FIRMA INVITADA

Cómo leer a un presidente

Manuel Azaña
Gastón Segura | Lunes 05 de abril de 2021
Es difícil leer la obra literaria de una celebridad histórica sin que se imponga ya no solo la simpatía o la antipatía que nos provoque, sino también esa viciosa pedantería de buscar entre las afirmaciones y los renuncios de sus personajes ficticios las más nítidas justificaciones de sus acciones reales.


Tanto es así que hoy en día la visión pública que se tiene de un autor ha llegado a ser tan importante para la aceptación de su obra artística, que la mayoría de los novelistas —y por desgracia, del resto de los artistas también— se afanan en pregonar unas opiniones políticas y en exhibir una conducta social que satisfaga, cuando no sea aplaudida, por la generalidad de sus conciudadanos, además con mayor celo que el dispensado para componer sus novelas, como si el quehacer al que deben su notoriedad social no fuese sino un mero lacayo de su imagen pública.

Y como quiera que de cuando en cuando incurro en este miope y pernicioso prejuicio tan común de apreciar o menospreciar una obra artística por la consideración moral o la simpatía que me suscite su autor, a menudo me reconvengo recordándome que el novelista que más me ha cautivado, William Faulkner, me era tan desconocido la primera vez que lo leí de adolescente que ni tan siquiera sabía que era norteamericano, solo que había recibido el Premio Nobel y porque venía estampado en la cubierta de Santuario (1931), o que me importa un bledo qué opinaba Shakespeare sobre los “problemas de la sociedad de su tiempo” y con que civismo se adornaba, o que a Séneca lo leemos todavía por la ecuanimidad y hondura de sus consideraciones existenciales y en absoluto por el distinguido y vidrioso puesto que ostentó en la corte de Nerón. Y, sin embargo, tengo que renunciar a todas estas sensatas reconvenciones a la hora de abordar el texto que a continuación les presento: El jardín de los frailes (1927), de Manuel Azaña, recién reeditado por Drácena, con un magnífico prólogo del profesor Prieto de Paula y una cuidada edición de Lidia Rodríguez. Sí, tengo que renunciar porque es el mismo Azaña quien me obliga, al convertir el relato —como nos explica el profesor Prieto de Paula— en lugar de una sucesión de peripecias más o menos divertidas y sagaces en la larga evocación de un intelectual, ya cuarentón, de sus años adolescentes, en el colegio de los agustinos de El Escorial, donde se preparaba interno para superar las asignaturas de la carrera de Derecho. Por supuesto que la evocación o ese “yo recuerdo que…” es un punto de partida corriente para cualquier novelón decimonónico; pero contra cuanto es habitual en esos tomazos, en El jardín de los frailes nunca se disipa la voz “evocadora”; es decir, siempre media esa presencia madura y ponderativa del recordador entre el lector y el adolescente protagonista. Ahora comprenderán porque me resulta imposible desprenderme del Azaña histórico; es más, en El jardín de los frailes nos encontramos ante unas memorias disfrazadas de novela para que su autor disponga de una libertad que el escueto y sincero recuerdo constreñiría, pues la licencia ofrecida por la ficción permitió, seguramente, a Azaña retocar a su conveniencia alguna vaga e inconclusa estampa que conservase de aquel entonces, más insertar cualquier otra escena ajena que le resultase más ejemplar y precisa para cuanto quería expresar. No obstante, El jardín de los frailes sumado a Las confesiones de un pequeño filósofo (1904), de Azorín, y a AMGD (1910), de Ramón Pérez de Ayala, componen una trilogía insoslayable, pues constituye nuestra mejor aportación a ese raro subgénero que podríamos llamar la “novela sobre la Pedagogía” —ojo; no la “novela pedagógica o didáctica”, como por ejemplo El conde Lucanor (1331-35), del príncipe don Juan Manuel—, y en consecuencia con su cometido, este trío ofrece el más fiel documento sobre la formación educativa secundaria que recibió una generación decisiva en la historia de nuestro país; esa titulada por el propio Azorín como la del Noventaiocho.

Observada desde esta perspectiva, El jardín de los frailes se convierte en un texto esclarecido. En efecto, se torna un testimonio muy instructivo si lo contemplamos con el propósito de acercarnos a la mentalidad y a la voluntad de aquella generación cuyo desengaño con la España heredada del catastrófico s. XIX, la hizo concebir, en un rapto tan luminoso como ingenuo, una república demasiado burguesa y acomodada, para un país todavía inmensamente agrario y con grandes bolsas de penuria. Pues comoquiera que Azaña carece de esa humildad o de esa devoción por sus criaturas que rige en todo novelista convicto, no utiliza los pasajes del relato como estampas de la vida del personaje, sino como ocasiones para exponernos sus dolidas opiniones o sus acerbas críticas. Esta franqueza lejos de antojársenos molesta y dado el momento cuando fue concluida la novela —época cuando Azaña perseguía asentarse entre los intelectuales y en absoluto estaba coartado por cualquier raquítico interés partidista—, debe invitarnos a suponer que en El jardín de los frailes no tanto expone sus quejas particulares como las compartidas por toda su generación. Y si diésemos crédito a esta suposición, ahí hallaríamos su mayor valor y su gran interés para leerla, ahora cuando unos y otros se han empeñado en extremar y hasta en malversar el pensamiento y las intenciones de aquella generación de ateneístas y burgueses que cambió la historia de España.

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