí sí hay una límpida inversión del mito y, en tal sentido, un acabado ejemplo de aquello que plantea Mikhail Bajtin bajo el nombre de “carnavalización” en literatura (La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, 1941; Alianza Editorial, Madrid, 1987): celebración de la ambivalencia y tajante ruptura de la univocidad de sentido. Hacia el final de la cuarta escena y antes de dejarse matar (ob. cit., p. 66), el Minotauro le dice a Teseo: “Llegaré a Ariana antes que tú. Estaré entre ella y tu deseo”: esa hiancia, ese hiato, esa interrupción es la residencia del Minotauro; es en esos espacios intermedios donde el mundo de los sentidos (la más despojada percepción) puede encontrar sus puntos de despliegue y de clausura. Ya se insinúa claramente en el Banquete platónico: el deseo es eso que no cesa; sólo puede satisfacerse, pues, cuando se consuma su cesación (de lo contrario, el deseo continúa deseando). Si el Eros es esa fuerza de vida que logra que algo pueda pasar del no-ser al ser, Thanatos es esa pulsión de muerte que logra exactamente lo contrario. “Si reconocemos –enuncia Freud en Más allá del principio de placer- en este impulso la autodestrucción (…), podemos concebirla como expresión de un instinto de muerte que no falta en ningún proceso vivo.” En el momento en que el Minotauro cree que Ariadna lo ha traicionado con Teseo o que ha dejado de amarlo, se deja matar sin ofrecer resistencia alguna. No en vano en “La casa de Asterión”, otra versión del mito, esta vez debida a Borges (incluida en El aleph, 1949; el mismo año en que se publica Los reyes), Teseo se muestra genuinamente asombrado: “¿Lo creerás, Ariadna? –dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.” El monstruo enamorado elige la muerte para que se consuma la cesación del deseo en la medida en que si hay algo en estrecha contigüidad con el Eros es el instinto de muerte (respecto de esta materia, se puede recomendar vivamente el ensayo Heidegger y el comenzar, Rüdiger Safranski, Ediciones Pensamiento, Madrid, 2006, 68 páginas, cuya segunda parte se titula “Teoría sobre el amor y teoría por amor”).
Aun en la versión cortazariana, Teseo es un héroe épico prototípico: desdeña el lenguaje de sus retóricos y le confiesa a Minos (Los reyes, ob. cit., p.35): “Yo iba al gimnasio y dejaba que mis maestros pensaran por mí. (…). Me obedezco sin preguntar mucho. De pronto sé que debo sacar la espada. (…). Yo soy un héroe, creo que basta.” En efecto, como Aquiles, Héctor o Diomedes, un héroe es su quehacer, echa mano de la elocuencia del acero y la facundia de la saeta; al contrario de Eneas, cuyo rasgo constitutivo de identidad es la pietas, lo que no obsta para que ingrese en la lid cuando ello resulta forzoso y necesario.
El centro del mundo
El laberinto de Creta (del cual nunca se han encontrado sus ruinas ni indicio alguno de su existencia concreta) así como el egipcio, el itálico o el de Lemno (aunque según Plinio el Viejo, estos últimos no se pueden considerar estrictamente como laberintos) no eran meras construcciones intrincadas cuyo único fin era abismar en el extravío a quien se aventurara a ingresar en ellas. Eran espacios sagrados, axis mundi, centros del mundo; un punto de enlace donde confluían tierra, mar y cielo y donde, en consecuencia, se intersecaban lo humano y lo divino. Siguiendo a Juan-Eduardo Cirlot (Diccionario de símbolos, Labor, Barcelona, 1992, 476 páginas), se advierte que el laberinto terrestre pretende reproducir el laberinto celeste aludiendo ambos a la misma idea (la caída y la necesidad de buscar el centro para retornar a cierto estado de gracia). De hecho, añade Cirlot, el acto de recorrer el laberinto dibujado en el suelo o sobre un mosaico se considera como sustituto simbólico de la peregrinación a Tierra Santa. Y los laberintos en forma de cruz –que se suelen conocer bajo el nombre de “nudo de Salomón”- integran en sí el doble simbolismo de la cruz y el laberinto y se entienden como el “emblema de la divina inescrutabilidad”. En el centro de tal diseño, fácil es distinguir el símbolo de la svástika, que alude al movimiento rotatorio, generador y unificador. Huelga aclarar que el símbolo de la svástika es prehelénico, que en la Antigüedad fue uno de los emblemas de Cristo cuyo uso se prolongó hasta fines del Medioevo, y que su utilización como alegoría de la pretendida “raza aria” es, cuanto menos, un sangriento y descomunal disparate. En igual sentido, René Guénon publicó en 1926 en la revista francesa “Regnavit” un artículo donde se puede leer que en ciertas escuelas de esoterismo musulmán se atribuye a la cruz un valor simbólico relevante en la medida en que el centro de la cruz es descifrado como el lugar donde “se unifican todos los contrarios”, donde “se resuelven todas las oposiciones”, idea que reitera en varios pasajes de su ensayo titulado El simbolismo de la cruz (Ediciones Obelisco, 2022, 240 páginas). El centro de la cruz, como resulta obvio, se puede asimilar al centro del laberinto: el sitio privilegiado de las confluencias.
En múltiples ocasiones, Cortázar manifestó abiertamente su adhesión al surrealismo, ya no como un mero movimiento estético ligado a la vanguardia, sino como una cosmovisión, un modo de estar en el mundo y entrever su realidad múltiple y compleja. En Rayuela (1963; todas las citas remiten a: Sudamericana, Buenos Aires, 17ª. edición, 1974, 635 páginas), Horacio Oliveira anhela “el salto de lo uno en lo otro y a la vez de lo otro en lo uno” (ob. cit., pp. 388, 389); la frase es de cuño inequívocamente bretoniano (“L’un dans l’autre”, dirá Breton) y tiende, precisamente, al anhelo de acceder a un centro (del laberinto, de la cruz) donde se resuelvan todas las oposiciones en la euritmia de la confluencia. De donde se puede inferir que el laberinto como punto nodal (metafórico y representativo) de una narrativa no es en modo alguno privativo de la literatura borgeana. Graciela de Sola fue la primera en advertir (en “Rayuela: una invitación al viaje”, trabajo incluido en La vuelta a Cortázar en nueve ensayos, Carlos Pérez Editor, Buenos Aires, 1969, pp. 76 y ss.) las íntimas relaciones que pueden hallarse entre Los reyes y Rayuela, y el Minotauro como figura clave en la obra del autor argentino; también lo es el laberinto. En Rayuela (ob. cit., p. 284), Oliveira discurre: “’Pretender que uno es el centro’, pensó Oliveira… (…). ‘Pero es incalculablemente idiota. (…). No hay centro, hay una especie de confluencia continua, de ondulación de la materia’”; y, pese a ello, la busca excluyente y empecinada de Oliveira es el centro.
A nadie escapa el interés que desde hora muy temprana suscitaron en Cortázar las filosofías de origen oriental (Oliveira se define en reiteradas oportunidades como un chamán empeñado en dibujar su mandala), al punto que el título original de la novela, en palabras del propio Cortázar, iba a ser Mandala Según el Diccionario… (ob. cit., pp. 292 y ss.), de Cirlot, los mandalas (cabe agregar que es un término de origen hindú que significa “círculo”) son una forma de encantamiento (mantra) que propician que el espíritu progrese desde las formas corpóreas al reino espiritual; cabe asimilarlos a figuras como el laberinto o el círculo zodiacal. Y, por cierto, es la exposición plástica del anhelo final de unidad y retorno al centro (al centro “puro de todas las tradiciones”, añade Cirlot). Se puede conjeturar que el título Mandala habría sido –en relación al tema que impera en la obra: la encarnizada busca de un centro- más pertinente que Rayuela, pero menos porteño o evocador de la infancia porteña (en cada elección, fatalmente, aquello que se gana en un aspecto se pierde en otro). Pero más allá de ello, conviene detenerse en un detalle que no nos parece menor: ambos títulos tienen siete letras, homenaje lateral al polígrafo argentino Juan Filloy (mencionado explícitamente en el capítulo 108 y cuya novela Caterva -1937- bien puede considerarse, como se ha señalado en diversos trabajos, un antecedente parcial de Rayuela; todos los títulos que conforman la vasta obra de Filloy tienen siete letras); pero, fundamentalmente, un número con una gravosa carga simbólica y cabalística: en la Cábala judía se plantea que del Uno parten las extensiones indefinidas (alto, bajo, derecha, izquierda, atrás, adelante), que son seis y en el Uno culminan, allí reside el secreto del número siete; no hay más que seis colores complementarios, el séptimo es el blanco, que se identifica con el Centro y la autoridad espiritual; los primeros días del Génesis son seis, el séptimo es el Sabbath: fase de retorno al Principio, es decir, al Centro. Huelga reiterar que en Rayuela, esta novela cuyo título tiene siete letras, la busca primordial se dirige al centro.
Ya instalados los personajes en una clínica psiquiátrica de la calle Trelles, Oliveira, desde su cuarto ubicado en el segundo piso, observa y no deja de observar la figura de una rayuela (laberinto) dibujada en el patio del establecimiento. Para distraerse, Oliveira se aboca a la tarea de “deshacer un hilo sisal para construir con sus fibras un delicado laberinto que pegaba contra la pantalla de la lámpara” (ob. cit., pp. 338, 339). El propio Oliveira discurre (ob. cit., p. 388) en torno al “asco insuperable del hombre que se enreda en una tela de araña”: un laberinto. El capítulo 52 comienza de la siguiente manera: “Porque en realidad él no le podía contar nada a Traveler. Si empezaba a tirar del ovillo iba a salir una hebra de lana, metros de lana…, la lana hasta la náusea pero nunca el ovillo” (el destacada pertenece al original): un pasaje que remite de modo palmario al hilo de Ariadna para emerger del laberinto. La celebérrima escena del tablón de madera que pretende unir los cuartos de Oliveira y Traveler (capítulo 41) es, sin duda, un puente simbólico tendido entre dos identidades que se consustancian en la misma medida que se repelen (rasgo fundante del doppelgänger), pero también configura “ese laberinto, que consta de una sola línea recta y que es indivisible, incesante”, que señala Borges sobre el final de “La muerte y la brújula” (Ficciones, 1944) en referencia a una de las aporías eleáticas.
Talita (Atalía Donosi de Traveler, la esposa de Traveler) piensa que en una noche de Buenos Aires se puede “repetir en la rayuela la imagen misma de lo que acababan de alcanzar, la última casilla, el centro del mandala, el Ygdrassil vertiginoso” (Rayuela, ob. cit., p. 374), vale decir: el árbol de la vida o fresno del Universo en la mitología nórdica, cuyas ramas y raíces mantienen unidos los diferentes mundos y de cuya raíz emana la fuente que colma el pozo del conocimiento. En este sentido, en Rayuela no deja de subrayarse una forma de conocimiento subitáneo que guarda íntimo parentesco con la comprensión de estirpe heraclítea: “se conoce como del rayo”, lo cual sitúa en un plano subsidiario la rumia de origen especulativo propia de las filosofías occidentales; desde Platón hasta Heidegger –huelga aclararlo-, la busca de la verdad supone la labor consciente y metódica del sujeto en pos de un resplandor al que, paradójicamente, le es propio el ocultamiento: la lectura heideggeriana del concepto de alétheia exime de cualquier género de glosa. El concepto de satori (literalmente, “comprensión”), como se advierte, no es ajeno en absoluto al del “rayo heraclíteo”. Permítasenos apartarnos muy brevemente del tema que nos ocupa para señalar que estamos persuadidos de que este orden de comprensión se halla vinculado al hecho poético, aquello que constituye al poema como tal: el hecho poético es indefinible, pero sucede más allá de toda intelección (confiamos en abocarnos a la materia en ocasión y espacio más adecuados).
Los hilos (ob. cit.., capítulo 56) con los que Horacio Oliveira configura su precario y degradado laberinto son, en conjunto, un hilo de Ariadna cuyo único objetivo es el extravío, con lo cual aquí también se plasma una nueva versión, tal como en Los reyes, del mito del Minotauro.
Y conviene no pasar por alto un sentimiento que experimente Oliveira (ob. cit., p. 344): “Tenía la impresión de haberle pasado su resto de mana a Talita y a Traveler” (el destacado corresponde al original); del tal concepto echa mano en reiteradas ocasiones Mircea Eliade, y en su Antropología filosófica (ob. cit., p. 152), Ernst Cassirer lo explica a satisfacción al enuncia que el mana, el wakan o el orenda “puede ser descripto como la dimensión primera o existencial de lo sobrenatural, pero nada tiene que ver con su dimensión moral. Las manifestaciones benéficas del poder sobrenatural que lo penetra todo se hallan al mismo nivel que las malignas o destructoras.” No es tan extraño confundir los rasgos de los rostros arcangélico y luciferino, se asemejan mucho más que lo que cualquier maniqueísmo de espalda tiesa está dispuesto a aceptar.
El legislador y el Minotauro
Se podría ocupar más de una biblioteca con el aparato crítico que ha puesto de relieve, con toda pertinencia, el alcance que reconoce el tema del doble en la narrativa cortazariana; los ejemplos abundan: desde “Lejana” (Bestiario, 1951) pasando por “El perseguidor” (Las armas secretas, 1959) hasta uno de los cuentos que integran Octaedro (1974) y que merecería un análisis pormenorizado. En la segunda parte de Rayuela, Horacio Oliveira no sólo se reintegra a su patria, sino a su alter ego, a su doble, a su paredro (en el sentido griego de “quien está sentado al lado”; no se debe olvidar que en la mitología griega, los dioses se asocian de dos en dos): Manolo Traveler. Tan múltiples como minuciosas han sido las interpretaciones dedicadas a Horacio Oliveira; no sería ocioso, pues, poner el acento sobre Traveler.
En principio, su apellido se configura bajo las formas de un guiño cómplice, un oxymoron, una alegoría transparente: el vocablo inglés traveler designa al “viajero”; en verdad, quien viaja es su alter ego; Traveler, en todo caso, es un viajero inmóvil o bien viaja por interpósita persona, a través de su doble. Su apelativo, “Manú” (que le resulta detestable: “Te he dicho cincuenta veces que no me llames Manú”, Rayuela, ob. cit., p. 277, y la advertencia se repite más adelante: p. 289), en cambio, es el que ofrece amplio margen para, al menos, una reflexión.
En El rey del mundo (Ediciones Fidelidad, Buenos Aires, 1985, 106 páginas), de René Guénon, leemos que “Manú [es], el Legislador primordial y universal, cuyo nombre se reencuentra, bajo diversas formas, en un gran número de pueblos antiguos; recordemos solamente, en tal sentido, al Mina o Menes de los egipcios, al Menw de los celtas y al Minos de los griegos” (ob. cit., p. 15); no ha de olvidarse, asimismo, que Minos (palabra cretense que significa “rey”), junto a Eaco y Radamantis, es uno de los tres jueces de los muertos en el Hades. El carácter pontifical de Manú, señala Guénon, corresponde al lugar de excelencia que ocupa en la jerarquía puesto que “literalmente, el Pontifex es un ‘constructor de puentes” (ob. cit., p. 17): imposible, en este punto, no remitirse al tablón de madera del capítulo 41 de Rayuela, ya mencionado, que opera, precisamente, como un puente. La función de Manú, indica Guénon, estriba en ser “literalmente, ‘quien hace girar la rueda’, es decir quien, instalado en el centro de todas las cosas, dirige su movimiento sin él mismo participar, o sea quien es –según la expresión de Aristóteles- el ‘motor inmóvil’” (ob. cit., p. 21); la función de Manú es “esencialmente ordenadora y reguladora” (ob. cit., p. 23). Y más adelante (ob. cit., p. 64, nota al pie), Guénon llama la atención respecto a que “la tradición habla también de siete reyes de Roma, y el segundo de esos reyes, Numa, considerado el legislador de la ciudad, lleva un nombre que es la inversión silábica exacta del de Manú, y que, al mismo tiempo, puede ser aproximado al vocablo griego nomos, ‘ley’”.
Efectivamente, Manú (Traveler) es a quien se le asigna en Rayuela una tarea ordenadora y reguladora: es quien le consigue a Oliveira un trabajo en el circo donde revistan él y su mujer, Talita; es quien lo lleva consigo a cumplir funciones administrativas en la clínica psiquiátrica de la calle Trelles (frenopático que, a la postre, se asimila al Hades); es quien se afana por mantener un equilibrio imposible entre el desborde de Oliveira y las cuadriculadas exigencias que demanda la vida cotidiana; y hasta el propio Oliveira acaba por admitir (Rayuela, ob. cit., p. 397) que Manú encarna “la vuelta a casa y al orden.” Manú, en suma, es el legislador de Rayuela, aquel que tiende los laboriosos puentes entre el desvarío y un cierto imperativo de mesura.
Si Manolo Traveler puede ser leído como un avatar de Manú, Horacio Oliveira lo es del Minotauro: toro ciego que embiste en busca de una verdad que roza, intuye y vislumbra, pero a la que no alcanza a acceder. En el último capítulo de “Del lado de allá”, Horacio Oliveira está entregado a su connatural rumia: “Se moriría sin llegar a su kibbutz pero su kibbutz estaba allí, lejos pero estaba y él sabía que estaba porque era hijo de su deseo, era su deseo así como él era su deseo y el mundo o la representación del mundo eran deseo, eran su deseo o el deseo, no importaba demasiado a esa hora.” La busca de Oliveira se orienta a algo que trascienda la mera reiteración de hábitos y rigores cotidianos, algo que resida más allá de la adocenada sucesión de los días; el interrogante, como es obvio, se dirige a esclarecer qué es ese algo y la respuesta se revela imposible porque si hay algo, justamente, que se erige es la falta y no aquello que la suture (el algo). Hacia el final de “Del lado de acá”, Manolo Traveler podría decirle a Horacio Oliveira la misma frase que la Ariadna de Los reyes (ob. cit., p. 20) le dirige a Minos: “Tú tienes el tuyo [tu laberinto], poblado de desoladas agonías.”
Rayuela es un texto donde lo trivial suele ser aparente en tanto que adquiere un rango de carácter metafísico, o, expresado de otro modo, lo pedestre encierra en su planteo y enunciación una metáfora en el sentido etimológico del término: “traslado”, “desplazamiento”. Los inapreciables señalamientos de René Guénon iluminan una faceta significativa de Rayuela, un poliedro cuyas múltiples dimensiones están lejos de ser agotadas.