LOS IMPRESCINDIBLES - Álvaro Bermejo

EL BLACK-OUT ROMÁNTICO AQUELLOS INDIES DEL XVIII

La liberté guidant le peuple, de Eugène Delacroix
Álvaro Bermejo | Viernes 08 de mayo de 2020

Aclamaron la Toma de la Bastilla como el nacimiento de una nueva era, pero la inversión de la Libertad por el Terror les llevó a permutar una revolución por otra. Si la Francesa acabó en un baño de sangre, ellos impusieron la Revolución de la Sensibilidad. Aquellos beatniks del XVIII que seguían los pasos del joven Werther denegaron el poder de toda sociedad para garantizar el progreso de la humanidad y buscaron la revelación del Yo a través de la soledad. Héroes del abismo, de la melancolía, de los reinos de ultratumba, mientras forzaban los límites de la experiencia, anticiparon nuestra modernidad.



WALK ON THE WILD SIDE

Al igual que Shelley y Rousseau, Hölderlin pertenecía a esa generación que cantó el retumbar de los cañones en la tercera sinfonía de Beethoven, la Heroica, en honor de Napoleón. La tormenta revolucionaria, tanto como el cinismo de la nueva sociedad del dinero que perpetuaba los valores del Antiguo Régimen, provocaron en ellos una rebelión paralela, nacida del desencanto, pero fundada en un individualismo no menos heroico.

Frente a las hipócritas convenciones burguesas, la primacía de sus sentimientos. Frente al imperio de la diosa Razón, el de los sentidos y las exigencias del corazón. Frente a la preeminencia de las Luces, la búsqueda de la Oscuridad. Frente a la sociabilidad esencial del ser humano, postulada por los enciclopedistas, la soledad como espacio de libertad.Al igual que Shelley y Rousseau, Hölderlin pertenecía a esa generación que cantó el retumbar de los cañones en la tercera sinfonía de Beethoven, la Heroica, en honor de Napoleón. La tormenta revolucionaria, tanto como el cinismo de la nueva sociedad del dinero que perpetuaba los valores del Antiguo Régimen, provocaron en ellos una rebelión paralela, nacida del desencanto, pero fundada en un individualismo no menos heroico.

Dentro de esa generación que aún no se llama romántica, la reivindicación del Yo unida al rechazo de todo compromiso, llevarán a Hölderlin a emprender un largo viaje a pie, desde Suabia a Burdeos, siguiendo los dictados de Rousseau: “Para un hombre sensible, es menos cruel vivir en un desierto que entre sus semejantes”. Replica, a la inversa, las mismas palabras que el Saint-Preux de La Nueva Heloísa, cuando llega a París y escribe: “Penetro con un secreto horror en este vasto desierto del mundo. Mi alma quiere expandirse y se ve encarcelada por todas partes”.

La bofetada a la Ciudad de la Luz, y a todos sus esplendores no tiene nada de accidental. A partir de 1800 ha comenzado a gestarse una rebelión que abdica de los postulados iluministas y todas sus grandes esperanzas políticas. Hegel piensa la Historia en una humilde universidad alemana encontrada al paso. Schelling, que había planteado la identidad entre naturaleza y espíritu, abomina del constructo racionalista en beneficio de una filosofía animista y metafísica. Junto con Kleist –“Yo no encuentro mi lugar entre los hombres, es una triste verdad, pero es la mía”-, junto con los hermanos Schlegel, junto con Büchner y Novalis, todos ellos se embarcan en la Oda al viejo marino, de Coleridge, hacen suyas Las Noches, de Young, y las traducen en su particular Walk on the Wild Side, dos siglos por delante de Lou Reed.

WALKING DEADS, ROLLING STONES

Esos indies del XVIII, desencantados de la vida social, no tardarán en verse empujados al aislamiento, cuando no a la locura y al suicidio. El paradigma es Lenz, quien, reducido a la miseria, solo y enfermo, aparecerá muerto en una calle de Moscú. Novalis estará a un paso de quitarse la vida tras ver morir a una niña de doce años, Sophie van Kühn, a la que había dedicado sus Himnos a la Noche. El drama se consuma en Heinrich von Kleist y su amada Henriette Vögel. En una isla del lago Wansee, y al saberla enferma de un cáncer terminal, le propone suicidarse juntos. El fatum de Werther se cobra dos nuevas víctimas.

Todo eso, sin embargo, había surgido de un postulado entusiasta, Tempestad y EmpujeSturm und Drang, tomado de una obra teatral de Klinger-, que prometía un vendaval de pasiones. Su tragedia es que permanecían amarrados a los principios de la Ilustración hasta que se produjo eso que Todorov define como una “fisura de la personalidad”. La representación del mundo interno y la del exterior, que deberían constituirse dialécticamente, revela una dramática desgarradura.

Pretendían fundir la libertad francesa con el culto a los viejos dioses griegos, el empirismo inglés con las brumas celtas, el racionalismo alemán con el arrebato español. Su lienzo acabará en una pintura negra digna de Goya. Y la comparación no es casual. Senancour ponen en boca de su Oberman palabras dignas de fulgurar en los muros de la Quinta del Sordo: “Aquí estoy, solo y errante, como un hombre afectado de una sordera accidental cuyo ojo ávido se fija sobre todos esos seres mudos que pasan ante él. Lo ve todo, adivina los sonidos que ama, pero no los escucha. Sufre en silencio en medio del ruido del mundo”.

Un sentimiento de inadaptación precede a la ruptura. Ante la disyuntiva entre pactar con la sociedad conservadora de su tiempo o convertirse en walking deads, eligen un punto de fuga.

El del racionalismo apuntaba a un horizonte social y urbano. Ellos elijen decir adiós a todo eso, elevan su cabeza hacia lo alto, miran a las estrellas, a las montañas, a los bosques, igual que tienden hacia lo invisible y el misterio. Anticipan el trascendentalismo de Emerson tanto como el Walden de Thoreau. Son los “rolling stones” del XVIII, cantos rodados que buscan en su caminar incesante los manantiales que sacien su sed de absoluto, un anhelo infinito de pureza, de belleza y armonía.

NO FUTURE, LOST GENERATION

Chateaubriand, a quien la Revolución ha arrojado a las rutas del exilio, primero intenta suicidarse–“salvé la vida porque mi fusil se atrancó” -, y busca la redención entre los indios de las praderas norteamericanas. “Yo era un hombre y no era un hombre, me convertí en nube, en viento”, escribe. Sólo le falta añadir: “en Sturm und Drang”. Pero tan pronto como concluye su canto a la inocencia rusoniana del buen salvaje, Atalá, ya está redactando sus Memorias de Ultratumba. Entre esos dos libros, cabe toda la filosofía de Hölderlin: “Soñamos viajes a través de las estrellas, pero, ¿no es en nosotros donde está el universo entero? Apenas conocemos la profundidad de nuestro espíritu”.

Por esas fechas, 1809, y en sus Sortilegios de Otoño, Eichendorff defiende la figura del ermitaño como un intermediario entre el reino de la paz y la realización personal. Queda perfectamente claro en la novela inacabada de Novalis, Heinrich von Ofterdingen, concebida como la antítesis del Wilhelm Meister de Goethe.

Si éste imagina un héroe que conquista el mundo entrando en él, Novalis nos habla desde un exilio concebido como un peregrinaje espiritual. Es la historia de una iniciación en la magia poética, en la redención cósmica.

No future, expiación, sentimiento de culpa, búsqueda de consuelo, retiro tras muchas errancias vanas por el mundo. Los románticos son consecuentes con eso que predican las baladas de Tennyson –“la verdadera luz está dentro de uno mismo”-. Desnudan una sociedad desmantelada, ponen en evidencia el gran teatro del absurdo. En una palabra, desertan. Y, por supuesto, no se lo perdonan. Al Rousseau que elige vivir solo, citando a Cicerón –“Yo nunca estoy menos solo que cuando estoy solo, y nunca lo estoy más que cuando camino entre la muchedumbre”-, aquellos que detentan el poder intelectual, como Diderot, le estigmatizan: “el malvado siempre está solo”.

Para ellos, los integrados, la soledad es un castigo semejante al de Caín, siempre en fuga, un mal consecuencia del pecado. Los apocalípticos de esta Lost Generation lo interpretan como el sumo bien. Más aún cuando esa deserción electiva se acompaña de una inmersión en la naturaleza, el reino de lo inmanente y de la sabiduría última, pero también un equivalente literario de la Noche Oscura.

UN FRONT ROW GÓTICO

El culto romántico a la Naturaleza admite dos lecturas. La previa, que podríamos ilustrar con cualquier paisaje de Caspar Friedrich, y la gótica: un mundo de ruinas devoradas por la vegetación, que nos hablan tanto de la quiebra de un imperio –el de las Luces-, como de las presencias fantasmales que rondan abadías como la de Northanger, la favorita de Jane Austen.

El redescubrimiento de Pompeya, la Troya de Schliemann, y sobre todo la utopía de Winckelmann, en pos de resucitar una sociedad helénica fundada en la estética, han expandido la veneración del pasado. Esas ruinas también revelan la grandeza de los viejos dioses. La parte de sombra que alienta en el front-row romántico no demora en cifrar en ellas los escenarios ideales parta su mirada convulsa. Si Chamisso inmortalizó al hombre que perdió su sombra, Charles Maturin la restaura en la figura de Melmoth el errabundo, Walpole escribe el primer best-seller gótico, El castillo de Otranto, que dos siglos después ilustrará Dalí, y Lewis le da la réplica con El Monje. Precisamente la obra que André Bretón incluirá en su Manifiesto Surrealista como ejemplo de escritura automática y “referente máximo de la literatura contemporánea”.

Si la elección de las imágenes representativas de una cultura nos dice mucho acerca de sus intereses dominantes, dentro de la romántica conviven estos dos vectores: la naturaleza divinizada de Schelling, alzándose hasta el nivel de la conciencia, y las ruinas góticas o clásicas, cantadas por Heine, igualmente prestas a bifurcarse. En el primer caso, como una alegoría evidente del derrumbe de la Fortaleza Europa. Y en el segundo, como un regreso de los viejos dioses frente a una civilización materialista, desprovista de valores.

A tanto llegó el fervor por meditar ante las ruinas de Palmira, más aún ante las del santuario de Delfos, que llegará a hablarse de la “Tiranía de Grecia sobre Alemania”. O de la de Roma, si desciframos el nombre de Novalis. Se llamaba Friedrich von Hardenberg. Latinizó su apellido, lo que da “Novalis”, tanto por su pasión grecorromana como para darnos a entender que su obra “no valía nada”.

Es la condición del proscrito por elección, la del ermitaño, la del superviviente de un holocausto nuclear –el de la Razón-, que inventa la escritura fragmentaria como revancha frente a la falsa unidad simbólica burguesa. El sentimiento virgiliano ante el paisaje, como las efusiones místicas de su Heinrich von Ofterdingen, testimonian la nostalgia por la unidad perdida tanto entre los propios hombres como entre los hombres y los dioses.

MONSTERS PARADE

Esta fe en la purificación del hombre a través de la soledad, acercándose íntimamente a la naturaleza consoladora, como al latido de la divinidad en el cosmos, anticipa el movimiento hippie en todo cuanto este pudo repudiar el sofisma de las sociedades organizadas como garantes del progreso de la humanidad. Los románticos ya no creían en la posibilidad de un mundo mejor, sino en la conquista de la plenitud individual, aun al precio de confrontarla con su propia desaparición.

Leamos a Hegel: “La vía del espíritu no es aquella que se espanta de la muerte y se preserva de sus estragos, sino aquella que soporta la muerte y se mantiene en ella”.

El Eros romántico es impensable sin el culto a Tánatos. Junto con él, nace el deseo de perdición, la atracción por la destrucción, pero también la comunión con el dolor de los miserables a lo Víctor Hugo. Los exiliados de la historia son hermanos de quienes han sufrido el abandono sentimental, de los habitantes de las tinieblas, de los monstruos.

Tampoco tiene nada de accidental que una de las escenas clave del Frankenstein de Mary Shelley –no olvidemos que se subtitula El moderno Prometeo-, sea su encuentro con el ermitaño. El arquetipo de la soledad sacralizada abre sus puertas al monstruo creado por la Ciencia. Uno y otro afectan la nueva enfermedad perseguida por la medicina ilustrada: el vicio solitario, es decir, la masturbación, sea física o intelectual.

No les importa. El provocador Gérard de Nerval responde que casarse no es sino correr conscientemente el riesgo, “equiparable a otros crímenes impunes, de ser padre”. El romántico aspira a la desmaterialización, igual que Petrus Borel se declara licántropo, mientras Stéphane Mallarmée dedica un Toast fúnebre a la memoria de Teophile Gautier, el autor de La Momia, para recordarnos que también él ha resucitado de entre los muertos.

EL FEELING DE LO FATAL

Si los románticos se declaran solitarios, únicos e intransferibles, no es solo por una toma de posición “Contra los Industriales” –según el panfleto de Stendhal-. Estar espiritualmente solo es experimentar el todo y la nada, el desmembramiento previo a la reconstrucción de uno mismo, a la manera de ese “Moderno Prometeo”, compuesto con fragmentos de cadáveres, que acabará huyendo hacia los hielos del Ártico envuelto en una tempestad que recuerda los acantilados blancos de Rügen, según Caspar Friedrich. O quizá más un remake de La muerte de Empédocles, tal como la poetizó Hólderlin, precipitándose al cráter del Etna.

Porque si el mundo puede ser un desierto de muchas maneras, ninguna resulta más devastadora que aquella que enmascara, hoy como ayer, el pensamiento único bajo los fastos de la sociedad del espectáculo. El oscurecimiento de sí mismos hasta la desaparición, el que consumaron los primeros románticos, se inicia bajo el sol negro de la melancolía y alcanza su plenitud más allá de las estrellas.

En el camino nos dejaron un legado que habla por sí mismo: la exploración de los límites de la experiencia que dio lugar a las vanguardias, como la entrada triunfal de la mujer en la literatura- de las Cumbres borrascosas de las Brönte a Los misterios de Udolfo, según Ann Radcliffe-, el imperio de la subjetividad hasta la defensa del irracionalismo, y sobremanera, la reivindicación de una espiritualidad salvaje, nacieron de esos pensadores a la intemperie, hijos de una revolución inacabada, cuyas contradicciones son las nuestras.

“La calma del Éter la he comprendido” –escribe Novalis-, “jamás el lenguaje de los hombres”. No es precisa una palabra más. La agonía romántica es la que acompaña a los dolores del parto. En la soledad, en el silencio, en el abandono, es allá donde aparece el Otro que también somos, en su verdadero rostro.

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